Cuerpo, tabúes, religiosidad y erotismo

"Cuando una cultura dominante (blanca, heterosexual, patriarcal, institucionalizada) se apropia, con complacencia y admiración, de ciertos iconos y formas funcionales de otra cultura, no hay que darle rienda suelta a la paranoia, pero tampoco confiar demasiado".

Ilustración de la mujer en Cuba en siglo XIX representada en la novela "Caniquí": cuerpo, tabúes, religiosidad y erotismo.
Ilustración de la mujer en Cuba en siglo XIX representada en la novela "Caniquí". / Imagen: Exilio

I

Disciplinas: instrumento que posee varios ramales y está hecho clásicamente de cáñamo. En sus extremos los ramales son más gruesos. Se usa para azotar y disciplinar.

Esa definición, tomada del diccionario de la RAE, se transforma hoy casi en una antigualla lexical. Vivimos en una época de gregarismos, ignorancias diversas y banalidad estereotipada. En un mundo donde la trivialización de la vida pelea duro contra el conocimiento y el humanismo, la verdad es un cuerpo flechado constantemente.

Lo otro es que la verdad se salva ya no tanto gracias a los discursos y las narrativas donde la persuasión es eficaz, sino más bien gracias a las imágenes y las testificaciones directas. 

Hoy se hablaría de castigos medievalizantes, de floggers, de azotes relacionados con algún tipo de fanatismo, de prácticas de BDSM, de placer sádico/masoquista. Lurid corpses, como suelen decir los anglosajones.

II

A principios de la década de los años veinte el ensayista Jorge Mañach dio a conocer un relato de cierta extensión titulado Belén el aschanti. A excepción de la academia, casi nadie sabe que Mañach tuvo ese “desliz efusivo” donde coqueteó con el narrador que nunca llegó a ser.

Entonces escribir sobre negros, “suscitar” personajes de culturas “periféricas” o investigar acerca de la música folklórica eran “gestos” de vanguardia perfectamente incorporados en el momento de renovación que vivía la cultura cubana. 

Alfonso Hernández Catá se obsesiona, por ejemplo, con los chinos herméticos y segregados que deambulan como sombras por la ciudad. Ese ademán dura hasta bien tarde, cuando otro escritor, Gerardo del Valle, redacta sus Cuentos del cuarto fambá y una historia como “Ella tenía bilongo”, tan certera y paradigmática.

¿Y no había pintado Víctor Manuel una Gitana tropical donde están el indio y el negro emulsionados? Ellos y otros añaden algo al vanguardismo, un movimiento cuyo ingrediente ideopolítico contribuyó a la densificación del alcance de ciertos objetos culturales creados entre inicios de esa década y los años treinta en Cuba.

"Gitana tropical", pintura de Víctor Manuel donde representa "al indio y al negro emulsionados".
«Gitana tropical», pintura de Víctor Manuel donde representa «al indio y al negro emulsionados». / Imagen: Wikipedia.

Un costado hipócrita en la apropiación de lo marginal-popular por los intelectuales de la vanguardia cubana de la primera mitad del siglo XX

Pero habría que añadir que esa gozosa apropiación de lo marginal-popular tenía, como ha tenido siempre, un costado hipócrita. 

Entre paréntesis: cuando una cultura dominante (blanca, heterosexual, patriarcal, institucionalizada) se apropia, con complacencia y admiración, de ciertos iconos y formas funcionales de otra cultura, no hay que darle rienda suelta a la paranoia, pero tampoco confiar demasiado.

III

Me atrevo a decir que el gesto de Mañach fue pura moda literaria.

Y aunque seguir las modas y sus asuntos posee un toque de frivolidad en este caso bastante temprano —Mañach compone el texto a fines de la década del diez, cuando estaba en la universidad de Harvard, y podemos incluso conjeturar que su escritura fue una especie de ejercicio contra la nostalgia cultural—, no es menos cierto que la figura del esclavo aschanti está bien conseguida y que su misterio, en tanto plexo de reflexión, empieza a crear, en un medio de hacendados esclavistas, un cuerpo disciplinado e ignoto, un cuerpo oculto, incierto, lejano y lleno de riquezas. Un cuerpo donde, para colmo de posibilidades, convergen muchas emociones, presunciones y sentimientos.

Belén se reifica al par que va naciendo esa África fantasma (recordemos a Michel Leiris) cuyos primeros contempladores fueron los capitanes negreros, los intermediarios de la trata, los armadores de barcos y los exploradores. Casi todos dejaron papeles, textos. Casi todos ejercieron la testificación.

El Belén de Mañach empieza a ser un personaje para el contraste. Y no cayó en el vacío su ir y venir por un relato como el que le da vida. 

El enigma del negro en la literatura de Mañach

Mañach deja abierto el enigma de un negro paseándose, asolado, por un territorio que entonces era un artificio cultural ligado al choque de África con las vanguardias. Cabe pensar en un negro garañón y ya tenemos, así, un modelo serio para ciertas novelas eróticas que, firmadas por autores ahora olvidados, recrean la vida del sur norteamericano —es un ejemplo— durante el primer cuarto del siglo XIX.

Hoy día esas novelas han continuado su andadura. No hay más que consultar las que recrean, en serie, al bondmaster, mezcla impía de comerciante y de polígamo fascinado por una descendencia que es suya porque lleva su sangre y que, al mismo tiempo, engrosará la dotación.

IV

Unos cuantos años más tarde José Antonio Ramos retoma la estructura de acciones de Belén el aschanti, el modus operandi silencioso del personaje, y los inserta en el centro mismo de una novela: Caniquí (1936).

En ella se ha señalado, con esas simplificaciones que acarrea la mala academia, su virtud de representar un canto a la libertad donde, si se le escucha bien, no hay sino puras añagazas para causar algún efecto tardío.

No hay que desechar, sin embargo, toda esa intención, especialmente si aceptamos que Caniquí se comporta como una alegoría de la situación de Cuba después de la caída de Machado. Solo que la novela de Ramos va más allá.

El ambiente está conformado por la Trinidad de los años treinta del siglo XIX, la hacienda de don Lorenzo, el mundo brutal de la esclavitud y la presencia de dos personajes empáticos: Caniquí y Mariceli, la hija del hacendado.

Un hombre negro y una joven blanca, «intercambio simbiótico en el nivel de las emociones»

Un hombre negro y una joven blanca, en quienes Ramos desarrolla un vínculo osmótico de la mayor riqueza y actualidad. Dos personajes que nos muestran hasta qué límites puede conducirse un intercambio simbiótico en el nivel de las emociones. 

Allí, en esa anómala relación, hay dos estratos. El más obvio nos compromete, en primer lugar, a vigilar el aspecto simbólico de esa propulsión política que subyace en un esclavo buscando su libertad. Y, en segundo lugar, a construir con Mariceli  (y en la superficie de su propio cuerpo martirizado: es una muchacha muy religiosa) una imagen incandescente de la República.

¿Es eso posible? Sin duda. Ramos ha querido que leamos su novela siguiendo esa doble clave. Ha tenido la pretensión, compleja por demás, de convertir un texto de evocación histórica en una alegoría del presente desde donde escribe.

¿Y por qué es esa una pretensión compleja? Porque hay una segunda “estancia” donde las luces y las sombras dan paso a un claroscuro mayormente penumbroso. Un emplazamiento de carácter onírico dentro del cual la obra avanza como por un páramo imaginario.

El texto sicológico

Nos encontramos en el distrito de los instintos y el novelista abandona ese primer piso de la lectura —el texto político-emotivo— y ocupa el segundo: el texto sicológico.

En él, Caniquí es un hombre que, a pesar de poseer una inteligencia “diferente” y dada, sobre todo, a la búsqueda de la libertad en términos somáticos, adivina en Mariceli a una mujer complejizada por dos sistemas de conocimiento: el de la culpa inmotivada, cósmica, y el de la religión, específicamente concentrada en un imaginario muy particular del Cristo católico. 

Para el negro, Mariceli es como la niña de sus ojos: se trata de la única persona blanca en la que le resulta posible confiar, la única que despide bondad. Caniquí es capaz de percibirlo así. Por su parte, Mariceli ve en Caniquí un secreto: el hombre oprimido, un cuerpo disciplinado que la atrae como extraña figura de martirio.

A Mariceli la asedian espectros ligados a la idea de esa culpa sin origen aparente y pone en uso la fusta —las disciplinas reductoras— de un modo perfectamente atroz. Llega al dolor, pero —y aquí entramos en la modernidad de la novela— lo sobrepasa al adentrarse en el placer.

El erotismo como una recóndita meta en sí misma

El intercambio de Mariceli y Caniquí (y viceversa) da para mucho precisamente porque no tiene lugar en el plano de los hechos. En principio daría para una historia erótica paralela, sobresaturada a causa de su no obrar. Esto es muy significativo.

El símbolo que Mariceli elabora —con su mente y su cuerpo, en tanto isla y mujer, en tanto martirio necesitado de un héroe— se incrusta en la sensibilidad del esclavo de modo contumaz. Caniquí observa cierta vez, a hurtadillas, cómo ella, casi desnuda, deja caer una y otra vez las disciplinas sobre su cuerpo hasta caer atravesada por un extraño goce.

El negro no comprende y, sin embargo, siente que debe hacer algo por la jovencita, o que un acto supremo, final, determinará la naturaleza de su ligadura con la hija del hombre que lo oprime. Ambos ejercitan el cuerpo y llegan a establecer una oblicua conexión.

¿Con qué raro material novelesco podríamos estar tratando? Pues con uno que hace del erotismo una recóndita meta en sí misma. El erotismo como forma y no como atmósfera. Lo trans-erótico, algo convertido en un sistema de señales que jamás desembocan en contactos físicos, pues más bien lo que hacen es cargarse progresivamente de explosividad.

Un martirio de raíz simbólica

Un sistema de iconos que no llegan nunca a verbalizarse, pero que inducen a pensar que debajo de la mirada salvadora de Caniquí hay un deseo carnal, y que en la mente de Mariceli el cuerpo de Caniquí queda entrevisto y soñado. Visión y sueño para el autocastigo.

Ramos no nos comenta nada del caso. Apenas podemos decir si fue o no consciente de esa extraordinaria flexión del texto, de esa lectura a que podemos someterlo hoy, a casi 90 años de su publicación. 

Al final, en la modélica procesión del desenlace —una procesión que representa un martirio de raíz simbólica—, con su carga de mitos cristianos, su crueldad extremada por el espectáculo de la beatería y por el propio Ramos, que subraya lo inútil de esas peregrinaciones de flagelados y nazarenos, tenemos a una Mariceli que va a “inmolarse”.

El inicio de una aventura sorprendente…

Caniquí, ya entonces un negro cimarrón, interviene en la sagrada marcha, carga con su ama blanca y se la lleva. La salva de un dolor incomprensible. Y es en ese punto donde creemos que Ramos cede ante la posibilidad de un desenvolvimiento narrativo poco verosímil.

Caniquí desaparece de la escena y Mariceli, recobrada para la causa de la libertad —la libertad de Cuba—, se pone a disposición del hombre que la ama: un joven blanco, aristocrático, con ideas próximas al credo independentista, pero que, en tanto personaje, permanece más bien a la sombra del inmenso negro deseante y deseado: una fantasía inútil, un objeto imposible de deseo.

He ahí un ovillo sepultado por el polvo de la tradición. Pero con un hilo que asoma, nítido, y del cual puede uno tirar. Hacerlo sería, como mínimo, y a los efectos del hoy cubano, el inicio de una aventura sorprendente. 

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