María Elena Llana: arte mayor

El misterio, la ironía y el tanteo de las fronteras de la realidad son característicos en la obra de la escritora cubana María Elena Llana.

Retrato de María Elena Llana.
Retrato de María Elena Llana. / Imagen: Cubaencuentro.

Un escritor es una persona que, en ciertos casos, se desdobla inevitablemente. Una escritora es algo más. Es una mujer que se emplaza a sí misma en un discurso de potencia y sensibilidad suficientes dentro de un cuerpo (y una historia de represión). 

Una escritora, una mujer que escribe, no renuncia a entenderse con la Diosa Madre. Ni con sus derivaciones modernas, aunque lo haga desde la sutileza del inconsciente. Ni siquiera necesita estar al tanto de semejante muestra de “atavismo” emocional y/o somático. Eso creo.

En cambio, un hombre que escribe está, lo sepa o no, calzado (y hasta levantado y apoyado en muchos casos) por mil años de mitos y leyendas patriarcales sobre la supremacía masculina en el arte.

Cuando una mujer decide ponerse a escribir…

A pesar de que se habla mucho de patriarcado, matriarcado, feminismos, balcanización de las corrientes dentro del pensamiento emancipador de las mujeres, inevitablemente uno cae en lugares comunes. Y los problemas de mutilación socioemocional y física, segregación y sexismo siguen, sin embargo, ahí: monstruosos e irresueltos.

No recuerdo quién dijo que cuando una mujer decide ponerse a escribir de verdad, lo hace de un modo irrecusable y casi vandálico (en el mejor sentido).

Nada de esto es absoluto, por supuesto. Ni siquiera hay que encerrar semejantes juicios dentro del cuadrilátero de la verdad. La experiencia humana individual es lo que vale y es casi la única medida posible.   

Los cuentos de María Elena Llana

Hace ya muchos años tuve el honor de construir un ensayo titulado “Gótico profundo”, de cierto modo con la intención de prologar los cuentos de María Elena Llana, reunidos selectivamente por ella misma en su libro Casi todo.

El tiempo transcurre veloz para los escritores que, sin adentrarse en la sociabilidad de la vida literaria, se dedican en cambio a su obra. Es lo normal. Y es lo que, en mi opinión, debería hacerse, porque, incluso, los homenajes entran con mucha dificultad en el mundo de la literatura. Los homenajes están hechos de materiales demasiado diversos. Alarmantemente diversos, enfatizaría.

La literatura como institución sociocultural y política es algo de lo que hay que huir. No pactar, no capitular, hacer la obra y cumplir con los demonios. Esta recomendación, valerosa y trágica a partes iguales, no fue hecha por una escritora, sino por un escritor. Un escritor marginado, pobre y homosexual: Virgilio Piñera

Entre el realismo social y el imaginario fantástico

Pero hay homenajes y homenajes, homenajes enjundiosos y homenajes huecos, homenajes medulares y homenajes llenos de ruidos y frases vanas. Cuando María Elena Llana cumplió 80 años recuerdo que acepté con entusiasmo, y también con gratitud, acudir y comparecer. Pues me pareció inexcusable, y de rigor, señalar celebratoriamente la presencia de una mujer discreta, una escritora que ha construido, libro tras libro, un islote propio, y que le ha hecho mucho bien a la narrativa cubana contemporánea.

Con María Elena Llana subió de tono la disputa, bastante obvia en la década del sesenta, entre el realismo social y el imaginario fantástico. Ella le ofreció una reverencia certera a la literatura que explora los límites de lo real. Y así empezó a fundar su propia estética con total deliberación, una estética con la que Llana ha sostenido un compromiso creativo intacto hasta hoy, independientemente de sus mutaciones. Una escritora así merece todo nuestro respeto y toda nuestra atención.

Casas del Vedado, «uno de los libros más afortunados entre los que aparecieron en Cuba durante la década de los ochenta»

No bien entra uno, como lector simple, en sus dominios, resulta imposible no percatarse de que sus armas son el misterio, la ironía, y el paseo atento por las fronteras de eso que llamamos realidad.

María Elena Llana es la autora de uno de los libros más afortunados entre los que aparecieron en Cuba durante la década de los ochenta. Un libro que a estas alturas ya se constituye en una de las colecciones más importantes de la historia del cuento cubano. Me refiero a Casas del Vedado. Allí compendia ella esa estética, y, a partir de ese punto, tras años de silencio, la hizo avanzar con relatos que expresan una notable solidez estilística.

Alguna vez dije, y lo reitero, que son dos los territorios visitados por Llana en sus cuentos. En primer lugar, el espacio fantástico, con sus habituales corrimientos de percepción en escenografías generalmente cerradas. En segundo lugar, el espacio —de carácter mental, aunque las historias lo disimulen— de la persistencia de un mundo (sobrepasado o abolido por la Historia) ubicado dentro de otro mundo que la Historia instaura y levanta.

María Elena Llana y el realismo clásico

Nada como ese realismo clásico que permite que un estilo se nutra de su inmersión en la oscuridad de la conciencia, la bruma del recuerdo y el emborronamiento de los límites entre lo verosímil y lo inverosímil. 

El resultado más provechoso de esas visitaciones de Llana podemos verlo en la propia naturaleza de Casas del Vedado. Detectable en un relieve narrativo peculiar que se extiende al resto de sus libros, contaminándolos provechosamente, y que nos invita al examen de una escritura capaz de referenciar la crisis socio-emocional de un universo que subsiste en virtud de sus apelaciones fantasmáticas. Esas apelaciones se encuentran como re-configuradas dentro de relatos en los que Llana da preeminencia a los gestos e indicios de la alucinación y la resistencia espectral de los objetos y las voces.

El desafío artístico de una cuentista

El desafío artístico de una cuentista como ella, cuyos textos están gobernados por dos o tres obsesiones que se reiteran con energía, consiste en hallar un punto de encuentro al cual se llega mediante la zabullida en el juego dramático —de lo fantasmal y lo fantasioso a los dilemas familiares semiocultos— y el contacto directo con lo inmediato a través de algunas dosis de sarcasmo y del humor en general.

Me refiero a una escritura en la que muchos personajes, alguna vez en sus vidas, practican o tienen como divisa una especie de vertiginoso desenfado. Por momentos, además, hay una nota costumbrista que se articula con ese desenfado para producir una levedad trágica a ratos matizada por el absurdo y la ambigüedad.

La alianza del costumbrismo tragicómico con el sombreado de lo real es en María Elena Llana un auténtico trofeo del estilo. 

El espacio común de la familia cubana

El espacio común es el de la familia cubana de clase media antes de la irrupción de la época revolucionaria, en los primeros años sesenta —años transitivos y en suspenso, saturados de espejismos, ilusiones y desencantos—. Pero, también, la familia cubana en las décadas del setenta, el ochenta, los noventa y la actualidad. Donde el ímpetu de los “deslizamientos morales” y las autorregulaciones del equilibrio ético-social llegan a poseer una gravedad muy significativa.

Resulta indudable que cada lector termina por darle forma al trabajo de un escritor que lo conmina o conmueve. Y allí se produce un acto de modelación (tan cotidiano como extraordinario) que permite decir cómo la literatura no es lo que los libros enseñan. Sino lo que los libros sedimentan e inoculan. En definitiva uno no escribe sobre un conjunto de libros, sino más bien sobre un modelo interior que brota de ellos y se instala en nuestra sensibilidad y nuestra reminiscencia como un sistema (siempre abierto) de pulsiones de toda índole. 

María Elena Llana y la noción de misterio

Para mí los textos de María Elena Llana son también una derivación capaz de renegociar, enérgica y emotivamente, la noción de misterio, y de seguir envolviendo ciertas cosas —dilemas recónditos y aptos para sobrevivir bajo el disfraz y la argucia— en lo quimérico y lo sobrecogedor. Todo empieza en el «yo» de sus personajes y retorna a ese «yo». 

He sostenido, con la debida admiración, que María Elena Llana es una escritora discreta más allá del peso que tiene esa paradoja de unir la discreción —lo que se pondera y se reserva— con el acto de publicar. Lo que ansío indicar es que ella no se prodiga ni en salones, ni antesalas, ni pasillos, ni oficinas. 

Quizás esto se explique mejor si refiero, con más detalles, la anécdota aludida al inicio de esta reflexión. A inicios de los años cuarenta Virgilio Piñera, espada en mano, le escribió una carta a Jorge Mañach. Entre otras cosas, le decía con una dignidad a prueba de bombas atómicas: «no pactar, no capitular, meterse de lleno en la obra es nuestra misión. La posteridad se encargará de confirmar o desmentir».

Desconozco si María Elena Llana se encuentra ya en la posteridad, pues estas cuestiones del tiempo que se entrevera —pasado, presente, porvenir— son sencillas sólo en apariencia. Como decía T. S. Eliot en uno de sus más célebres poemas, el pasado y el presente son, quizás, un presente que se halla en el futuro. Tenemos, así, la fortuna de adentrarnos en la obra de María Elena Llana sin convertirnos en náufragos, para aplaudir su existencia como representante de un arte mayor. 

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