Narrativa española | Dos cuentos breves de Ana María Matute
Las historias de Ana María Matute giran en torno a los sucesos comunes de la vida y al peso que esos pequeños momentos tienen en el carácter de las personas.

Los relojes
Me avergüenza confesar que hasta hace muy poco no he comprendido el reloj. No me refiero a su engranaje interior —ni la radio, ni el teléfono, ni los discos de gramófono los comprendo aún: para mí son magia pura por más que me los expliquen innumerables veces—, sino a la cifra resultante de la posición de sus agujas. Estas han sido para mí uno de los mayores y más fascinantes misterios, y aún me atrevo a decir que lo son en muchas ocasiones. Si me preguntan de improviso qué hora es y debo mirar un reloj rápidamente, creo que en muy contadas ocasiones responderé con acierto.
Sin embargo, si algo deseo de verdad, es tener un reloj. Nunca en mi vida lo he tenido. De niña, nunca lo pedí, porque siempre lo consideré algo fuera de mi alcance, más allá de mi comprensión y de mi ciencia. Me gustaban, eso sí. Recuerdo un reloj alto, de carillón, que daba las horas lentamente, precedidas de una tonada popular:
Ya se van los pastores a la Extremadura.
Ya se queda la sierra triste y oscura…
También me gustaba un reloj de sol, pintado en la fachada de una iglesia, en el campo. Este reloj me parecía algo tan cabalístico y extraño que, a veces, tumbada bajo los chopos, junto al río, pasaba horas mirando cómo la sombra de la barrita de hierro indicaba el paso del tiempo. Esto me angustiaba y me hundía, a la vez, en una infinita pereza.
Cómo me inquieta y me atrae el tictac sonando en la oscuridad y el silencio, si me despierto a medianoche. Es algo misterioso y enervante. Durante la enfermedad, si es larga y debemos permanecer acostados, la compañía del reloj es una de las cosas imprescindibles y a un tiempo aborrecidas.
Me gustan los relojes, me fascinan, pero creo que los odio. A veces, la sombra de los muebles contra la pared se convierte en un reloj enorme, que nos indica el paso inevitable. Y acaso, nosotros mismos, ¿no somos un gran reloj implacable, venciendo nuestro tiempo cantado?
Deseo tener un reloj. Muchas veces he pensado que me es necesario. No sé si llegaré a comprármelo algún día. ¿Lo necesito de verdad? ¿Lo entenderé acaso?
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El niño al que se le murió el amigo
Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:
—El amigo se murió. Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.
El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. “Él volverá”, pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.
—Entra, niño, que llega el frío —dijo la madre.
Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándolo toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: “Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada”.
Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: “Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido”. Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.

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Considerada una de las mejores novelistas españolas de la posguerra, Ana María Matute fue también poeta y una cuentista excepcional. Su prosa, a menudo lírica y con un gran sentido de la síntesis, es capaz de extraer de las situaciones cotidianas aparentemente irrelevantes aquello que las hace significativas. De este modo, ajenas a la grandilocuencia y la artificialidad, muchas de las historias de Matute giran en torno a los sucesos comunes de la vida y al peso que los pequeños momentos tienen en la existencia y el carácter de las personas.
Acompañan estos cuentos de Ana María Matute dos obras de la artista española Delhy Tejero. Nacida en la localidad zamorana de Toro, Tejero (1904-1968) estudió en la Escuela de Bellas Artes de Madrid, donde hizo amistad con otras artistas como Remedios Varo y Maruja Mallo. Su camino como creadora fue, sin embargo, en extremo personal, marcado por un afán de independencia, un distanciamiento de las corrientes estéticas dominantes y una incansable búsqueda de nuevos modos de expresión. Pintora, dibujante, ilustradora y una de las pocas mujeres muralistas de su tiempo, Delhy Tejero fue una de las más auténticas figuras de la vanguardia española.
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