Infancia y maternidad, Cuba

"Ya mi hijo comprende la palabra patria, sabe que patria son sus abuelos, sus primos y sus amigos"...

Foto: Juan Pablo Estrada / Alas Tensas

Cuando nació le llamé Árbol, para que fuera sereno, inteligente y mágico como una planta de bosque. Vi venir muchas alegrías y bastantes tristezas, pero su vida fue irremediable sin mi muerte. Con él en mi pecho, cada día lavé a mano decenas de pañales, remendé ropa ajena hasta la madrugada, marqué en la cola del pollo, caminé kilómetros al sol en busca de su merienda, y cuando me quedé sin recursos intercambié mi cartera ya vacía por dinero para pagar sus medicamentos. Y no me rendí, al contrario, me quedó tiempo para intentar mejorar el país, el  mundo, al que lo invité a vivir.

Por eso mi hijo tiene el increíble talento de bañarse con agua fría cuando no hay corriente, mojando de parte en parte todo su cuerpecito, y no se queja, de todas formas “nos encanta ir al río donde el agua a veces también es fría, mamá”. Mi hijo juega a ser un príncipe, y usa una capa que encontró en mi costurero, y cuando se rompió su espada de luz la sustituyó por una rama sin objeciones.

Mi hijo es más responsable que muchos adultos, se levanta temprano cada mañana con la disciplina del sol, para ir a una escuela donde muy pocos maestros saben el concepto de aritmética básica. En este mismo lugar, mi hijo superdotado compartió con sus amigos los últimos lápices de colores que pude encontrar en los antiguos mercados en CUC. Por eso ya no  puede colorear. Pero tampoco es un problema para él. Muy por el contrario, siente compasión de mí cuando le cuento que en mi infancia yo tampoco tenía lápices de colores, y lamenta no haber estado allí para compartirme su último tesoro.

Mi hijo resiste el dolor, porque no tiene analgésicos. Y para él está bien, porque no sabe tomarlos. Si se lastima una rodilla, no pide crema, ni vendas con dibujos, sabe que solo tenemos agua de hierbas, jabón y aceite de coco. Con el tiempo ha aprendido Reiki, porque en ocasiones es mi único método, además del tradicional conjuro —“Sana, sana, colita de rana”—, para aliviar sus lesiones.

A veces mi hijo se molesta y me cuestiona, porque el celular está bajo de carga, y no puede ver los muñes, ni jugar en su Xbox obsoleto, porque se fue la corriente. Pero mi hijo se llama Árbol, y siempre vuelve a su centro, para besar y disculparse con mamá, explicando que “a veces los humanos se descontrolan”. Entonces yo le toco la guitarra y cantamos una canción de mi adolescencia que ya sabe de memoria: “Cuando se vaya la luz mi negra”. O interpretamos el cuento “La boda de mi tío perico”, con nuestro manual de sombras chinescas. Y mi hijo es feliz, y yo río.

¡Qué orgullo siento de mi hijo! Que no quiere irse porque él es “un humano de Cuba”. Y solo podría  vivir en un país que estuviera pegado del suyo. Ya mi hijo comprende la palabra patria, sabe que patria son sus abuelos, sus primos y sus amigos. Y comparte con ellos el único chupachups que ha probado en algunos meses.

¡Cómo le gustaría a él tener “una cesta llena de piezas de Lego para construir un castillo, o unas baterías recargables para el Xbox, o una casa en el árbol, y una bicicleta o por supuesto, un telescopio” para explorar los cielos de nuestras noches apagadas! Pero por más que mamá ha trabajado siempre, aplicando todo tipo de estrategias económicas, aún no alcanza a cumplir siquiera el primer aspecto de la lista.

A mí me gusta decir muchas veces “mi hijo”, porque hay quienes quieren apropiarse de los superpoderes que heredó de mí. Pero soy yo quien lo abanica con una libreta hasta la madrugada para que pueda dormir. Quien consiguió un hogar permanente en un país donde hay que esperar que muera un pariente para tener una casa. Quien se las ingenia para, aún en medio de todo esto, hacer tiempos para manejar a Ranita, su títere favorito, con el cual se desmorece de la risa. Por eso le llamo hijo, hijo, hijo que tiene un posible origen en la palabra latina feliux y significa ‘ver feliz’.

Pero aunque él es fuerte, sereno, despejado e inteligente como un árbol joven, yo lloro cuando, a pesar de mis esfuerzos, mi hijo tiene que cenar un pan viejo con mortadela caducada. O cuando se incendió nuestra mesa, porque se partió un platillo de la vajilla que casi me cuesta un órgano, porque lo usé para hacer una lámpara de aceite en desesperados intentos por iluminar su noche. O cuando lo tengo que dejar en esa misma escuela, donde también le dicen que mamá es mala, porque no es “revolucionaria”, y afuera yo espero con un universo de conocimientos que transferirle.

Entonces él usa sus superpoderes para mi alegría y me devuelve el Reiki, con sus manitos de ángel sanador, y busca a Ranita para que me cuente chistes, y me besa y me dice «tranquila mami», y mi corazoncito aletea de nuevo en dirección al mañana de Cuba.

Hijito, perdónalos tú que eres mágico, yo he perdido mis poderes. Y aunque no los odio, porque soy buena, como tú, me satisface que los supervillanos no tengan un momento de paz,  pensando en el crecimiento de tus habilidades.

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