Teatro│A solas con Angélica Liddell
“Angélica Liddell se enfrentaba a un reto al emerger en el circuito teatral español: sobrevivir a la tradición realista y a los círculos de poder dominados por los autores «serios».”
Es una mujer, pero podría ser una piedra, cualquier cuadro del barroco donde confluyan pordioseros y figuras de la corte, un asesino a sueldo, la virgen esculpida en una gruta, una flor congelada. Lo acolchonado del asiento contrasta con su postura. Anoto: “no confundir con tensión, su estado de alerta”. De la camisa remangada sobresalen los antebrazos con venas gruesas. Hace unos minutos, en escena, decía cuánto desprecia a las artistas que la idolatran, en sus palabras: las farsantes imitadoras que llenan su habitación de cartas durante los festivales: “Gracias por escribir El matrimonio Palavrakis. Ayer dejé de matarme gracias a ti, Angélica Liddell”. Odia a las periodistas y a las groupies, como yo.
Hay lascivia implícita en ciertos tipos de admiración. Me he puesto los labios rojos para parecer más segura. A ella se le ve agotada, ha sostenido un ritmo imbatible en el escenario durante casi dos horas. Pienso en abandonar mis preguntas, en hacer algo más ligero, onda revista Elle. En este momento solo pienso en complacerla. Intento dejar claro el momento en que prendo la grabadora. La luz naranja del botón de encendido activa otro tipo de escucha y me ayuda a centrarme.
Angélica Liddell: “No pienso escribir ni una palabra sobre la felicidad”
Angélica González, más conocida como Angélica Liddell nació en Figueras, en 1966. Forma parte de esa generación del 60 de dramaturgos y directores de escena conformada por el español Juan Mayorga, el argentino Rodrigo García y por ella, de quien se ha dicho “que dice verdades como puños, el problema es el cómo”. Persiste en Madrid, como en buena parte de los circuitos teatrales alrededor del mundo, una tendencia a visibilizar aquello que se puede definir o al menos clasificar en un género: teatro realista, drama, posdrama, etc.
El imperio del teatro de texto o teatro realista fue sacudido por el cisma de la performance, pero no fue suficiente para derrocar la tradición realista, que sobrevive como estandarte en las instituciones, en los grandes y perfectamente iluminados escenarios y en las subvenciones.
Angélica Liddell se enfrentaba a un reto doble al emerger en un circuito teatral como el español: sobrevivir a la tradición realista y a los círculos de poder dominados por autores. Las instituciones y estos dramaturgos “serios” se preguntaban ¿qué hacer con esta mujer que se autoflagela en escena? ¿Dónde ubicar sus textos, la furia de sus monólogos en bloques de texto? Su pavor por los diálogos y por la acción formal que no debe “progresar” en otro sentido dramatúrgico que hacia abajo y cada vez más profundo.
Escucharla hablar sobre el proceso de montaje de esta obra suya en Teatros El Canal es como imaginar a un caballo de carrera siendo transportado en una jaula estrecha: “Nos mandaron a eliminar una escena porque está prohibido en España subir a un recién nacido al escenario. Amaba esa escena. Esperaron al último momento para que no pudiera cancelar la función”, me dice con hastío y cierta resignación.
La libertad ganada fuera de la patria parece ser algo irreversible. Liddell ha recibido el León de Plata de la Bienal de Teatro de Venecia y en 2017 fue nombrada Caballero de la Orden de las Artes y las Letras por el ministerio de Cultura de la República Francesa. Un touché para la conservadora escena española, que antes de recibirla como una de las figuras principales del Festival de Otoño la descartó como directora teatral.
Liebestod es como el aria final del drama musical Tristán e Isolda de Richard Wagner. Varios críticos se han referido a ella como su obra más completa o, al menos, la que más se asemeja a lo operístico, por aquello de que la ópera es el arte total. También ha sido como asistir a un ajuste de cuentas y, sobre todo, una crítica al imperio de lo políticamente correcto.
“Si hay una historia que contar en el relato fragmentado y posdramático de Liebestod sería la historia de un cuerpo frente a la inmensidad del teatro, frente a su carga simbólica y cultural.”
Un toro disecado en escena, varios kilos de carne, restos, un actor amputado de una de sus piernas para recrear la piedad de Miguel Ángel con ella. Como en sus últimas obras ―Un funeral para Bergman y El año de Ricardo―, Liebestod exhibe un cambio sustancial en la poética de Liddell, le ha puesto un amplificador a su discurso, textual y visual.
El caos que convirtió en su sello ha alcanzado una síntesis en la imagen, que recuerda a los mejores momentos de Robert Wilson, en que sonido y color se funden casi matemáticamente, como si todo lo que se viera en escena fuese producido por una maquinaria, la diferencia de Liddell es que consigue insuflarle vida a esa máquina y, a veces, hacerla sangrar.
A propósito de una expresión de Juan Mayorga sobre el peligro de los relatos en primera persona en la dramaturgia contemporánea, ella contestó: “Perdóneme, Mayorga, soy una narcisista, no puedo parar de hablar de mí misma”. Angélica continuó hablando de sí y mostrando su dimensión más patética y vulnerable, con la que consigue conectar con el público y con temas que van de lo micro a lo macro: la historia de su familia, el nacionalismo rancio de su país, el colonialismo, sus contradicciones con algunos activismos feministas, su modo descarnado de defender su diferencia. Entre esas críticas a grandes estructuras, hay una temática subterránea: la propia intimidad de la artista y su soledad.
No pienso escribir ni una palabra sobre la felicidad.”
A sus 58 años parece capaz de todo: dirigir las tragedias de la posmodernidad, salas sold out en pocas horas, publicar varios libros al año y enardecer a miles de mujeres y homosexuales (que reconoce como la mayoría de su público). Sin embargo, no consigue, o al menos no por momentos prolongados, ser feliz. Si hay una historia que contar en el relato fragmentado y posdramático de Liebestod sería la historia de un cuerpo frente a la inmensidad del teatro, frente a su carga simbólica y cultural.
Alrededor del minuto 130 aparece en proscenio: sola, sin la indumentaria de torera, sin las cuchillas con que escribe en sus tobillos cuando quiere señalar una palabra con su propia sangre. Durante más de una hora ha llenado el escenario con su energía y un despliegue físico descomunal. Con un pijama blanco de satén ha recurrido a la indumentaria del melodrama para decirnos, en voz baja, lo sola que estará cuando llegue a su cuarto de hotel, la sensación de pérdida que le invade cuando termina una obra: es como perder un hijo. El amor o la pérdida del amor ensombrece el supuesto éxito y, por encima de los premios y reconocimientos, ella prefiere la felicidad de la carne, ser tocada por alguien.
Pagué 25 euros por estar al fondo de la platea, lo suficientemente al centro como para que por instantes parezca que me está hablando desde el escenario. Me preocupa tener que escribir con este estado de enardecimiento. La obra transcurre para mí como algo sacro, una misa. Pienso en la falacia que hemos repetido año tras año acerca de la postura del crítico: racional, distanciada, a media altura.
Soy la espectadora ideal de su teatro, en 2017 llegó a mis manos una filmación de La Casa de la Fuerza y otra de Te haré invencible con mi derrota. Anoté una frase suya sobre el dolor, algo así como: “Me parece inservible la obra de arte que no me provoque el más visceral e irreparable daño”. La relacioné con otra de Lorca: “Hay que sumergirse en el lodo para recoger las gardenias”. Verla en España ha significado la concreción de algo para mí, así que soy la crítico teatral y la groupi que se retuerce en su asiento.
Llevamos al menos 20 minutos hablando. No quiero que note que han sido para mí un oxígeno tremendo, después de todo, esto se trata de ella. Pongo stop en la grabadora, celosamente, como quien atesora algo. Para terminar, intento que nos relajemos con una pregunta gremial: Si ocurriera un incendio general en el teatro, ¿a qué artistas salvarías?
―Ninguno vale la pena, que se queme todo.
―¿Incluyéndonos a nosotros?
―Con nosotros dentro.
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Al terminar la función de Liebestod, tomo el primer metro hacia la que era mi casa, una habitación al final de la Línea 10. Al salir del teatro he procurado no ver a nadie, ni conversar, quiero atesorar esta sensación. Me hubiese encantado tener una entrevista con Angélica. De camino a casa escribo el cuestionario en mi mente. Perdonen si me dejo llevar por el deseo y, entre línea y línea, ficciono.
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