Cuento | «Colchón de plumas»

"Tú sentirás que se te quieren abrir las piernas, solas, porque al igual que él estarás a punto de venirte, pero no puedes, sabes que no puedes porque aún no te ha pagado..."

30/06/2023
nonardo perea sobre un colchón
Fotografía de la serie "Sobre el colchón" de Nonardo Perea (2021)

Cuando lo mires por la ventanilla inclínate un poco, pero no te des mucha vista, que la luz de la luna no ilumine del todo esa belleza, intenta crear un ambiente, eso también es arte, actúa con rapidez, habla en voz baja y calmada, pon los puntos y las comas, demuéstrale que no eres una muchachita cualquiera. Cuando comiences una frase deja reposar la lengua entre los dientes y respira profundo, enseguida notarás como se desespera.

Trabaja con la mirada, no permitas que mencione la palabra “no” cuando te vea entornar los ojos al estilo de Marlene Dietrich y te escuche decir que tienes una magnífica boca de sanguijuela, y que tus amigas están dispuestas a todo. Ya dentro no mires con fijeza, solo hazlo de reojo para que no pierdas de vista sus movimientos. Si notas que él te mira, cruza las piernas y muéstrale los muslos, no olvides que los hombres son animales extremadamente sexuales y en su instinto natural estará presente el deseo de querer tocarlo todo.

En ningún momento pierdas la cordura, habla solo lo necesario y sonríe, siempre sonríe. Deja que el pelo te caiga sobre los ojos, palpa tus senos pero no te excedas en tocamientos vanos, busca una pose que lo haga imaginarte desnuda, eso le dará cierta sensación de calor y ahogo, recuerda que el tipo estará pensando ya en todo lo que vendrá después.

Pasados algunos minutos él se desabotonará la camisa para dejarte ver, porque a él también le fascinará mostrarse. Si miras con disimulo notarás en la parte superior de su jean, justo donde se encuentra la abotonadura metálica, algo andará en extremo elevado. Tu centrarás la mirada en el paisaje y como quien no desea las cosas, dirás, con tu mejor voz: “hace una noche preciosa para ir a la playa”.

Nonardo Perea sobre el colchón de plumas
«En un momento te le insinuarás, fría, calculadora…»

En un momento te le insinuarás, fría, calculadora, que descubra que has asesinado a la niña recién graduada para traer de un golpe la serpiente. Fingirás que no te interesa ese cuerpo fornido, y ni siquiera notarás que él ya la tiene fuera del pantalón y con una de sus manos le prodiga un esmerado trato. Su semblante habrá cambiado de tono, será dócil, cariñoso, te acariciará el pelo e intentará convencerte de que lo mires y veas cómo se la hace. Te dirá: «te quiero». Proferirá algunos quejidos y por qué no, se acercará a tu oído para pedirte sin rodeos que se la toques. Pero tú preferirás metértela en la boca, así todo terminará antes de lo previsto. Hazlo de manera tal que él se olvide de tu cuerpo.

Chupa, lame, sé laboriosa. Solo déjate manosear los muslos, pero cierra bien las piernas. Sube, baja, recréate, finge, pídesela de una vez, suplícale, hazle creer que tienes tremendas ganas de metértela. El tipo te va a querer tocar. Va a sentir la necesidad de hurgar en lo tuyo porque ya la tiene en punta y desea meter los dedos en esa cosa húmeda antes de… y sabes qué no puedes dejarlo, en ese instante te esforzarás en mover la lengua, y te va a seguir tocando.

Tú sentirás que se te quieren abrir las piernas, solas, porque al igual estarás a punto de venirte, pero no puedes, sabes que no puedes porque aún no te ha pagado y si descubre que también eres un tipo, nos jodimos.

autorretrato de Nonardo Perea sobre colchón

Ocultamiento…

El negro de unos treinta años miraba fijo a la autopista, y por momentos sonreía. Lo miré como quien simula hacerlo inconscientemente, para satisfacer la morbosa sensación de imaginar todo lo que hay debajo de esa vestidura a la que todos estamos sometidos. Llegué a pensar que nada es más insensato y arbitrario que la obligación al ocultamiento.

Él no llevaba jean, sino un pantalón corto con dos bolsillos en los laterales, el torso lo cubría con una camiseta que se adhería a su piel color de foca. Con premeditado disimulo crucé las piernas, deduje que estaría mirándome discretamente. No conforme, me toqué los rellenos del pecho y me alcé un poco la saya. Se escuchó la pícara carcajada de Marla y el sonido carrasposo de un: ¡Ahhh! de Frida que concluyó con una risita nada convencional.

Me apresuré en decir la consabida frase: “Hace una noche preciosa para ir a… ”. Y no pude concluir la oración porque en ese instante él extendió una mano en el aire, y no sin antes hacerla tropezar con mis piernas, la condujo a la guantera que estaba frente a mí. No pude negar que el imperceptible roce de sus yemas me hizo desconcentrarme, aunque no dejé de observar cómo sus dedos hurgaban en busca de una supuesta cajetilla de cigarros que no apareció.

Mis ojos y todo yo, se infiltraron allí dentro. Y logré verla, semioculta detrás de una hoja de periódico, descansando en el fondo.

¿A qué lugar podemos ir? preguntó una vez más cerrando la guantera, y por encima de su hombro me miró a la cara, yo esquivé la mirada volteando el rostro para mirar un espantoso paisaje de edificios.

No tardé en descruzar las piernas para estirarme la saya hasta las rodillas. Algo abominable comenzaba a rondar mis pensamientos, algo que me hacía dudar de ese abrir por abrir sin lógica. Allí no había cigarros, ni siquiera una cajetilla vacía, supuse que el único y verdadero propósito de la acción consistía en querer mostrar lo que había dentro.

Mi respiración ahora alcanzaba un ritmo desmedido, el oxígeno fluía de manera tal que funcionaba como un perfecto bloqueador de los sentidos. Escuché cuando él exclamó unas palabrejas a las que no le presté el más mínimo interés. Ni siquiera advertí cuántas veces pude reiterar: “la noche está preciosa para ir a la playa”. Bien que pude en tan sólo dos minutos haber ensayado alrededor de unos quince tonos de voces diferentes. Quise voltearme para echar una mirada al asiento trasero, lanzarles a ellas una mirada de urgencia en la que deletrearía: QUIE-RO-BA-JAR-ME-EL-NE-GRO-YA-SA-BE-LO-QUE-SO-MOS-Y-LO PE-OR-ES-QUE-TIE-NE-UN-RE-VÓL-VER-EN-LA-GUAN-TE-RA.

No pude, porque ahora él se entretenía en amasarme las piernas por encima de la saya que fue corriéndose hasta llegar nuevamente a la mitad de los muslos. La mano escalaba por mi vientre, intentaba hallar refugio en el territorio falso de una mujer que jamás ha existido. Yo, por puro placer deseé entregarme para olvidar los muros e imposibilidades.

Volaba. Volábamos juntos el negro y yo. Viajábamos sobre el lomo de un enorme ganso blanco.

El negro completamente desnudo me decía palabras lindas al oído, infinitas frases nunca antes escuchadas. Muy despacio hice navegar mi boca por su espalda, no me detuve hasta llegar a sus nalgas para entonces ponerlo de frente y morder con mucho cuidado sus caderas y algo más. Me gustaba verlo con las piernas abiertas moviéndose de esa forma. Él hacía que mis deseos se multiplicasen, estaba seguro de que Dios lo había puesto en mi camino porque sabía mi necesidad de escuchar palabras.

Con mi boca repetí la acción una y otra vez, no me cansaba de ensalivarle el sexo. Él me miraba sonriendo y nos dejábamos caer sobre aquel colchón de plumas que fue tragándose de a poco nuestras desnudeces.

Nonardo Perea semidesnudo
«Viajábamos sobre el lomo de un enorme ganso blanco…»

Llegó un aire con sabor a sal…

El auto detenido en la arena, y el cañón de un revólver apuntándome a la sien. Desde la parte trasera se escucharon los lloriqueos de Marla y Frida. Me volví y vi los espesos lagrimones deslizándose sobre el maquillaje. En esta ocasión se me antojaba decorar la escena poniéndole a Marla y Frida detrás de sus espaldas unas ridículas alitas embadurnadas en sangre, porque ahora lloraban como ángeles, y suplicaban que no nos hiciera daño.

Pero el negro mostró una sonrisa cínica y dijo que nos iba a matar a las tres.

Fue ahí cuando pensé que podría golpearlo en la mejilla, encajarle las uñas en los ojos para arrebatarle el revólver, y no lo hice porque en el instante en que me preparaba para cerrar el puño, él retiró el arma de mi cabeza y muy calmado se volteó hacia el fondo. Pude apreciar cómo se mordía el labio inferior, lo hacía con una delicadeza que más que a la violencia conllevaba al deseo. De inmediato comprendí que todo comenzaba a ser solo un divertimento.

—¡Tú!… ¿Cuál es tu nombre?

Marla contestó limpiándose las lágrimas que sospeché falsas, usando un pañuelo que embarraba de pintura. Se sacudió la nariz y luego cruzó los brazos. Con el cañón del revólver el negro apuntaba ahora a la otra que parecía querer tapizarse en la esquina del asiento.

—Fri…Frida…

—Bien, Frida, no tengas miedo, si tú haces todo lo que yo te pida, aquí no va a pasar ni carajo…

—¿Pero, quién es usted?— gritó Marla interrumpiéndolo, ya casi a punto de un desmayo.

El negro mirando a los alrededores le pidió en voz baja que se callara. Solo se escuchaba el sonido que produce el agua cuando rompe en la arena. Saboreándose los labios volvió a atacar a Frida.

—Ahora tú, mariconcito, vas a ser una niña de verdad, y las niñas de verdad son muy buenas ¿verdad?… ¡Responde, coño!

—¡Si, si, si!

—Bien, así me gusta. Ahora tú se la vas a tocar a tu amiguita Marla, y ella te la va a tocar a ti.

—¿…Tocársela?…

—¡Si niña, sí!, ¿tú no sabes lo que es coger una…?— dijo sin concluir la frase, y sin dejar de hacer blanco con el revólver en le pecho de Frida, estiró la mano desocupada y la metió dentro del vestido de Marla para remover con gusto lo que encontró.

Con el arma presente se inició el juego de las manos y los gemidos. Aún desconozco cuánto tiempo tardamos en despojarnos de la ropa, para sentir cómo nuestros sexos se tornaban tibios y acariciables. Algo me hizo abandonar el miedo, fue ver cómo el negro soltó el arma en el asiento delantero para abrirse de piernas y reacomodarse de rodillas frente a mí. Cuando quedamos mirándonos frente a frente, recosté la espalda en el asiento e incliné las nalgas para sentirme más cómodo.

Por un momento pensé que el arma podía ser solo un juguete para asustar.

Su lengua se entretenía en el lóbulo de una de mis orejas, yo iba mordiéndolo desde los hombros hasta el cuello. Con los ojos cerrados imaginaba que en realidad el negro me amaba. Todo parecía ser un sueño, mi propio sueño hecho realidad. Sin imaginarlo él me dijo con una voz tierna: “métemela” “métemela”.

Nonardo Perea autorretrato sobre un colchón
«Todo parecía ser un sueño, mi propio sueño hecho realidad…»

Y lo hice, para revivir en mí esa necesidad de sentir cómo su piel de hombre negro se fundía a mi piel de hombre blanco. Su sexo rodaba por mi estómago, lo sentía tan caliente como una rebanada de pan recién sacada del horno. Con mis labios acaricié el pelo que se enroscaba bajo sus axilas. Realizaba movimientos bruscos con las caderas y me detenía a intervalos porque le dolía y se quejaba. Él utilizaba sus dos manos con un poco de esfuerzo y buscaba la ranura de mis nalgas que sobresalían del asiento. Hubo un minuto en que mi frente reposó sobre su pecho. Mientras él me besaba el pelo sudado pidiéndome más, mucho más, yo alcé la cabeza para detener mi mirada en sus ojos adormecidos y entreabrí los labios para besarlo.

Y justo cuando llevé mi boca a la suya, vi un rayo luminoso que llegó mucho antes que el sonido del disparo y los cristales rotos.

No hubo dolor, pero los labios fueron cerrándose como conchas de mar. Dejamos de emitir sonidos. El negro palideció sin decir una palabra. Deslizó sus dedos por mi mejilla dejando caer suavemente su mano por mi hombro. Miré a su pecho ensangrentado, palpé bajo mi pezón e intenté cubrirme con las manos el huequito de la herida, allí dejé una mientras con la otra acaricié la cabeza rapada del negro dejándole sobre la frente un fino rastro de sangre. Muy a lo lejos escuché el grito de Marla. “¡Le diste a los dos!” “¡Los mataste, coño!” “¡Le diste a los!…” El negro cerró los ojos, no sin antes presionar su mano junto a la mía y dejar colgando la cabeza en mi pecho, como si hubiese sido cortada por una guillotina. Sentía cómo las gotas de su sangre y la mía corría por mis nalgas. Creí verlo derretirse sobre mi cuerpo, cuando intenté echarlo a un lado comprendí que era incapaz de mover un dedo, entonces una nube oscura se enterró en mis ojos, y allí estaba, a punto de alzar el vuelo, el ganso blanco.

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(La Habana, 1973). Narrador, artista visual y youtuber. Cursó el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso del Ministerio de Cultura de Cuba. Entre sus premios literarios se destacan el “Camello Rojo” (2002), “Ada Elba Pérez” (2004), “XXV Encuentro Debate Nacional de Talleres Literarios” (2003- 2004), y “El Heraldo Negro” (2008), todos en el género de cuento. Su novela Donde el diablo puso la mano (Ed. Montecallado, 2013), obtuvo el premio «Félix Pita Rodríguez» ese mismo año. En el 2017 se alzó con el Premio “Franz Kafka” de novelas de gaveta, por Los amores ejemplares (Ed. Fra, Praga, 2018). Tiene publicado, además, el libro de cuentos Vivir sin Dios (Ed. Extramuros, La Habana, 2009).