Alda Merini: la poeta que vivió para contar sus más de 20 años en manicomios

Tras 20 años de encierro, 37 electrochoques, parir atada y la separación de sus hijas, la poeta italiana asegura que haber salido viva de aquello fue su Premio Nobel.

Foto de la poeta italiana Alda Merini
Alda Merini (Milán, 1931- 2009). Foto: Giuliano Grittini

Nací el 21 en primavera
pero no sabía que nacer loca
abrir la tierra
podía desencadenar una tormenta.

Alda Merini

Hay una inexplicable ternura en la frase con la que Pier Paolo Pasolini llamaba a la poeta Alda Merini: la ragazzetta milanese. “La muchachita milanesa”, que dicha en español, aunque sigue sonando hermosa, pierde mucho del encanto secreto que tiene en la lengua del Dante.

Ciertamente, Alda Merini (1931 – 2009) vivió casi toda su vida en la capital lombarda. Y desde allí produjo una de las obras más amplias e intensas de la literatura del siglo XX e inicios del XXI, una obra marcada por el amor, la muerte, las experiencias místicas y la locura.

Sin embargo, durante tres años, la poeta vivió en Tarento. Es el período de tiempo más largo que pasó fuera de Milán, cuando contrajo segundas nupcias con el poeta Michele Pierri en 1983. Allí concluyó uno de los libros más hermosos y desgarradores que se hayan escrito nunca: L’altra verità. Diario di una diversa, que se ha traducido como La otra verdad. Diario de una diversa.

Las “primeras sombras de su mente” (como ella las llamara), aparecieron muy pronto en su vida. En 1947, con dieciséis años, la internaron por un mes en un hospital psiquiátrico. Será la primera de muchas. Y este vínculo estará marcando profundamente su vida y su extensísima obra:

El pájaro de fuego

El pájaro de fuego
de mi mente enferma,
este gorrión gris
que vive en lo profundo
y me hace temblar
con su continuo pío
pues parece inerme,
necesitado de amor,
a veces tiene una voz
tan tierna y nueva
que bajo su triunfo
dicto el poema.

Como “loca” no tiene derecho alguno

Alda Merini frente a su espejo. Foto tomada de Giuliano Grittini Art
Alda Merini frente a su espejo. Foto tomada de Giuliano Grittini Art

La otra verdad… es un texto de difícil clasificación, puesto que, pese a su nombre, no es un diario en el sentido estricto del término. Es una obra con fuertes tintes líricos, que incluye poesías y cartas, pero es, sobre todo, un testimonio. Un testimonio muy crudo de las circunstancias en las cuales se hallaban las mujeres sometidas a los inhumanos métodos de control y de tortura comunes en los manicomios italianos antes de que se aprobara la llamada “Ley Basaglia”, que los abolió en 1978, y a la cual Merini apoyó activamente.

Tras el internamiento de la poeta en el manicomio está no solo su enfermedad, sino también una vida compleja en donde primaban la incomprensión y la soledad. Ella misma lo expresa así:

En definitiva, era una esposa y una madre feliz, aunque a veces mostraba signos de cansancio y mi mente se entumecía. Intenté hablar de todo aquello con mi marido, pero él no dio señales de comprensión y mi agotamiento se agravó. Mi madre, con la que yo contaba tanto, murió y las cosas fueron de mal en peor; tanto que un día desesperada por el inmenso trabajo y la repetida pobreza de entonces, quizá sumida por los humos del mal, me di a la fuga. A mi marido no se le ocurrió otra cosa que llamar a una ambulancia, seguramente sin saber que me llevarían al manicomio.

Como ella misma aclara inmediatamente, en la Italia de 1965, la mujer estaba completamente supeditada al hombre, por lo que era muy poco lo que podía hacer para revertir esta situación. No será la única dificultad que enfrente por su género.

Es significativo que en la literatura sobre el tema de los manicomios tengan tanta relevancia los personajes femeninos. De hecho, como la propia Alda Merini apunta en su libro, el antecedente más inmediato de su obra es la de otra mujer. Se trata de Adalgisa Conti, quien en 1914 escribiría Gentilissimo Sig. Dottore, questa é la mia vita, un libro que solo se publicaría décadas después. El estado de particular indefensión que padecen las mujeres en estas instituciones ha sido abordado también en textos escritos por hombres, como el clásico de la literatura cubana Boarding Home (1987), del exiliado Guillermo Rosales.

En el caso de La otra verdad…, la autora desliza la situación específica de las mujeres de una manera que es a la vez sutil y natural, lo cual le confiere una contundencia extraordinaria. Alda Merini no intenta hacer una declaración de principios vinculados al feminismo, pero su testimonio es una denuncia y una prueba irrefutable de que aun cuando para cualquier persona las condiciones de vida en el manicomio son terribles, para las mujeres lo son aún más.

Es muy ilustrativa la cita que, al respecto, hace la autora del mencionado libro de Adalgisa Conti:

Si no se revela capaz de responder a sus expectativas [del esposo, nota de G. B.], la víctima no es ella, incluso culpada de inadaptación, pero sí el marido que ha reconocido socialmente el derecho de rechazarla o sustituirla. Esto condena a la mujer a la pérdida de todo su espacio privado y de una vida colectiva, a violaciones constantes de esa privacidad y de aquel pudor, de los cuales como “loca” no tiene derecho alguno y que le son continuamente exigidos como elementos indispensables de su normalidad.

Yendo más allá, con experiencias diferentes, Alda Merini en esta, su primera obra en prosa, construye un paradigma de la lucha de las mujeres por su autonomía y reconocimiento social. Porque lo que sí está muy claro es que el libro es un total desafío a las normas y los roles tradicionales y, por ende, un detonante socavador de las estructuras que perpetúan la desigualdad de género.

De manera implícita, se entiende que La otra verdad… es una afirmación de la capacidad de las mujeres para contar sus propias historias, por descarnadas y lejanas de los cánones que puedan parecer. Al tomar el control de su propio proceso creativo, la poeta no solo se negó a ser definida por las expectativas externas, sino que también reafirmó la capacidad de las mujeres para trasponer la histórica marginación a que han sido sometidas.

Parí atada en dos ocasiones

Alda Merini en su habitación. Foto tomada de Giuliano Grittini Art
Alda Merini en su habitación. Foto tomada de Giuliano Grittini Art

A lo largo de su obra, la escritora lombarda abordó temas como: la identidad, la búsqueda de sentido en un ambiente hostil, la maternidad… Si bien son aspectos que tienen incidencia sobre la vida de todas las mujeres, para las que padecen dolencias nerviosas suelen estar marcados por estigmas aún mayores. A la sociedad le resulta muy complicado, desde los estereotipos comunes, establecer límites morales y humanos correctos entre la enfermedad y la culpa.

El manicomio se convierte, entonces, en un espacio de represión donde la feminidad queda coartada, en donde la mujer es reducida a una condición poco más que objetual, en donde le son negados sus derechos básicos (sexuales, amorosos, maternales), en aras de una supuesta curación que, en verdad, raramente llega.

Las descripciones que hay en La otra verdad… son atroces. Por un lado, el papel de la medicina, que es más bien carcelario. A la administración de fármacos y de electroshocks hay que sumar golpizas y humillaciones, que buscan, más que una solución a la enfermedad, la deshumanización de las internas. Son recurrentes las escenas en las cuales estas defecan y orinan encima de sí mismas, en las que pierden el control de su propia dignidad. Ello, muchas veces, está motivado por los tratamientos a los que son sometidas.

Las relaciones sexuales, e incluso la masturbación, están prohibidas. Para la poeta, que ansía el amor, ello es un castigo terrible. En el libro hay algunas historias de sus romances con internos del pabellón de los hombres. Particularmente llamativa es su historia de amor con Pierre: “yo me enamoré de repente de aquel hombrecito esquivo y simple, que trabajaba de pintor, allí, dentro del manicomio.” Este idilio está narrado en el libro con una extraordinaria ternura. A la condición “sucia” del sexo que les han impuesto a las enfermas, Alda Merini contrapone este amor “puro”, que, sin embargo, acabará cuando al joven lo trasladen a una institución para enfermos crónicos.

En contraste, la lujuria bestial pulula, no solo entre los enfermos, sino también entre los trabajadores del manicomio, que muchas veces intentan aprovecharse de las pacientes. Hay escenas en donde la violencia de género es evidente y agravada por la condición de las mujeres víctimas y por la supuesta responsabilidad de los hombres que la perpetran. La referencia al encargado de un laboratorio de experimentos con animales está cargada de un fuerte sentimiento que solo despierta el asco en el lector:

El hombre que dirigía este mal negocio era en cierto modo igual a sus bestias, parecía un lobotomizado; grasiento y pegajoso, trataba de conseguir a cualquier enferma y llevarla hacia allí para “montarla”, como él decía. A mí me causaba tanta repulsión que una vez llegué a escupirle en la cara. Esto no me lo perdonó nunca, y cada vez que pasaba por allí me miraba con un semblante aún más lúgubre.

Estas situaciones de acoso sexual no se limitaban, sin embargo, a las internas. Las enfermeras también las sufrían:

Teníamos un médico de guardia que parecía salido de las filas de las SS; de hecho, este hombre con una enorme cabeza que parecía un melón, y que era de origen germánico, transmitía una crueldad sin límites, y una sensación de sadismo verdaderamente infantil y patológica. Se movía todo el día con su bicicleta mirando sigilosamente al otro lado de los arbustos, para ver si algún enfermo era “susceptible de castigo”.

Era un ser detestable que en cierto momento se enamoró de la enfermera de nuestra sección, la más guapa, la más rubia. Y ella era tan tímida y estaba tan asustada de aquel grandullón que, cuando lo veía, intentaba escapar. Pero él tenía un estilo tan pegajoso, como el Tragafuegos de Pinocho, que a ella no le quedaba otra que quedarse a oír, con los ojos bajos, fijos sobre el carro de las medicinas, escuchando las insinuaciones amorosas que llegarían a ser obscenas, o que quizá querían ser dulces, pero que, dichas por esos labios tan finos y sarcásticos, no escondían otra cosa que cobardía.

Este hombre venía cada día a nuestra sección para verla, y todos estábamos asustados hasta que, ¡gracias a Dios!, un día se cayó de la bicicleta y murió en el acto.

De igual modo, la violencia se ejercía entre las propias internas. Alda Merini cuenta las veces que fue acosada por otras pacientes; sin embargo, para los enfermos, aun cuando fueran autores de actos terribles, la poeta tuvo siempre un rescoldo de piedad. Es el ambiente, denigrante, la sociedad tremendamente injusta la que ha conducido al ser humano a semejantes niveles de degradación.

Ni siquiera la maternidad resulta un atenuante. Las veces que estuvo embarazada, la poeta sufrió conflictos terribles: de rechazo por parte de su esposo (pues aunque se veían durante los permisos que le daban a la poeta, él dudaba que las criaturas fueran suyas), y de violencia por parte de los empleados del manicomio:

Yo, personalmente, cargué con dos embarazos en el manicomio. En el momento del parto era enviada a la sala de contención, por precaución. En realidad, eran los demás los que temían una reacción por mi parte. Así que parí atada en dos ocasiones, no pudiendo ni gritar ni llorar. Porque en el manicomio está prohibido montar escándalos o exteriorizar los propios miedos. Así nos reprimían y hacían de nosotros seres frustrados, cada vez más enfermos.

Barbara y Simona, concebidas durante los escasos permisos concedidos a la poeta, fueron dadas en adopción. La ausencia de sus cuatro hijas es para Alda Merini un dolor insoportable. En La loca de la puerta de al lado, una autobiografía posterior, deja sobre ello palabras muy duras: “Como mujer no tengo nada que decir, salvo que no he sido una buena madre.”

Y más adelante, añade, en un pasaje que resume de una manera muy contundente la angustia por su propia vida:

Hace ya tres años que os espero, hijas mías, tres años largos e imposibles en los que el vacío de amor es la conciencia repentina de que hoy tampoco habéis venido. De ahí el miedo, de ahí la locura, de ahí el miedo a la locura.

Pero Alda Merini pudo gozar de la reconciliación familiar. Unos meses antes de morir, en una entrevista donde declaró que haber logrado salir viva de aquellos manicomios fue su Premio Nobel, en alusión a sus hijas la escritora dice:

Siempre les digo que no digan que son hijas de la poetisa Alda Merini. Esa loca. Ellas responden que soy su madre y basta, que no se avergüenzan de mí. Me conmueven.

Los más bellos poemas se escriben sobre las piedras

Alda Merini fumando. Foto tomada de Giuliano Grittini Art
Alda Merini fumando. Foto tomada de Giuliano Grittini Art

La otra verdad  está llena de escenas desgarradoras, plenas de violencia y en donde el sentimiento de indefensión de la mujer ante una fuerza inconmensurablemente mayor es una constante. Es un libro duro, y, sin embargo, es también un libro hermoso. No es una queja, es una lucha. Una lucha por preservar, en medio de las condiciones terribles del manicomio, la dignidad humana.

Al evaluar de un modo tan certero las relaciones asimétricas de poder en un ambiente particularmente desfavorable para las mujeres, se convierte en un documento imprescindible del feminismo. Es un camino abierto, porque al lado de los sufrimientos y vejámenes, está también la esperanza, el regocijo en las cosas simples y pequeñas de la vida: está la poesía. Y la poesía es algo de lo que Alda Merini entendía mucho.

Tanto es así que en 1997 se promovió una campaña en Italia, liderada por el dramaturgo Dario Fo, para que se le concediera el Premio Nobel de Literatura. Paradójicamente, sería el propio Fo el galardonado por la Academia sueca al año siguiente.

Alda Merini leyendo su poema “Un día particular”.

La obra de Alda Merini es inmensa, y aún los especialistas trabajan en su descubrimiento y clasificación; muchos de sus poemas no están fechados, y otros los dictaba por teléfono. Ciertamente, es más conocida por su poesía que por haber escrito La otra verdad. No obstante, este pequeño libro es un grito tan profundo, que bastaría por sí solo para garantizarle a su autora un puesto de privilegio en la poesía italiana del Novecento, uno de los corpus poéticos más sólidos de las últimas décadas, con figuras como Giuseppe Ungaretti,  Eugenio Montale, Salvatore Quasimodo, Pier Paolo Pasolini, Cesare Pavese y un larguísimo etcétera. Nada desluce ante estos nombres gigantescos a la ragazzetta milanese. Por el contrario. Difícilmente haya comparación en la intensidad y la belleza que dejó en su obra esta mujer atormentada y extraordinaria:

Los más bellos poemas
se escriben sobre las piedras
con las rodillas llagadas
y las mentes aguzadas por el misterio.
Los más bellos poemas se escriben
ante un altar vacío,
asediados por emisarios
de la divina locura.

Alda Merini murió a los 78 años, el 1 de noviembre de 2009. Tenía un tumor óseo. Fumaba entre 70 y 80 cigarrillos al día, y sostenía que el tabaco le había alargado la vida. Vivió y murió en la indigencia por elección personal, aunque nunca dejó de usar su llamativo collar de perlas.

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