Lila. Una vida robada

| Vidas | 26/04/2019
Máscaras
Máscaras

 Réquiem por ti, Lila.

Lo que sucede en la infancia nos marca de una forma muy especial. Muchos recuerdos y momentos de esa etapa pueden acompañarnos en el tiempo, a veces mediante imágenes, aunque no hayan sido completamente reales, porque pueden haber sido distorsionadas por las circunstancias o por la subjetividad de quienes las vivieron.

Si algunas de esas imágenes permanecen en nuestro recuerdo tal y como nos fueron presentadas en la infancia, y solo al pasar los años logramos descubrir que no eran verdad, pero que por esas actitudes sufrió alguien, una amiga, una persona a quien ya nadie puede pedirle perdón… entonces, queda un gran dolor y el deseo de hacer algo como un acto de justicia.

Y ese alguien en esta historia es Lila.

Lila fue  mi compañera de juegos infantiles, aunque me llevaba algunos años de ventaja. Con ella aprendí a encender una hornillita de carbón de juguete y hacer queso a la plancha. Era muy activa, simpática y alegre, llegaba a mi patio siempre con mil ideas para divertirnos. La recuerdo dibujando muñequitas de cartón a las que después hacía preciosos vestidos de papel. Era de mi barrio, pero, al comenzar la Secundaria, su padre la quiso trasladar para otra escuela y, a partir de ahí, comenzó todo.

Nos fuimos alejando, porque ya no teníamos tiempo para jugar y porque ella casi nunca estaba en el barrio. A veces la veía, pero ya no quería jugar, ni conversar ni compartir. En poco tiempo se fue diferenciando de nosotras, las más pequeñas. Su madre la llevaba a la peluquería donde trabajaba y era tal su gracia, que servía de modelo en exposiciones de peinados y tintes. Poco a poco su estilo, su manera de andar, su apariencia… se transformó.

Desapareció su simpática inocencia, y de nuestras complicidades ya no quedaba nada. Salía temprano con sus padres y no la veíamos regresar hasta la noche. Si coincidíamos en alguna fiestecita de barrio, su actitud era distante. Llegaba con nuevas amigas, todas vestidas de manera algo diferente a la nuestra, pues siempre iban de negro, con pantalones y camisas. Formaban grupo aparte, y ella ni nos miraba: así se abría una brecha entre ella y nosotras, sus amigas de la infancia.

Los adultos de nuestras familias también notaban esos cambios de Lila, y la empezaron a mirar con cierto recelo, decían que andaba "en malos pasos", "malas compañías". Nos alejaron de ella. Y ella también, para nuestra sorpresa, se alejó de nosotras sin decir ni una palabra. De sus  padres, poco podíamos saber. Eran funcionarios del gobierno, casi nunca permanecían en casa. Lila entraba y salía sola. Llegó el momento en que pasaban incluso semanas y no la veíamos.

Nadie nos dio explicaciones, y tampoco nos atrevimos a pedirlas. Cuando se hablaba de ella, o de su familia, nuestros mayores lo hacían en voz baja, casi en susurros. Un día pude oír que todos se lamentaban de que esa niña se hubiera “desviado”. Era esa la palabra condenatoria que se empleaba para denigrar lo diferente. En el barrio, no podían explicarse que eso sucediera sin que sus padres hicieran algo para evitarlo. Había comentarios de que Lila formaba parte de un grupo de chicas “raras” y “alocadas” que alborotaban el pueblo con sus manifestaciones varoniles, y que se estaban tomando medidas para “solucionar” ese tipo de conducta.

Lila ya no era la chica del barrio. Se alejó de todos, y todos nos apartamos de ella. Le dimos la espalda.

Eran los años setenta en Cuba.

Solo quienes lo hayan sufrido en carne propia, o al menos lo hayan leído o estudiado con empatía, podrán comprender lo que significaron esos años llamados “grises” por algunos, o “negros”, por otros; podrán tener idea cabal de lo que significaba ser “diferente”, en aquellos también llamados “años duros”. Se estableció a nivel institucional y social una serie de parámetros y esquemas que marcaron a la sociedad en todos los sentidos. Quienes eran “señalados”, por alguna circunstancia que los dejase fuera de esos modelos, eran cuestionados, apartados. Constituía un delito penado ser “diferente”. Y los acusados sufrían la “parametración”, un proceso oficial de exclusión y castigo.

El tema de una orientación sexual supuestamente “antinatural” (para la moralidad "revolucionaria" en el poder), se convirtió en uno de los tantos estigmas que durante esos años impactaron a la sociedad, no solo para sectores de la vida pública, donde más se visibilizaba “el problema”, como el mundo artístico —que en los últimos años en Cuba, a partir de las memorias de escritores y artistas injustamente perseguidos, ha sido objeto de acciones reivindicatorias—; sino que constituyó un duro drama que hirió la vida de la gente común, familias e individuos.

Y en ese drama entró Lila, mi amiga de infancia.

Automarginada, ella sabía en lo que estaba y, antes de que nadie la apartara, se apartó ella misma. Poco sabíamos de su vida, aunque de alguna manera, con los años, fuimos enterándonos de casi todo. Se alejó de su casa y de nuestro pueblo, no sabemos si intentando hacer una nueva vida o seguir en la que ya estaba. Sufrió mucho, pues casi toda su familia se desentendió de ella, y estuvo en campamentos construidos en zonas de campo muy intrincadas, adonde eran enviados numerosos jóvenes para que con disciplina militar apoyaran en la producción agrícola.

Luego se radicó en la capital, en La Habana, y evitó volver al pueblo: no vino, ni cuando falleció su padre. Solo su madre iba allá a visitarla, pero, era tal la tristeza que reflejaba en cada regreso de esas visitas, que nadie se atrevía a preguntarle por Lila.

Pasaron los años, hasta que regresó por última vez. Vino enferma, depauperada físicamente. Según lo que podíamos apreciar, el mismo drama que la había alejado de su familia y de sus amigos la hundió en una vida de excesos y no exenta de miserias de todo tipo. Volvía para morir en el hogar de su infancia.

Cuando Lila murió, intenté buscar en su madre los recuerdos de una etapa inocente y linda de mi vida. La acompañé en su duelo, intentando llenar un poco su vacío. Yo no quería hablar de Lila, de lo que significó nuestra amistad infantil, ni de lo que había pasado después con ella. No me atrevía a rozar esa herida.

Pero, ella, la madre de mi amiga, sí necesitaba hablar. Me quería contar la verdadera historia de su Lila.

Quedé sobrecogida ante la revelación. Se me hizo un nudo en la garganta.

En realidad, nunca fue homosexual. Nunca quiso apartarse de sus amigas, de su colegio, de su barrio y su mundo afectivo.

Su padre trabajaba como oficial encubierto de una organización gubernamental que se dedicaba a la identificación y tratamiento de jóvenes con conductas “diferentes”, y, en su afán de penetrar grupos con esa orientación sexual, tuvo la nefasta idea de infiltrar a su propia hija adolescente como agente secreto. Convirtió a su propia hija inocente en un instrumento, y en una víctima, de su ideología.

Lila hizo bien su trabajo. Tan bien lo hizo, que nunca más pudo dejarlo para recuperar su verdadera  identidad.

Cada palabra que aquí he contado con dolor es real, demasiado real. Hoy lloro por ello.

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