Poesía de Aleisa Ribalta

| Escrituras | 05/06/2019
Instalación poética de Rafael Almanza.


PIEDRA BLANCA


Este es un poema para inventar a Ulises,

para ponerlo como siempre a prueba.


Sabe que estoy sentada frente al mar,

que oigo cantar a las gaviotas, y no vuelve.


La última vez nos amamos

en este motel sin ventanas de la costa.


Este es un poema donde estoy sentada

sobre piedras blancas que no lo son.


Todos los peces que encallaron aquí

perdieron el camino al mar, sedimentados.


Sobre los esqueletos de miles de peces

se formó la arena blanca de la espera.


Ulises, estoy en Piedra Blanca. Honda

la bahía, frente al mar, ¿lo recuerdas?



URBE DE LA NADA


A Javier Marín.


Ninguna ciudad se parece a ésta,

me ha dicho el visitante.


En los atardeceres amargos,

fachada por fachada

se sobrepone de un todo que destiñe

y emerge sobre las olas, como buen arcoíris

después de tanta lluvia.


La ciudad de las nostalgias,

y de los nostálgicos que la habitan, ha dejado de existir.


Una parte de sí ha huido tras el recuerdo

de lo que fue.

La otra se resignó con lo que sueña ser.


Este ir y venir entre la realidad y la fantasía

la hace humana, luego ninfa,

hasta volverla diosa.


Y un día cualquiera de no sé qué año,

te sorprendes adorando

la criatura de tu propio engendro.

Cuando te acercas a ella,

atraído por el influjo marino que despide,

eres sólo un soñador errante.


Pero cuando te arrastras a refugiarte en su seno,

sorbido violentamente

por sus afrodisíacos vahos, eres ya un perdedor,

un torpe enamorado de la nada.


Ninguna ciudad se ama como esta, concluye el visitante.

Y se marcha alucinado.



DE REGRESO



(A Silvia Rodríguez Rivero, que pintaba sin nombre)


No sé qué hago aquí,

ni quién, ni cómo,

anduvo estos lares

antes que yo

Está todo desierto

¿Huyeron? ¿Se perdieron?

Él no me dijo que eran éstos,

baldíos, caminos de otro tiempo

Desando ¿pero qué?

¿Qué querría Aquél de mí?

Misterio

Reto

Me dijo: — Escucha leal, discreto

Luego me dio esta pelota,

una nalgada, dos besos

Amante, puso en mí su aliento

Silente, escucho solo

mi propio caminar

Pisada tras pisada,

me respiro, avanzo

He querido decir tanto ¿pero a quién?

Olvidaré sonidos. Quedo. ¿Me entenderá?

Puedo saberle cuando llegue,

lo sé… es un latido

simple, milenario, nuestro

Digo que soy y existo en este sino

el de llevar conmigo lo pequeño


¿A quién? Ya sabré

Solo sé que me queda

todo el Tiempo

Por las paredes del sueño:

su aliento, mi voz…

Y mientras tanto

me asombro en el silencio…

Guardo, para quien sea, mi mejor canción.



MANUSCRITO


A Odette Alonso.


El del nauta es

camino sin regreso.

Súbese al Argo

ya preso

de sí mismo

va en pos (y también en contra)

de sus propios vientos.

Los hubo, de antemano

renunciando a los riesgos del

(sin adjetivos) viaje.

Y también, ¡imberbes!

tripulantes de humo,

quemando (y para qué),

roídas, las naves.

Yo también me fui al pairo

hace ya quién sabe cuánto.

No puedo tener memoria

siendo como soy, un naúfrago.

Es cierto que no recuerdo

cuánto navegué, ni qué brújula

o sextante me trajeron.

Mas juro que desde los tiempos

 aquellos de ser un polizón

sin edad para la náusea

(¡ah, esa aventura feliz!)

fueron siempre los besos,

la única y verdadera

opción de travesía.

Fue todo por los besos.

Un día no quise oír más

lo que contaban los demás.

Así que opté por vivir,

sentir, digamos, la cosquilla

(¿y qué sabía?) ahí, bien dentro.

Cansado de darme a soñar

una y otra vez lo que la boca

que besa a otra boca

cuenta, me enrolé.

Y aquí me ven

por tantas bocas y la mía

lleno de algas,

ya polvo de corales,

mordidas y curtidas

las membranas todas.

No sé si vida o espejismo,

es ésa la complejidad

de (éste y todos) los naufragios.

Escribo esto sobre mí mismo

porque no hay botella alguna

donde mi sueño quepa.

Si hago señas

desde mi lecho de náufrago,

no es para ser rescatado

sino para volver a enrolarme,

de polizón de todos

los besos que no di,

que no me dieron.



«Talud», poema de Aleisa Ribalta, en voz de la autora.


TALUD


Ah, eso de caer, tirarse toda,

tanto miedo a tanta altura.

El vértigo por fin ya, conquista

de despeñarse entera.

Ana cayendo, Ana al vacío

desde la ventana sorda

de ese rascacielos tirándose

¿o tirada?

Ana cayendo… ¿otra vez?

¿quién empuja?

Ana queriendo sangre,

mucha sangre, más sangre

cada día, sangre de pollo,

sangre de mujer, sangre

de cualquier criatura.


Ana hormiguita incansable,

pintando cuerpos de grana,

mutilando para crear

sin saber que un día el suyo,

minúsculo y sin levitar,

yacería rojo y abierto

en el 300 de Mercer Street.


Ana que no murió

de dos y dos son cuatro

porque la tragedia de Ana

siempre fue la de crear

un universo totalmente suyo.

Algo desde donde poder

tirarse ya, despetroncarse,

tanto que decir tenía.

Ana gritando ahora van a saber

por fin, de lo que soy capaz.


Y yo, queriendo escribir

estos versos inválidos,

dándoles mi voz para que

al fin sepas, mientras

escucho la voz de Ana

cayendo al vacío,

reventada,

en su penúltimo grito,

ya susurro

que me dice: ¡dale, salta!


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