Leni Riefenstahl: cineasta nazi (segunda parte)
“Leni Riefenstahl es un caso ejemplar del oportunismo y la ruina de un gran talento vendido a las fuerzas de la inmoralidad política.”
Leni Riefenstahl (1902-2003) fue, sin la menor duda, una de las más destacadas cineastas del siglo XX, y esta condición la obtuvo con dos obras que filmó cuando aún no había cumplido cuarenta años: El triunfo de la voluntad y Olympia. Pero al mismo tiempo que su consagración artística, dichas cintas le acarrearon un descrédito y un cuestionamiento ético que han perdurado hasta hoy. Tuvo el respaldo y la protección del régimen nazi, que valoraba altamente el cine por considerarlo un arma propagandística fundamental, actitud que otros regímenes totalitarios compartirían, tales como el fascismo italiano, el comunismo soviético y el castrocomunismo.
La victoria de la fe (1933)
El poderoso Joseph Goebbels, encargado de la propaganda nazi, consideró que el cine era uno de los medios más modernos y científicos de influir sobre las masas. Con ese criterio, durante el período de gobierno nazi, en Alemania se produjeron nada menos que 1.350 filmes de apoyo al régimen hitleriano. Y tanto se priorizó el cine, que de las 62.000 escuelas de ese país, 40.000 contaban con sala de cine. Una película como El joven hitleriano Quex se proyectó a lo largo de toda Alemania para exaltar el ideal que el gobierno imponía a la juventud. Al mismo tiempo, se produjeron filmes para exacerbar el antisemitismo, como El eterno judío.
En esa atmósfera política y cultural desarrolló su obra Leni Riefenstahl. Esta mujer, extraordinaria por su talento, pero también por su falta de principios, comienza su despegue como artista en función de los intereses del nazismo. Su primer documental de propaganda nazi, La victoria de la fe, cubrió el Quinto Congreso del Partido en Núremberg, en 1933, y dispuso de recursos sin límite para su filmación.
La cinta, sin embargo, luego de su estreno ―se estipuló que fuera obligatorio verla en las escuelas (subrayo esto porque el uso de las escuelas como centros de propaganda y manipulación ideológica es típico de este tipo de gobiernos, y así fueron utilizadas en Alemania, Italia, Rusia y Cuba)―, fue mandada a destruir por el propio Hitler, porque en aquel congreso él compartía escenarios con Ernst Röhm, jefe de las SA, tropas paramilitares nazis. Röhm había logrado un poder que amenazaba la autoridad Hitler, y este ordenó asesinarlo junto a sus principales colaboradores en la llamada “Noche de los cuchillos largos”. El Führer, pues, decidió eliminar un documental que daba testimonio de su antigua relación con Röhm.
El triunfo de la voluntad (1935)
Poco después de este fiasco para Riefenstahl, se le ofreció una segunda oportunidad. Hitler, siempre entusiasmado con La luz azul, el primer filme de ficción de Riefenstahl, le encargó a la cineasta otro documental, ahora sobre el Sexto Congreso del Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores, que se realizó entre el 4 y el 10 de septiembre de 1934, también en Núremberg. (De paso, recuérdese que el estalinismo y castrocomunismo hicieron el mismo uso desvergonzado de vocablos referidos a los obreros que la jerga del totalitarismo nazi; pura trampa verbal para incautos).
De nuevo, Riefenstahl dispuso de grandes recursos e incluso participó en el diseño mismo del congreso. Existe una foto suya en compañía de Hitler, con un pie de foto de la época en que se indica que se tomó mientras ambos hablaban sobre el documental. Riefenstahl comenzó a preparar la filmación en mayo, planificó cada detalle, pero al mismo tiempo moldeó varios aspectos del congreso en función de lo que haría. Tanta fue su influencia.
El triunfo de la voluntad revela ya algunos de los factores principales del estilo de Leni Riefenstahl, tales como el empleo expresivo de la edición, los primeros planos y la iluminación ―donde el claroscuro resultaba impresionante―, y en especial su sentido de la narración que, desde el inicio del documental, subraya el apoyo multitudinario a Hitler, y al mismo tiempo, los primeros planos enfatizan el supuesto carácter ario del pueblo alemán, resaltando los rasgos físicos que formaban parte de las obsesiones raciales nazis. También están presentes en este segundo documental la emotividad teatral que de un modo u otro se manifiestan en el resto de su obra.
Asimismo, en las secuencias en que capta a jóvenes hitlerianos en los campamentos donde se albergaban durante el congreso, Riefenstahl exhibe su interés por la belleza y armonía del cuerpo humano, pero también el énfasis en la colectividad total, sin individualidades visibles, como manera de existencia preferencial del pueblo: juegos juveniles, constantes imágenes grupales de una alegría mecánica y permanente que hacen ostensible la falta de individuación (un recurso también usado con frecuencia en tantos documentales soviéticos y cubanos que, con menos artisticidad, llenaron las pantallas con su propaganda política).
Ese mundo juvenil, materialmente hermoso e ingenuo ante el poder que lo maneja, tal como se exhibe en El triunfo de la voluntad, es el mismo que, treinta años más tarde, fue brillantemente denunciado en el filme checo El amor se cosecha en verano (1964), de Ladislav Rychman, una cinta deliciosa que, con su tono de comedia musical, denunció el colectivismo impulsado por los comunistas pro soviéticos en Checoslovaquia. Me consta que esa película, exhibida en Cuba poco después de su estreno en Praga, terminó por ser silenciada en la Isla, puesto que su mensaje era bastante obvio: el socialismo no es sino la represión de los individuos y sus mejores sentimientos.
Riefenstahl en su segundo documental se detiene en apoyar esa masificación del ser humano. Por mucho que negara, después de la Segunda Guerra Mundial, su posicionamiento a favor del totalitarismo, la verdad es que esta cinta es claramente un apoyo subliminal a las manipulaciones ideológicas del Führer. Riefenstahl, se ha dicho alguna vez con razón por sus críticos, nos presenta un evento que, mediante su matemática coreografía ―comienza con el viaje en avión del Führer hasta el sitio del congreso: el nuevo dios que desciende hasta su pueblo―, trata de presentarnos un mundo sereno y aparentemente perfecto bajo el signo de la esvástica. Por lo demás, las secuencias militares, así como su complemento con las imágenes de la vida en campamento de los jóvenes hitlerianos, eran ya, en esta obra al servicio del nazismo, un verdadero acto de complicidad.
Tal vez el estudio crítico más serio sobre Leni Riefenstahl, esa mujer liberada y segura de sí misma, lo hizo otra mujer, una feminista notable del siglo XX: Susan Sontag, en su ensayo “Fascinante fascismo”,1 donde afirmó, con entera razón, que en ese documental de 1935 ―que la propia cineasta creía perdido (siempre se negó a hablar sobre él), pero fue recuperado― “se muestra la belleza de los soldados y de ser soldado para el Führer”.
Olympia (1938)
La consagración de Riefenstahl como directora excepcional, sin embargo, se produjo en las Olimpiadas de Berlín, en 1936, durante las cuales filmó su magno documental Olympia, con el que entró a la historia del cine. En esa obra, Riefenstahl trabajó con un fervor artístico y unas condiciones materiales excepcionales, preparó la filmación con muchísima antelación. Mandó a hacer lentes especiales a Estados Unidos. Entrenó minuciosamente a su equipo de camarógrafos y demás técnicos de modo que, llegado el momento, pudieran realizar con eficiencia las difíciles tomas de un evento deportivo de tal magnitud. Hizo construir rieles para que se pudieran filmar en pleno movimiento eventos tales como las competencias de atletismo. Dispuso de cámaras llevadas por globos para conseguir tomas desde el aire.
En fin, su creatividad se proyectó gracias a un despliegue tecnológico que resulta deslumbrante por su inteligencia y creatividad. De todo eso quedó muestra porque la propia cineasta tuvo la perspicacia de hacer que se documentara el proceso creativo, en una especie de making-of que pone de manifiesto su conciencia de lo que estaba haciendo. Sin embargo, esas mismas proezas de producción descubren el total apoyo económico y ejecutivo que recibía del régimen hitleriano. Así pudo filmar, según su propio testimonio, nada menos que 400 kilómetros de cinta, material con el cual realizó una extraordinaria edición.
Olympia fue su obra mayor, en ella se conjugan su gran talento y su colaboración con uno de los regímenes políticos más nefastos de la historia humana. Fue una verdadera revolución estilística que no solo convirtió el documental deportivo en un género cinematográfico de estatura artística, sino que cambió todo en cuanto al documental en su sentido más general.
Desde el punto de vista de la historia de la cultura, Olympia da testimonio de un cambio más allá de la cuestión del nazismo: nos presenta, en gozosa expansión, el nuevo ideal físico, corporal del ser humano en el siglo XX. Este es, a pesar de todas las apelaciones que la cineasta hace en favor del nazismo, uno de los valores reales y permanentes de Olympia.
“No dejaron, sin embargo, de escucharse voces inteligentes que, más allá de la creatividad cinematográfica y la belleza formal, percibían el componente venenoso de la cinta.”
Se ha destacado con insistencia su manera creativa de usar la cámara, que en esta obra suya se emplea de manera muy original. Por ejemplo, hay momentos en los cuales no se filma a los deportistas directamente, sino a sus sombras en movimiento sobre el suelo; en otros casos, el lente se detiene en la fatiga y el esfuerzo de los competidores. Sin duda, Riefenstahl creó la nueva fotografía deportiva, duradera hasta hoy, y contribuyó mucho, por cierto, a abrir camino a la imagen como vehículo de propaganda comercial.
Del mismo modo, su empleo de teleobjetivos resultó fundador. En este sentido, sus aportes son innegables. También la atención especial que presta al dramatismo de las expresiones y movimientos corporales de los espectadores, con una inteligencia dramática tal, que el documental no requiere de la palabra hablada o escrita, porque la imagen sola se encarga de narrar una verdadera historia. Este relato, por otra parte, es, lamentablemente, el de la supuesta grandeza del nazismo. No solo por la filmación de la inauguración del evento por parte de Hitler, sino sobre todo por exaltar los retorcidos ideales nazis, tales como la apología de ciertas peculiaridades físicas en los deportistas y, por momentos, en el público.
Por otra parte, se ha advertido, con razón, que el prólogo del documental ―otro elemento original aportado por la cineasta― se ubica en el mundo clásico helénico. En principio esto parecería inocuo, dado que, en efecto, las olimpiadas fueron creación griega. Pero en la transición de esa evocación de la Antigüedad al presente de las Olimpiadas de Berlín, y a través de la belleza artística indudable de dicho prólogo ―la nueva exaltación del físico humano, la gracia especial en la danza de las muchachas, entre las que estaba, desde luego, la propia Riefenstahl como bailarina, pero también como coreógrafa, dada su formación y su experiencia danzaria―, se trazan sutiles lazos de continuidad entre el extraordinario pasado de la cultura europea, los ancestros helénicos, y la Alemania nazi.
De nuevo, como ya se había ensayado en El triunfo de la voluntad, la imagen se convierte en elocuentísimo lenguaje para una sucia manipulación: el genio de la cineasta y su oportunismo se funden de manera inextricable.
Olympia dio lugar a una verdadera catarata de reconocimientos, entre los cuales el premio del Festival de Venecia fue particularmente significativo. El documental se exhibió en muchísimo países y Riefenstahl fue aclamada como una gran cineasta. Ganó premios en Italia y Francia. Hitler declaró ―creo que con justicia― que el documental era una incomparable y única glorificación del nazismo. No dejaron, sin embargo, de escucharse voces inteligentes que, más allá de la creatividad cinematográfica y la belleza formal, percibían el componente venenoso de la cinta. Así, en su viaje promocional a Estados Unidos, poco antes del estallido de la guerra, ni sus antiguos conocidos alemanes allí refugiados (con Marlene Dietrich a la cabeza, que era una firme antinazi), ni muchos cineastas de Hollywood, aceptaron recibirla o hablar siquiera por teléfono con ella. Curiosamente, solo fue acogida por Walt Disney.
El oportunismo y la ruina de un gran talento
En principio, Hitler quiso que ella filmara escenas de la invasión a Polonia. Pero una foto en que aparece la propia Riefenstahl con expresión horrorizada en uno de los atroces escenarios de brutalidad nazi, hizo que fuera devuelta a Berlín. Su siguiente proyecto, Tierra baja, inspirada en una narración española, fue la segunda película de ficción más costosa del Reich, ratificando, en contra de la afirmación de la cineasta después de la guerra, que seguía siendo una artista comprometida con el régimen nazi. Esta película de ficción utilizó gitanos romaníes prisioneros de un campo de concentración, que ella personalmente eligió, y que después de la filmación en su mayoría fueron gaseados.
¿Qué sentido tiene evocar a esta compleja artista alemana en 2024? Muy sencillo. Aunque los años han pasado y ella no volvió a filmar después de la derrota alemana, prosiguió su labor de inteligente fotógrafa. Y los valores formales de su trabajo han sido no solo reconocidos, sino también, lamentablemente, elogiados por algunos. De ahí la relevancia de los lúcidos análisis que han hecho Susan Sontag y otras fuertes críticas a una mujer que aunó su gran talento artístico a un oportunismo extraordinario y una proverbial falta de escrúpulos.
“El arte solo vive realmente a través de su entrega a la verdad y la justicia. Lo demás es mera propaganda que el tiempo, tan sabio, se encarga de borrar.”
En sus años posthitlerianos Leni Riefenstahl negó toda colaboración con el nazismo, todo conocimiento de sus horrores. Creo que hoy, junto a sus aportes técnicos, ella es un caso ejemplar del oportunismo y la ruina de un gran talento vendido a las fuerzas de la inmoralidad política y el antihumanismo. Después de Olympia no volvió a crear una obra de semejante fuerza expresiva. Pero incluso este gran documental no puede verse ―a menos que uno se pliegue a una mirada cómplice― sin sentir la opresión de ese implícito canto al nazismo.
De nuevo viene a mi mente la frase romana fundadora de un verdadero pensamiento estético: el arte real es Dulce et utile, bueno y útil. No hay grandeza artística real sin un servicio humano. Esto es particularmente cierto en el cine, pero en general en todas las artes. Los principios que rigieron el arte oficialista en la Alemania nazi, en la Unión Soviética y en la Cuba de Castro, derivaron hacia un esquematismo propagandista que lastró la supervivencia de las obras así creadas, ya fueran de Leni Riefenstahl o de Santiago Álvarez. Esto es, en suma, lo que supo expresar, con la fuerza del testigo, Klaus Mann en su perenne Mephisto. El arte solo vive realmente a través de su entrega a la verdad y la justicia. Lo demás es mera propaganda que el tiempo, tan sabio, se encarga de borrar.
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1 Susan Sontag: Bajo el signo de Saturno, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2007, pp. 81-107.
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