Narrativa cubana | Los aburridos
"Un muchachito desnudo de la cintura para arriba, se acercó a los cristales del Juliet Juliet, tambaleándose, y con los ojos perdidos tan idénticos a los de mi hermano".
Yo he visto salir el sol por el oeste.
Teníamos por costumbre ir al Juliet Juliet, una cafetería muy espaciosa que servía también de restaurante. La visitábamos con frecuencia, y no por que era un lugar especial sino por ser uno de los más baratos de todo el pueblo. Poco nos importaba que las comidas del Juliet Juliet carecieran del sabor de los alimentos recién elaborados. Ya era una costumbre que en el servicio contaran con una demora de entre quince y veinte minutos. Eso, sin olvidar que cuando realizaban un cambio de turno la espera se hacía más insoportable.
En reiteradas ocasiones terminé molesto, porque si de mañana se nos antojaba pedir unos huevos fritos con jamón como de costumbre, solo había huevos pasados por agua, o a la inversa, si los queríamos hervidos entonces los ofrecían fritos, pero sin jamón. Así mismo acontecía a la hora del almuerzo, cuando pedíamos un plato de frijoles la dependienta con esa cara de perrita pequinesa, nos decía:
—Lo siento, hoy solo tenemos arroz amarillo y ensalada de col.
Al hacerle la reiterada pregunta de cuando colocarían el tablero con el que uno se orienta, para así poder elegir lo que nos apeteciera, ella respondía:
—Aún le están dando unos toques de pintura.
En realidad, mi hermano y yo estimamos que aquel tablero no hacía mucha falta, si desde ya más de veinte años éramos los únicos que solíamos desayunar, almorzar y comer en el Juliet Juliet. Todos los demás clientes que no eran muchos, iban solo de paso para deleitarse con el aburrimiento; a ninguno nunca le dio por preguntar, ni les interesó conocer si existía ese pedazo de madera, que solo era utilizado para colocar las ofertas del día, nadie reparaba en la demora del servicio, y mucho menos se detenían a mirar la cara simpática de la pequinesa.
Pero esta noche prometía ser diferente.
Se sentía en el aire, en ese olor a manzanilla y tierra húmeda. Algo que de inmediato atrajo nuestra atención, fue ver el tablero con las ofertas. Estaba situado frente a la puerta y anunciaba una gran variedad de platos, algunos con nombres extraños, los cuales consideramos exóticos, no obstante, no quisimos arriesgarnos con el pedido.
—Solo cuatro raciones de arroz blanco, separados, dos de garbanzos, y dos postas de pollo frito.
Le dije, y con un lápiz casi sin punta la pequinesa hizo unos garabatos en el papelito, y al terminar los apuntes nos sonrió. Allí mismo delante de nosotros, volteo la cabeza con disimulo para echarle una ojeada al tablero con las ofertas, y volvió a mirarnos, esta vez mostrándose algo sorprendida, preguntó:
—¿Están seguros de no querer nada más?
—Con eso nos conformamos.
Mi hermano le respondió con una rapidez que parecía calculada, mientras yo quedé enmudecido creyendo que todo no pasaba de una broma. No descarté la posibilidad de que algún conocido intentaba mofarse, divertirse a costa nuestra ¿cómo si no, podía ser posible que en solo unas pocas horas, en el Juliet Juliet las cosas se presentasen tan perfectas e impecables, y sobre todo, aquel derroche de comida que rozaba en lo absurdo? bien conocíamos que el establecimiento nunca fue un sitio rentable.
—Esto es un juego.
Le susurré en el oído, y él parecía estar ausente. La pequinesa actuando con naturalidad, se perdía con el pedido tras una mampara de vidrios oscuros que usaban para dividir el bar de la cocina.
No transcurrieron dos minutos, cuando por la puerta de entrada apareció una mujer de aspecto juvenil. Sobre uno de sus hombros colgaba una cartera. Anduvo con rapidez y busco asiento al lado de una mesa no muy distante de la nuestra. Viéndola de cerca ya no parecía tan joven, aunque no podía negarse que aún conservaba el cuerpo bien formado.
Enseguida advertimos aquella cortadura superficial en su pierna izquierda, la sangre ya seca trazaba una línea muy fina que iba desde el muslo hasta la rodilla, unas cuantas gotas habían manchado el borde del vestido y los tirantes de la cartera, que puso encima de la mesa. Una y otra vez se observó la pierna con detenimiento, separándose del respaldo de la silla apoyó los codos en la mesa y llevó ambas manos a las sienes, e introdujo los dedos por entre el pelo, cerró los ojos y descansó por unos minutos, luego retornó a la posición inicial, abrió la cartera, miró a dentro y del interior extrajo un crayón de labios y un espejo, lo levantó a la altura de su cara y comenzó a darse ligeros trazos en los labios.
—Podría invitarla a la casa— Le dije a mi hermano.
—¿Para qué?
—Para hablar.
—¿Crees que le interesaría hablar contigo?
—Estoy aburrido, demasiado aburrido.
—Yo también.
—¿Cómo se habrá hecho esa herida?
—Pudo ser una caída.
—¿Por qué no le preguntamos?
—No, es mejor no preguntarle, creerá que eres un hijo de puta.
—¿Eso crees?
—Claro, en estos tiempos nadie se preocupa por nadie.
—Solo somos un par de viejos. No tiene motivos para pensar así.
—Desde que está ahí ni siquiera te ha mirado, es como si para ella no existieras. Si te le acercaras, ¿qué le preguntarías?
—No lo sé, puedo preguntarle si está tan aburrida como nosotros, o si quiere conversar, o que la invite a comer.
—¿Estás loco? Casi no tienes dinero.
—¡Vamos, hermano, un día es un día!
Callamos por un momento, en realidad desde hacía unos años, ya no acostumbrábamos a hablar con frecuencia, preferíamos, yo particularmente, comunicarnos con miradas. Pero esta noche no sucedió así, cada minuto pasado nos sirvió para sorprendernos más y más. Lo primero fue la inesperada aparición del tablero con las ofertas, luego esta mujer venida de no sé dónde, y ahora nuestra conversación tan fluida, y algo que de inmediato logró inquietarme.
Los vi a través de los cristales del Juliet Juliet, era un grupo de muchachos que bebían a pico de botella, unos a otros se la pasaban de mano en mano, de boca en boca, dándose grandes tragos. Parecían despreocupados porque reían y tarareaban canciones de viejos tiempos, que apenas alcancé a escuchar con nitidez a causa de los cristales. Algunos buscaron asiento en las aceras. No pasaron cinco segundos cuando comenzaron a aparecer otros. Poco, o nada les importó la lluvia que sin esperarse, llegó y se hizo persistente. Con una alegría envidiable, comenzaron a dar saltos bajo el torrencial, algunos desinhibidos se deshicieron de las camisetas, otros eufóricos tomaban se de las manos y haciendo un gran circulo, danzaban, lo hacían moviéndose de un lado a otro, risas y mas risas formaban parte de aquel carrusel.
Un muchachito desnudo de la cintura para arriba, se acercó a los cristales del Juliet Juliet, tambaleándose, y con los ojos perdidos, tan idénticos a los de mi hermano, miró a un punto fijo, donde no parecía que estuviese algo o a alguien, luego centró la mirada en la mujer que todavía sentada en el mismo sitio se aferraba al espejo.
Èl con la delicadeza propia de una niña guió una de sus manos al torso para acariciarse el rosado de los pezones, y mostrando en la cara una mezcla de encanto y nostalgia sonrió.
Cuando bajó la otra mano hasta la parte delantera del pantalón, con el único propósito de aflojarse el cinto, escuchamos el portazo que de inmediato nos hizo desviar la atención.
De improviso, un hombre que por la edad no parecía pertenecer al grupo de los de afuera, entró corriendo.
Su camisa llevaba algunas rajaduras, y unos pocos botones aun pendían de los hilos. En el centro del esternón, muy visible, mostraba un profundo arañazo que aun conservaba frescura.
Al detenerse a solo dos o tres metros de distancia frente a la mujer, ya parecía estar resuelto, cada uno de sus movimientos fueron rápidos y precisos, no hizo preguntas, tal era el desasosiego que no mediaron las palabras. Así de simple metió una mano detrás de la cintura y lo sacó, solo eso podía ser un revólver. Escuchamos seis disparos y vimos a la mujer caer de bruces en el piso.
Quedamos sin saber qué hacer, estaba convencido de que nada de lo ocurrido podía formar parte de un chiste, por un momento estuve ausente, perdido, ni siquiera conté con la posibilidad de generar ideas coherentes, solo atiné a mirar a mi hermano que se veía mas pálido que de costumbre, pero no dijo nada.
Cuando mire afuera para encontrar en alguna parte al muchachito, no vi a nadie, tampoco llovía, era de suponerse que la fiesta ya había terminado. El aroma de la manzanilla y la tierra húmeda dejo de sentirse, en este momento solo llegaba un fortísimo olor a desinfectante.
No vi más al del revólver, tampoco pude memorizar los rasgos de su cara. Nadie escuchó los disparos, ni corrieron para ver a la mujer desangrada sobre un charco de sangre que se alargaba bajo las sillas y mesas.
Confundido, no supe si marcharme o esperar a la pequinesa que no tardó en aparecer, se acercó como si recién me hubiese visto llegar. Mi hermano al verla se levantó y sin decir palabra alguna cruzó por su lado, él no dijo adiós, ni siquiera tocó mi mano, lo vi alejarse y de a poco comenzó a desvanecerse en el aire hasta convertirse en un puntito insignificante.
La pequinesa mostró su sonrisa habitual, se detuvo frente a mi mesa para pasarle un paño, y después de un bolsillo de su blusa saco un lápiz y una hoja en blanco. Miré a todos lados sin dejar que nada se escapase a la vista, en ningún lugar vi el letrero con las ofertas, mesas y sillas mantenían el orden de siempre, no vi cuerpo, ni sangre. Entonces quise saber si la pequinesa había escuchado los disparos que fueron tan reales, preguntarle si alguna vez, vio al viejo que durante tantos años, día, tarde y noche me acompañó al Juliet Juliet, y al que por esa razón lo consideré como un hermano, el hermano que nunca tuve. Deseé preguntar, y la miré y ella miró a mis ojos, pero apenas tuve tiempo.
—Si ya sé, dos huevos fritos con jamón.
Nonardo Perea
(La Habana, 1973). Narrador, artista visual y youtuber. Cursó el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso del Ministerio de Cultura de Cuba. Entre sus premios literarios se destacan el “Camello Rojo” (2002), “Ada Elba Pérez” (2004), “XXV Encuentro Debate Nacional de Talleres Literarios” (2003- 2004), y “El Heraldo Negro” (2008), todos en el género de cuento. Su novela Donde el diablo puso la mano (Ed. Montecallado, 2013), obtuvo el premio «Félix Pita Rodríguez» ese mismo año. En el 2017 se alzó con el Premio “Franz Kafka” de novelas de gaveta, por Los amores ejemplares (Ed. Fra, Praga, 2018). Tiene publicado, además, el libro de cuentos Vivir sin Dios (Ed. Extramuros, La Habana, 2009).
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