Reflexiones en torno a la violencia contra las mujeres

Las mujeres en todo el mundo son asesinadas, violadas, esclavizadas sexualmente, humilladas, marginadas, segregadas, en los espacios públicos y en los espacios privados. La violencia de género es estructural, es consecuencia de un sistema económico que se impone a través del discurso político, de los productos culturales y de los medios de comunicación social, un discurso que legitima las diferentes formas de violencia contra las mujeres y fomenta la tolerancia social hacia actos que cuestionan la base de la democracia. No podemos olvidar que el sufragio se llamó ya “universal” cuando sólo era masculino, que se hablaba de “democracias” cuando la mitad de la población carecía de derechos de ciudadanía y que el ser “ciudadano” implicaba tener derechos y ellas no podían ser ciudadanos.

La igualdad entre mujeres y hombres es una cuestión política y la primera gran violencia es la desigualdad. La socialización de mujeres y hombres perpetúa el sistema, a través de la familia, de la escuela, de los diferentes niveles de la enseñanza reglada (el conocimiento es androcéntrico), de los productos culturales, los medios de comunicación social, las relaciones laborales y, por supuesto, por el lugar que se asigna a las mujeres en el sistema económico que otorga el poder a los varones. Además, ellas deben reproducir y perpetuar el sistema, por lo cual serán bien socializadas para que no tomen conciencia, para que asuman “su lugar en el mundo”.
Las mujeres trabajan todas, pero unas reciben remuneración por su trabajo (con una importante brecha salarial) y otras no. Y tan perverso es el sistema que dice que una mujer que se ocupa de tener limpia la casa, lavar, planchar, cocinar, cuidar a menores y a mayores, negarse sus tiempos de ocio, escuchar y resolver los problemas del hombre y de otros miembros de la familia, y un largo etcétera, “no trabaja”. La brecha salarial ronda el 25% en España, y se ampliaría mucho si tuviésemos en cuenta una brecha sutil relacionada con los puestos que ocupan y las causas de no acceso a puestos de mayor relevancia y salario. La economía sigue siendo de los hombres. Ellos ocupan los puestos de responsabilidad mayoritariamente (aunque con dificultad algunas mujeres intenten llegar a ello) en las grandes empresas, en los bancos, en las instituciones públicas, en la política, en las Universidades (la Universidad Complutense en España no sólo no ha tenido nunca una rectora, sino que ni siquiera ha tenido una candidata). En estas cuestiones debemos profundizar para entender la violencia, aunque transversalmente podamos incorporar otras cuestiones para comprender lo que implica la violencia en la vida de cada una de las mujeres.

Las mujeres económicamente más vulnerables sufren mayor violencia, en el ámbito de lo público y de lo privado, porque son cuestionadas por su posición y porque si sufren violencia de su pareja o ex pareja, o en el ámbito laboral, tienen pocas probabilidades de escapar de ella. Por otro lado, si son mujeres que “no trabajan” (aunque ya hayamos dejado claro que “sí trabajan” sin salario) ¿de dónde obtendrán los recursos para una denuncia contra el maltratador si fuese su pareja? No olvidemos que los “pleitos” los ganan quienes pueden contratar a mejores profesionales de la abogacía, y la violencia física puede demostrarse en muchos casos, pero la violencia psicológica y la violencia sexual son difíciles de probar. Si, además, el marido, novio, amante, o ex, tiene muchos recursos económicos y poder, su situación empeorará considerablemente, porque las mujeres siempre están bajo sospecha de intentar obtener beneficios “sin trabajar”. La sospecha contra las mujeres está en el imaginario colectivo, de construirlo se han ocupado la literatura, el cine, los refranes (llamados “sabiduría popular” cuando son un sistema organizado de discursos para llegar a la mayoría de la población y legitimar la violencia),1 la religión y otros elementos de socialización que legitiman la desigualdad. En el caso de la violencia en el ámbito laboral, y del acoso sexual, por razón de sexo o por orientación sexual, la dificultad de las mujeres para demostrarla es extraordinaria, y quedan expuestas y cuestionadas, corriendo el riesgo de quedar sin empleo y cuestionadas por el entorno.

La autoridad de las mujeres es permanentemente puesta en duda, por ello, aun cuando las mujeres hayan sufrido violencia extrema no se las ve ni como víctimas ni supervivientes, y si tuviesen hijas o hijos se considera que los hombres pueden mantener visitas o su custodia porque “como padre es bueno”. ¿Quién puede considerar que quien agrede a la madre de sus hijas o hijos es un buen padre? Sólo quien asienta bien las bases de un sistema patriarcal, ya sea por ignorancia o con la mayor intención. Al fin y al cabo ellos fueron los “propietarios” de la descendencia durante mucho tiempo, como lo fueron de sus esposas, por ley, no por costumbre (revisar las leyes contra las mujeres siempre es útil para romper estereotipos). Los imaginarios de “propiedad” se extienden en el tiempo, y especialmente sobre los cuerpos de las mujeres. Por ello, un cuerpo que ha sido agredido sexualmente se convierte en una humillación para la familia (cuando esa violación no la realiza el esposo) y las mujeres son expulsadas, como ocurre en tantos conflictos armados en el mundo entero, donde el cuerpo de las mujeres es un arma de guerra. La violencia que se ejerce sobre las mujeres en todos los contextos, en la guerra y en la paz, incorpora la culpa. La perversión de la culpa debe llevar a profundas reflexiones sobre la violencia física y psicológica. ¿En qué otros delitos las víctimas son las culpables? Las mujeres que son violadas deben callar, no contar, para preservar dicen que su “privacidad” (aunque es más bien la “privacidad” de un entorno al que pertenece el cuerpo de las mujeres), pero si a alguien le pegan un tiro, o sufre un atentado no tiene ninguna “privacidad” que preservar, puede contarlo y gritarlo reclamando justicia. La violencia sexual contra las mujeres implica un imaginario de “sucias”, “imperfectas”, “rechazables por su comunidad y por sus familias”, “ofensivas”, cuando ellas solamente fueron las víctimas de un delito y deberían poder visibilizarse exigiendo justicia por la agresión contra su ser persona libre y con derechos garantizados sobre su propio cuerpo, sobre el que sólo ella puede decidir.

El poder sobre el cuerpo y la mente de las mujeres se ejerce en todos los ámbitos. Las mujeres prostituidas son marginadas socialmente, mientras quienes se consideran “propietarios” de sus cuerpos a cambio de dinero no pierden su status social. Me vienen a la mente aquellos versos de Sor Juana Inés de la Cruz ¿quién más culpa ha tenido? ¿quién peca por la paga y quién paga por pecar?, pues siempre la culpa recae sobre la que cobra porque no tiene otras opciones de vida y ha sido socializada para la legitimación de la culpa. Igualmente las mujeres que han sufrido violencia en el ámbito de la pareja se avergüenzan, y callan, porque la sociedad las juzga, no las apoya. Por ello se las aconseja siempre ir a tratamiento psicológico, no para que superen el estrés postraumático de una situación de extrema violencia semejante a una guerra, sino especialmente porque en el imaginario colectivo se mantiene que algo les pasa “a ellas”, no a la sociedad que ha permitido que se ejerza esa violencia extrema. Nadie les explica que el problema está fuera, que ellas solamente fueron víctimas de un sistema de dominio y de poder, que durante siglos legitimó la violencia contra las mujeres en todas sus formas. Y cuando esas mujeres no son atendidas por psicólogas con formación feminista no pueden abordar adecuadamente lo que les ocurrió y superarlo fuera de la culpa.

Las mujeres con mejor posición económica y con preparación cultural también sufren violencia, porque ellas se sienten culpables de romper la norma. De no dedicarse intensamente a sus hijas e hijos, de haber decidido no tener hijas ni hijos, de no ser dulces, o bellas, o flacas, (o de serlo), de no cuidar de las y los mayores (sus mayores o las y los de sus parejas), de dedicar mucho tiempo al trabajo, de viajar, de ser ambiciosas (cualidad en la masculinidad y reprobable en la feminidad), de ser enérgicas, de tener una vida social muy intensa (o de no tenerla). La culpa hace a las mujeres vulnerables. Impresionaba en los últimos días leer artículos en diversos periódicos, incluso de la izquierda política (la desigualdad de género no tiene ideología política, ni religiosa) arremeter contra las mujeres “blancas” con escasa “preparación y recursos” que habían votado a Donald Trump, diciendo que eran “traidoras” a las mujeres y otras barbaridades. ¿Alguien puede pensar que por el hecho de ser mujer se tiene conciencia de la injusticia contra las mujeres? ¿Se puede pensar que las mujeres por ser mujeres son intolerantes con el machismo más recalcitrante? Quien así opina poco o nada sabe sobre cómo se ejerce la violencia desde la socialización en la desigualdad, desde la legitimación del sometimiento. Es el mismo proceso de legitimación de la esclavitud y de la servidumbre. La toma de conciencia es el primer paso para el enfrentamiento, pero ello implica un conocimiento de la realidad que es imposible en sociedades que normalizan la violencia en la vida cotidiana y en la estructura social. Actualmente hay un posicionamiento contra el asesinato de las mujeres por violencia machista, pero no se “nombran” las desigualdades que permiten que se llegue a esos extremos, y los asesinatos se mantendrán mientras la autoridad de las mujeres no sea respetada socialmente.

Las políticas sociales son fundamentales para poner fin a la violencia. Es preciso invertir en un cambio del sistema, lo demás no sirve. En España Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, supuso un gran avance, pero la realidad es que las mujeres siguen siendo asesinadas por sus parejas y ex parejas, la violencia sexual no desciende, y aumenta la violencia en adolescentes. Sólo con la transformación de las mentalidades se pondrá fin a la violencia contra las mujeres, para ello es imprescindible una adecuada formación de las personas que van a intervenir desde todos los ámbitos, y es preciso revisar todos los contenidos en todos los niveles de la enseñanza, prestando especial atención a la formación del profesorado desde una perspectiva feminista y de género. Siempre se dice que todo empieza en la educación, pero ¿qué educación recibieron quienes hoy educan?

La Universidad tiene una gran responsabilidad en la prevención y erradicación de la violencia contra las mujeres, poniendo fin a la formación androcéntrica e incorporando la perspectiva de género en todas las áreas de conocimiento, al tiempo que se introducen asignaturas específicas en todos los Grados y Másteres, y también en la investigación científica, para lo cual es fundamental formar a todo el profesorado en el valor de la incorporación de una perspectiva de género en la docencia y en la investigación, deconstruyendo el pensamiento androcéntrico para comprender la incompatibilidad de la ciencia con el sesgo de género. Por otro lado, la Universidad debe incorporar Doctorados, Másteres, Títulos propios de especialización y Formación Continua en feminismo y género, destinados a formar investigadoras e investigadores, además de profesionales de diversos ámbitos que puedan intervenir eficazmente en prevención y detección de violencia de género en las empresas o en las instituciones. En muchos casos las bajas laborales, problemas de rendimiento, depresiones, ansiedad, y distintos trastornos del comportamiento en el trabajo, están relacionados con la violencia de género en el ámbito de lo privado o en el propio entorno laboral La formación para comprender la complejidad de la violencia contra las mujeres, y sus manifestaciones, es la única herramienta eficaz para intervenir eficazmente desde la medicina, la psicología, el trabajo social, la pedagogía, el derecho, la tecnología, los medios de comunicación, y todos los ámbitos en lo que los sesgos de género, los estereotipos e imaginarios perpetúan estructuras de poder.

Implementar Planes de Igualdad en las universidades, en las instituciones y en las empresas, que incluyan la prevención y detección de la violencia y protocolos de acoso sexual, por razón de sexo y por orientación sexual, además de medidas para poner fin a la brecha salarial y a la invisibilidad de las mujeres, con acciones positivas, y formación continua de trabajadores y trabajadoras en igualdad, aportará las bases para la construcción de nuevos modelos que mejorarán las relaciones laborales, personales y la productividad, al tiempo que sientan las bases para la erradicación de la violencia contra las mujeres en todos los ámbitos.

Hay ámbitos especialmente significativos en los que nadie debería intervenir sin una adecuada formación en género. Una forma más de violencia contra las mujeres es cuestionar los estudios feministas (y el feminismo en general) sin saber absolutamente nada sobre el tema. Nadie opina sobre física, estadística, cirugía cardiovascular, geografía, psicología social o cualquier otra disciplina sin conocimiento ninguno; pero sobre feminismo, igualdad o violencia contra las mujeres todo el mundo se permite opinar y “sentar cátedra” desde el más absoluto desconocimiento y la más osada ignorancia. Es por ello necesario dejar bien claro que los estudios feministas y de género son una disciplina científica, con un marco teórico y metodológico serio y riguroso, que permite analizar las realidades desde una perspectiva completa y compleja, mientras el androcentrismo no realiza un verdadero análisis de las realidades porque no tiene en cuenta a la mitad de la población, ni las relaciones de poder, es sesgado. Revisar el pensamiento y el conocimiento es el primer paso para poner fin a la violencia estructural, invertir (económicamente también) en cambios estructurales en la formación universitaria en todas las áreas de conocimiento, es la base de cualquier política pública que tome en serio la educación y su valor en la erradicación de la violencia de género. En la Universidad se forman maestras y maestros, profesorado de todos los niveles, profesionales de la pedagogía, de la psicología, el trabajo social, la medicina, el derecho, la ingeniería, la arquitectura, el pensamiento abstracto, la filología, la química, la farmacia, la comunicación, y amplio número de disciplinas y profesiones de todos los ámbitos.

La incorporación de Agentes de Igualdad o Expertas/os en Igualdad en instituciones y empresas es otro elemento fundamental en el cambio, porque hacer creer a la sociedad que poner fin a la violencia de género es conseguir que las mujeres denuncien es un grave error. La violencia no es cuestión individual, es colectiva. Las mujeres no pueden, ni deben, denunciar si no tienen protección para ella y sus hijas e hijos, una protección que debe incluir su posibilidad de un empleo no precario y un salario suficiente, una vivienda digna, formación para comprender las causas de lo que le ocurrió y un tratamiento psicológico que no debe centrarse en sus conflictos sino en las vivencias desde la socialización inicial y la socialización permanente a que se somete a mujeres y hombres a través de medios de comunicación, entorno, religión, y otras influencias que tienen efectos sobre sus emociones, creencias y percepciones para legitimar o rechazar la violencia.

Los medios de comunicación, como elementos de socialización permanente, deben contar con protocolos serios y rigurosos, además de formar adecuadamente a quienes ocupan puestos directivos y profesionales de todos los niveles. Sólo así se podrá evitar que la información periodística y los productos culturales y de entretenimiento, además de la publicidad, reproduzcan estereotipos e imaginarios sexistas que perpetúan la violencia contra las mujeres. El poder de los medios de comunicación, especialmente de la ficción, para construir y deconstruir imaginarios debe tenerse en cuenta desde diversos ámbitos. El mito del amor romántico tiene efectos devastadores en la adolescencia, y también en la recuperación de mujeres de todas las edades. Los referentes deben ser adecuados y muchas series de televisión, películas, canciones, anuncios publicitarios, refuerzan el sometimiento de las mujeres, exaltando al mismo tiempo comportamientos machistas evidentes o sutiles en los hombres.

Parece evidente que los derechos de las mujeres son derechos humanos, pero no es esa la realidad. La construcción de género implica a todas las ideologías, religiones, economías, culturas. Quienes gobiernan dicen defender muchas veces los derechos humanos, pero esos derechos humanos no incluyen la igualdad entre mujeres y hombres, porque el patriarcado es un sistema económico y político que se basa en la fuerza y ha conseguido que un grupo humano esté sometido a otro grupo humano a través de la violencia. Por ello, no cesa la violencia contra las mujeres, porque se perpetúa la desigualdad aunque se modifican sus formas y apariencias. En las sociedades occidentales escandalizan las cifras de muertas, pero no se profundiza en la violencia estructural, mientras el patriarcado se impone desde la educación y desde los medios de comunicación. La economía es patriarcal y tiene un fuerte impacto en las decisiones políticas. Sólo se pondrá fin a la violencia contra las mujeres con decisiones políticas valientes y con recursos económicos para la formación, la educación y una nueva pedagogía social que transforme los valores y referentes de mujeres y hombres.

Hemos avanzado sólo gracias al movimiento feminista, pero siempre podemos volver hacia atrás. Hay que contar, escribir, enseñar, sin miedo. Las mujeres feministas deben ocupar los puestos de dirección de las empresas e instituciones, participar activamente en política, entrar en las estructuras de poder; deben también exigir un salario digno siempre y aquellas que trabajan en el ámbito de lo social no deben estar tan empobrecidas como aquellas a las que asesoran y protegen, algo que ocurre muy a menudo (debe ser por aquello de que no ha salido del imaginario el “voluntariado social” de las mujeres). Es indignante que las profesiones feminizadas sean las peor pagadas, lo que contribuye a un estar en el mundo desde la precariedad, pero cuando desde esas profesiones se debe intervenir con otras mujeres víctimas de violencia el problema se agrava porque todas se encuentran en situación de vulnerabilidad y, muchas veces, de pobreza. Invertir en intervención social y valorar socialmente a pedagogas y trabajadoras sociales, con salarios dignos y estabilidad laboral, es invertir en derechos de las personas por una vida digna y en la construcción de sociedades libres de violencia.

Ser mujer no implica tomar conciencia de la injusticia histórica cometida contra las mujeres, ser feminista sí. Y si nuestras sociedades contemporáneas quieren poner fin a la violencia machista, deberán reconocer al feminismo académico y al movimiento feminista, respetando su trabajo en la investigación, la docencia, las políticas sociales, las reivindicaciones y las acciones realizadas durante siglos. Nombrar es el primer paso para cambiar. El feminismo debe ser nombrado en el ámbito educativo y en los medios de comunicación, como deben ser nombradas las mujeres usando un lenguaje inclusivo, no sexista, que visibilice a las mujeres en todos los ámbitos. Porque sólo existe lo que nombramos.

  1. En un artículo que publiqué en la revista Crítica en 2009 sobre la tolerancia social de la violencia contra las mujeres, recogí algunos de los refranes españoles que favorecían la agresión a las mujeres, como “a la mujer y a la mula mano dura”, “al mal caballo espuela y a la mala mujer palo que le duela”, “a la mujer ventanera tuércele el cuello si la quieres buena”, “amor de mujer y halago de can, no duran si no les das” y un largo etcétera.

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