Referentes ⎸Rebecca Solnit: “El síndrome de Casandra”

En “El síndrome de Casandra”, Rebecca Solnit habla de cómo las mujeres que cuestionan a un hombre suelen oír “que deliran, que están confusas, que son manipuladoras, maliciosas, conspiradoras, congénitamente mentirosas”. 

| Mundo | 07/11/2023
Pieza pictórica en alusión a Casandra.
Obra de Ana Teresa Fernández que ilustra este ensayo en el libro “Los hombres me explican cosas”, de Rebecca Solnit.

La historia de Casandra, la niña que contó la verdad pero no le creyeron, no está tan arraigada en nuestra cultura como la de Pedro y el lobo, es decir, la del niño al que sí que creyeron las primeras veces que contó la misma mentira. Tal vez debería ser más conocida. Casandra, la hermosa cuñada de Helena de Troya, fue maldecida con el don de la profecía certera, pero también a no ser creída por nadie; su familia pensaba tanto que estaba loca como que era una mentirosa y, en algunas versiones, la mantienen encerrada hasta que llega Agamenón y la convierte en su esclava sexual; posteriormente, y sin darle mucha importancia al hecho, es asesinada junto a él.

He estado reflexionando sobre Casandra mientras navegábamos por la picada mar de las guerras del género, porque la credibilidad es un poder muy fundamental en esas guerras y porque demasiado frecuentemente a las mujeres se las acusa de ser totalmente insuficientes en esta área.

Es frecuente que cuando una mujer dice algo que pone en cuestión a un hombre, especialmente si es uno poderoso o un hombre convencional (aunque si es negro no suele ser así, a no ser que acabe de ser elegido para el Tribunal Supremo por un presidente republicano); o si sus palabras cuestionan una institución, especialmente si lo que dice tiene que ver con el sexo, la reacción pondrá en duda no sólo los hechos aseverados por la mujer, sino también su capacidad de hablar y su derecho a hacerlo. Generaciones de mujeres han escuchado cómo se les repetía que deliran, que están confusas, que son manipuladoras, maliciosas, conspiradoras, congénitamente mentirosas, o todo a la vez: podríamos llamarlo el síndrome de Casandra.

Pero parte de lo que me despierta más interés es la furia que se muestra al rechazar estas palabras y cómo, muchas veces, dicha furia degenera en casi exactamente la incoherencia o la histeria de la que rutinariamente son acusadas las mujeres. Estaría bien ver cómo, por ejemplo, Rush Limbaugh —el rey del galimatías, el eternamente sulfurado—, por lo visto totalmente incapaz de entender cómo funciona el control de natalidad, fuese tachado de histérico cuando ataca a Sandra Fluke llamándola guarra y prostituta por las intervenciones de esta sobre la necesidad de invertir en control de natalidad. Pero, obviamente, histeria es un término cuyo significado está profundamente marcado por el género.

“Generaciones de mujeres han escuchado cómo se les repetía que deliran, que están confusas, que son manipuladoras, maliciosas, conspiradoras, congénitamente mentirosas, o todo a la vez.”

Rachel Carson fue tachada de ello cuando se editó su monumental libro Primavera silenciosa, sobre los peligros de los pesticidas. Carson había presentado un libro cuya masiva investigación, detallada a pie de página, era irrefutable y cuyos razonamientos hoy son considerados proféticos. Pero a las empresas químicas no les gustó nada, y ser mujer fue, por así decirlo, su talón de Aquiles. Podríamos llamarla la Casandra de la ecología.

El 14 de octubre de 1962, el Tucson Arizona Star reseñaba el libro bajo el titular “Primavera silenciosa transforma la protesta en histeria”. Aquel mismo mes en un artículo se aseguraba a los lectores que los pesticidas eran totalmente inocuos para los humanos; el dominical del Time tildó el libro de Carson de “injusto, parcial e histérico, y excesivamente enfático”. “Muchos científicos simpatizan con la mística lealtad que le profesa la señorita Carson al equilibrio de la naturaleza —concedía la crítica—, pero temen que su estallido emocional e impreciso pueda ocasionar más daño”, lo que venía a decir que Carson era científica, pero lo era por casualidad.

Discursos fracturados y teteras rotas

Histeria es una palabra cuya raíz viene de la palabra griega para definir el útero, y en su momento se pensaba que sus efectos se debían al deambular del útero por el cuerpo; los hombres estaban totalmente exentos de sufrir esta condición cuyo significado actualmente es el de ser incoherente, estar crispado y, tal vez, confuso. A finales del siglo XIX, a las mujeres se les diagnosticaba histeria de manera rutinaria.

Las mujeres descritas como tal, cuyas agonías fueron expuestas por el profesor de Sigmund Freud, Jean-Martin Charcot, parecen haber sido víctimas, en algunos casos, de abusos sufridos anteriormente, del trauma resultante y de la incapacidad de expresar sus causas.

El joven Freud tuvo una serie de pacientes cuyos problemas parecían emanar de los abusos sexuales sufridos durante la infancia. Lo que le decían era, literalmente, indecible: incluso a día de hoy los traumas más severos, tanto en la guerra como en la vida doméstica, lo son por la violación de valores morales y por la violación de la psique de la víctima, lo que los hace tan insoportables de articular e incluso de hacer emerger de los oscuros rincones de la mente en los que a menudo son enterrados.

La agresión sexual, como la tortura, es un ataque al derecho a la integridad corporal, a la autodeterminación y al derecho de expresión de la víctima. Es aniquilador, silenciador. Y como consecuencia de este silencio, a la víctima se la compele a hablar tanto en su propio proceso de curación (el que para avanzar necesita expresar lo sufrido) como por parte de la ley.

Contar tu historia, y que los hechos y quien los relata sean reconocidos y respetados, es aún uno de los mejores métodos que tenemos para superar los traumas.

Las pacientes de Freud, asombrosamente, encontraron la manera de relatar sus sufrimientos y, al principio, Freud las escuchaba. En 1986, escribió: “Por ello expongo la tesis de que en lo más profundo de cada caso de histeria subyacen uno o más sucesos de experiencias sexuales prematuras…”. En otro sitio Freud escribía a un compañero que si él creía que con todos sus pacientes “en todos los casos, el padre, sin excluir al mío propio, debería ser acusado de ser un pervertido”.

Obra pictórica de Ana Teresa Fernández que ilustra el libro "Los hombres me explican cosas", de Rebecca Solnit, donde aparece el ensayo Síndrome de Casandra.
Obra pictórica de Ana Teresa Fernández que ilustra el libro Los hombres me explican cosas, de Rebecca Solnit.

Posteriormente rechazó sus propias conclusiones. Tal y como la psiquiatra feminista Judith Herman escribe en su libro Trauma y recuperación: “Su correspondencia deja claro que cada vez estaba más preocupado por las radicales implicaciones sociales de sus hipótesis. Enfrentado a este dilema, Freud dejó de escuchar a sus pacientes femeninas”. Si estas decían la verdad, él se vería obligado a cuestionar toda la estructura de la autoridad patriarcal para apoyarlas. Tras ello, la autora añade: “Con testaruda persistencia, que le condujo a circunvoluciones teóricas aún mayores, insistió en que las mujeres imaginaban los hechos y que deseaban este tipo de encuentros sexuales abusivos de los que se quejaban”.[1] Este planteamiento diseñó la coartada perfecta para que transgredieran la autoridad todos aquellos hombres que perpetran estos crímenes contra las mujeres. Ella lo deseaba. Se lo ha imaginado todo. No sabe lo que está diciendo. Todos estos esquemas aún siguen aquí.

“Está loca” es el eufemismo habitual para “estoy a disgusto”.

“La agresión sexual, como la tortura, es un ataque al derecho a la integridad corporal, a la autodeterminación y al derecho de expresión de la víctima.”

El silencio, como el infierno de Dante, tiene sus círculos concéntricos. El primero es el de las inhibiciones internas, inseguridades, represiones, confusiones y la vergüenza que hacen de difícil a imposible el hablar, y que van de la mano del miedo a ser castigada o condenada al ostracismo por hacerlo. Susan Brison, actual directora del departamento de Filosofía en Dartmouth, fue violada en 1990 por un hombre, un extraño, quien también la llamó puta y le ordenó que se callara antes de estrangularla varias veces, golpearle la cabeza con una piedra y dejarla por muerta. Ella sobrevivió, pero se enfrentó a graves problemas para hablar de ello.

 Una cosa era haberme decidido a hablar y escribir sobre mi violación, pero otra muy distinta era encontrar la voz para hacerlo. Incluso después de que se me hubiese curado la tráquea que me había fracturado, frecuentemente tenía problemas para hablar, nunca estaba muda del todo, pero a menudo sufrí episodios de lo que un amigo ha denominado “habla rota”, durante los cuales tartamudeaba y me entrecortaba, incapaz de decir de un tirón ni una sencilla frase sin que mis palabras se dispersasen como las cuentas de un collar roto.

Rodeando este círculo se encuentran las fuerzas que intentan silenciar, sea mediante la humillación, el acoso o el uso de la violencia directa, incluyendo violencia que conduce a la muerte, a quien de todas maneras se esfuerza en hablar. Por último, en el más exterior de estos círculos, cuando la historia ya ha sido contada y el hablante no ha sido silenciado directamente, se desacredita la historia y al que la relata. En esta zona podríamos situar la breve era en la que Freud escuchaba a sus pacientes con la mente abierta, y que fue como un falso amanecer. Porque su particularidad, la del círculo, es que cuando las mujeres denuncian transgresiones se ataque su derecho y su capacidad para hablar. Llegados a este punto parece algo casi reflejo, y de hecho hay un patrón muy claro, uno que tiene su propia historia.

Este patrón fue cuestionado por primera vez en 1980. En estos momentos ya habíamos oído hablar demasiado de los sesenta. Los cambios revolucionarios de los ochenta —con regímenes derrocados por todo el mundo pero también en los dormitorios, en las aulas, en los lugares de trabajo, en las calles e incluso en las organizaciones políticas (con el apogeo del consenso inspirado por el feminismo y otras técnicas antijerárquicas y antiautoritarias)— son, por otra parte, generalmente olvidados y poco reconocidos. Habitualmente se tacha al feminismo de esta época de mantener una fuerte oposición al sexo porque señalaba que el sexo también es una esfera de poder y que en ella se tiende a abusar de dicho poder, y porque describía la naturaleza de parte de ese abuso.

Las feministas no sólo luchaban por cambios legislativos, sino que desde los setenta en adelante también trabajaron para que se definieran e identificaran todo tipo de categorías de violación que hasta ese momento no habían sido reconocidas como tales. Al hacerlo, denunciaban que el abuso de poder constituía un serio problema y que la autoridad de los hombres, de los jefes, maridos, padres —y generalmente adultos— iba a ser cuestionada. Habían creado un marco y unas redes de apoyo que permitían que se pudiesen contar las historias de incesto y abuso infantil, así como las de violaciones y violencia doméstica. Estas historias pasaron a formar parte de la explosión narrativa de nuestros tiempos al permitir que muchas de estas categorías de los antes silenciosos pudiesen hablar sobre sus experiencias.

“Contar tu historia, y que los hechos y quien los relata sean reconocidos y respetados, es aún uno de los mejores métodos que tenemos para superar los traumas.”

Parte de los conflictos de esta época fue que nadie sabía cómo escuchar a los niños o cómo preguntarles, e incluso en algunos casos cómo navegar entre sus propias memorias como adultos cuando acudían a terapia. El infame juicio sobre abusos en la guardería McMartin, uno de los más largos y costosos de la historia de este país, comenzó en 1983, cuando una madre del área de Los Ángeles denunció que su hijo sufría abusos allí. Las autoridades no sólo se arrojaron alocadamente sobre el asunto, sino que también azuzaron a los padres para que les hicieran a sus hijos preguntas capciosas; además, las autoridades contrataron a un terapeuta para que entrevistase a cientos de niños con más preguntas capciosas, recompensas, peluches y todo tipo de herramientas y técnicas para ayudarles a construir salvajes historias sobre abusos satánicos.

Los resultados de los caóticos interrogatorios durante el juicio a los McMartin son citados algunas veces como pruebas de que los niños no son fiables, de que son mentirosos, deliran, pero sería práctico tener en cuenta que en este caso el problema fueron los adultos. El catedrático en leyes Doug Linder nos cuenta que en una entrevista, el fiscal “reconoce que los niños empezaron a ‘embellecer y adornar’ sus historias de abusos sexuales” y afirmó también que, como fiscales, “no tenían nada que hacer en el juicio”; también afirmó que se ocultó información potencialmente exculpatoria. Pese a todo, los acusados en este largo juicio y en otro posterior fueron declarados inocentes, aunque esto último casi nunca se recuerda.

El 11 de octubre de 1991, se llamó a declarar frente al Comité de Asuntos Judiciales de la Corte Suprema de los Estados Unidos a una profesora de Derecho. El motivo era la vista para la confirmación del nombramiento de Clarence Thomas, el primer juez designado por Bush para la Corte Suprema. La declarante era Anita Hill.

Durante el testimonio a puerta cerrada que prestó frente al Senado —y que posteriormente sería filtrado a la prensa—, Anita enumeró una larga retahíla de incidentes durante los cuales Thomas, que en aquellos momentos era su jefe, la hablaba de la pornografía que consumía y de sus fantasías sexuales. También la presionó para que tuviesen citas. Anita afirmó que aunque ella se negara a quedar con él, “él no aceptaba sus explicaciones como válidas”, como si un no no fuese válido en sí mismo.

Aunque recibió críticas por no haber hecho nada durante el momento de los hechos, vale la pena recordar que hacía muy poco que las feministas habían articulado y acuñado el término “acoso sexual”, y que no fue hasta 1986, ya después de que los hechos denunciados hubiesen sucedido, que la Corte Suprema reconoció que este tipo de comportamientos en el lugar de trabajo eran actos perseguibles judicialmente.

“Está loca” es el eufemismo habitual para “estoy a disgusto”.

Cuando testificó sobre ello en 1991 fue, furiosa y profusamente, atacada. Todos sus interrogadores eran hombres, y los republicanos en particular se mostraron incrédulos, burlándose y mofándose. El senador Arlen Specter le preguntó a una de las testigos —que había declarado basándose en un par de encuentros fugaces que había tenido con Anita— si esta tenía fantasías sexuales sobre él: “¿Considera una posibilidad el que la profesora Hill imaginara o tuviese fantasías en las que el juez Thomas le dijese aquellas cosas de las que ahora es acusado?”. De nuevo todo estaba enmarcado en el esquema freudiano: al afirmar ella que algo desagradable había ocurrido, en realidad lo que pasaba es que estaba expresando el deseo de que hubiese pasado y que, en realidad, era incapaz de ver la diferencia entre las dos situaciones.

Obra pictórica de Ana Teresa Fernández que ilustra el libro "Los hombres me explican cosas", de Rebecca Solnit, donde aparece el ensayo Síndrome de Casandra.
Obra pictórica de Ana Teresa Fernández que ilustra el libro Los hombres me explican cosas, de Rebecca Solnit.

El país al completo estaba alborotado y casi en medio de una guerra civil, ya que la mayor parte de las mujeres entendían completamente lo habitual que es el acoso y la cantidad de consecuencias desagradables que conlleva el denunciarlo y muchos hombres no. A corto plazo, los efectos fueron que Hill se vio sometida a terribles y humillantes juicios y que, de todas maneras, Thomas logró el puesto en la Corte. Las acusaciones más graves y sonoras vinieron de la mano del periodista David Brock, quien primeramente publicó un artículo calumniando a Hill, y posteriormente todo un libro con la misma temática. Una década después, se mostró arrepentido por los ataques que había lanzado sobre Anita, así como por su alineación con la derecha, y declaró:

Hice todo lo que pude por arruinar la credibilidad de Hill, adoptando un enfoque difuso del “todo vale”, creando una mezcolanza en la que vertí todo tipo de alegaciones despectivas —y a menudo contradictorias— que hubiera podido obtener del sector pro-Thomas contra Hill. En mis propias palabras “está un poco chalada y es un poco zorra”.

A largo plazo el “Yo creo en ti, Anita” se convirtió en un eslogan feminista, y a menudo se le acredita a Hill el hecho de haber desencadenado una revolución al empujar a que se reconociese y se reaccionase contra el acoso sexual en el trabajo. Un mes después de la vista, se aprobó una ley federal con peso real y efectivo contra el acoso sexual laboral, y las denuncias por acoso se dispararon al abrir la puerta a ello y proporcionar una herramienta para que se pudieran señalar los abusos que tenían lugar en los puestos de trabajo. Las elecciones de 1992 recibieron el sobrenombre de “el Año de la Mujer” y Carol Mosley-Braun, que aún sigue siendo la única mujer afroamericana en ser elegida para el Senado, obtuvo el puesto junto con un gran número de mujeres más que fueron nombradas senadoras o congresistas.

Aún a día de hoy, cuando una mujer dice algo incómodo acerca del comportamiento impropio de algún hombre, habitualmente se la retrata como si estuviese loca, como si delirase, estuviese conspirando maliciosamente, fuese una mentirosa patológica, una llorona que no se da cuenta de que son solo bromas o todo esto a la vez. Este ensañamiento y la crueldad de las reacciones frente a estas denuncias nos recuerdan la utilización de Freud del chiste acerca de la olla rota.

Un hombre acusado de haber devuelto estropeada una olla de cobre responde diciendo que él la había devuelto en buen estado; que ya estaba estropeada cuando se la prestaron; y que, de todas maneras, nunca la pidió prestada. Cuando una mujer acusa a un hombre y él, o sus defensores, protestan tanto, la mujer se transforma en esa olla rota, o el hombre se convierte en el prestatario. El filósofo Slavoj Zizek comenta: “Para Freud una enumeración tal de argumentos inconsistentes confirma, claro está per negationem, aquello mismo que intenta negar; es decir, que te devolví una tetera rota”.[2]

“Aún a día de hoy, cuando una mujer dice algo incómodo acerca del comportamiento impropio de algún hombre, habitualmente se la retrata como si estuviese loca.”

Muchas ollas rotas. Dos décadas después del caso de Anita Hill, cuando la camarera de pisos Nafissatou Diallo acusó al dirigente del Fondo Monetario Internacional, Dominique Strauss-Kahn, de agresión sexual, el New York Post la llamó prostituta, el New York Review of Books publicó un artículo en el que se dejaba caer una teoría conspirativa transnacional, y el pelotón de caros abogados al servicio de Strauss-Kahn hizo que los medios de información de masas se centrasen en las supuestas mentiras que Diallo utilizó para pedir el estatus de refugiada de Guinea (Diallo adujo que pedía asilo para evitar que su hija sufriese mutilación genital tal y como ella misma la había sufrido).

También atacaron las inconsistencias e incoherencias en el relato de Diallo, pese a que habitualmente las personas que han sufrido algún tipo de trauma sufren exactamente de este tipo de dificultades para transformar una experiencia anulante en una narrativa lineal clara. El caso penal fue desestimado, pero Diallo ganó el caso civil, tanto contra el Post como contra Strauss-Kahn, y acabó con la carrera de uno de los hombres más poderosos del mundo o, mejor dicho, lo hicieron ella y el resto de las mujeres que se atrevieron a dar el paso y denunciarle por delitos sexuales.

Incluso este mismo año, cuando Dylan Farrow repitió las acusaciones de que su padre adoptivo, Woody Allen, había abusado de ella, esta se transformó en la olla más rota de todas. Una multitud de atacantes surgió de repente; el fantasma del caso de la guardería McMartin se agitó de nuevo; Allen publicó una carta histriónica, asegurando que él no había abusado de la niña en aquella habitación del ático en la que Dylan afirmaba que lo había hecho, porque no le gustaba dicha habitación y afirmaba que, “sin lugar a dudas”, había sacado esa idea de una canción que hablaba de un ático.

Añadía además que había sido inducida y “adoctrinada” por su madre, la cual tal vez hubiese sido la auténtica escritora de la acusadora carta publicada por Dylan. Hubo otra división por géneros, en la que muchas mujeres creyeron a la joven, porque ya habían escuchado las mismas historias otras veces, mientras que gran parte de los hombres parece que se fijaron más en el miedo a las falsas acusaciones y exageraban la frecuencia de estas.

Herman, cuyo libro Trauma y recuperación aborda de manera conjunta la violación, el abuso infantil y los traumas de guerra, escribe que

El secreto y el silencio son la principal línea defensiva del criminal. Si el secreto falla, el criminal ataca la credibilidad de su víctima. Si no puede silenciarla totalmente, intenta asegurarse de que nadie la escuche […]. Tras cada atrocidad se puede esperar escuchar las mismas excusas predecibles: eso nunca sucedió, la víctima miente, la víctima exagera, la víctima lo ha provocado ella misma; y siempre, es hora de olvidar el pasado y seguir adelante. Cuanto más poderoso sea el criminal, mayor es su prerrogativa para designar y definir la realidad y más prevalece totalmente su argumentación.[3]

En nuestros días no siempre triunfan estos argumentos. Aún estamos en una era de batallas en las que se lucha por quién tendrá garantizado el derecho de hablar y a ser creído, y la presión viene de ambas direcciones. De parte del movimiento de los derechos del hombre, y con una gran y popular cantidad de desinformación, llega la idea, sin base alguna, de que hay una epidemia de falsas acusaciones de violación.

La implicación que acarrea que las mujeres, como categoría, no son de fiar y que el auténtico problema son las falsas denuncias de violación se está utilizando para silenciar a las mujeres individuales, para evitar discutir acerca de la violencia sexual y para hacer que los hombres parezcan las principales víctimas. Este argumento me recuerda al del fraude del voto, un delito tan poco habitual en los Estados Unidos que parece no haber tenido efecto alguno en los resultados de las elecciones en mucho tiempo. Sin embargo, las afirmaciones de los conservadores de que este tipo de fraude es epidémico se han utilizado durante los últimos años para desempadronar a todo tipo de personas —pobres, personas no blancas, estudiantes— que probablemente no les votarían.

Las Casandras en la vida real

No estoy diciendo que las mujeres y los niños no mientan. Los hombres, las mujeres y los niños mienten, pero estos últimos no están peculiarmente inclinados a hacerlo, y los primeros —del mismo género que el barón de Münchhausen y Richard Nixon— no poseen una veracidad específica. Lo que argumento es que deberíamos tener claro que estos antiguos esquemas sobre la deshonestidad femenina y la turbiedad del carácter femenino aún son sacados a relucir rutinariamente, y deberíamos empezar a reconocer esto como tal. Puede que también debiéramos empezar a reconocer como una rutina la reacción desproporcionada y emocional que produce el atrevimiento de una mujer a hablar.

“El secreto y el silencio son la principal línea defensiva del criminal. Si el secreto falla, el criminal ataca la credibilidad de su víctima.”

Una amiga mía, que trabaja formando sobre el acoso sexual en una importante universidad, relata que un día, mientras hacía una presentación en la escuela de negocios de su campus, un profesor de los más mayores preguntó: “¿Por qué deberíamos empezar una investigación sobre las denuncias de una única mujer?”. Tiene docenas de historias como estas y otras sobre mujeres, estudiantes, profesoras, investigadoras, que luchan para que se las crea, especialmente cuando testifican contra criminales de estatus elevado.

Obra pictórica de Ana Teresa Fernández que ilustra el libro "Los hombres me explican cosas", de Rebecca Solnit, donde aparece el ensayo Síndrome de Casandra.
Obra pictórica de Ana Teresa Fernández que ilustra el libro Los hombres me explican cosas, de Rebecca Solnit..

Este verano, el columnista antediluviano George Will afirmó que lo único que hay es una “supuesta epidemia de violaciones en los campus” y que cuando las universidades o las feministas o las liberales “hacen de la víctima un estatus encubierto que confiere privilegios, entonces las víctimas proliferan”. Escogió el caso más endeble de violación que pudo encontrar y manipuló las estadísticas. Muchas mujeres jóvenes replicaron creando la etiqueta de Twitter #survivorprivileges, y colgaron observaciones del tipo de “no me había dado cuenta de que era un privilegio vivir con TEPT,[4] ansiedad severa y depresión ¿#survivorprivilege o #ShoudlBeQuiet porque cuando hablé todo el mundo me dijo que estaba mintiendo? #survivorprivilege”.

La columna de Will no es más que un nuevo enfoque en la vieja idea de que las mujeres son por naturaleza mendaces, no se puede confiar en ellas, son delirantes y maliciosas, no hay nada de verdad en el fondo de esas acusaciones y que simplemente deberíamos dejarlas y continuar.

Yo tuve mi propia experiencia, a escala reducida, de este tipo de situaciones a principios de año. Había publicado en las redes sociales un extracto de un ensayo mío publicado sobre los setenta en California. Inmediatamente un extraño me criticó como respuesta a los dos párrafos del ensayo que hablaban acerca de incidentes de mi vida que tuvieron lugar en esa época (el que me hubiesen tirado los tejos tíos hippies mucho mayores que yo cuando empezaba a rozar la adolescencia).

Tanto su rabia como su confianza infundada en su propia capacidad de emitir juicios eran bastante notables; por una parte afirmaba: “Estás exagerando más allá de lo real sin ofrecer más ‘pruebas’ de lo que haría un reportero de la FOX. Como tú dices que ‘sientes’ que era así, entonces tiene que ser verdad. Bueno, yo digo que son mentiras”. Yo debía proporcionar pruebas, como si esas pruebas fuesen posibles. Soy como las malas personas que distorsionan los hechos. Soy subjetiva pero me creo objetiva; lo que pasa es que estoy confusa acerca de lo que pienso o sé. Es una letanía muy familiar y una rabia muy habitual.

Si pudiésemos reconocer e incluso identificar este patrón de desacreditación cada vez que una mujer se atreve a denunciar algo, podríamos dejar de empezar desde cero acerca de la discusión sobre la credibilidad. Una cosa más sobre Casandra: la incredulidad con la que se acogían sus profecías fue el resultado de una maldición lanzada por Apolo cuando Casandra rechazó tener sexo con él. En todo momento, ya desde entonces, se ha mantenido la idea de que la pérdida de credibilidad está vinculada a hacer valer los derechos sobre tu propio cuerpo. Pero podemos deshacernos de la maldición que pesa sobre las Casandras que encontramos en nuestra vida cotidiana decidiendo nosotros mismos a quién debemos creer y por qué.

“El síndrome de Casandra” es un ensayo de la feminista norteamericana Rebecca Solnit. “El síndrome de Casandra” está incluido en su libro Los hombres me explican cosas, una compilación de textos feministas sobre la persistente desigualdad entre mujeres y hombres y la violencia de género. En “El síndrome de Casandra”, Rebecca Solnit habla de cómo las mujeres que cuestionan a un hombre suelen oír “que deliran, que están confusas, que son manipuladoras, maliciosas, conspiradoras, congénitamente mentirosas”. 

Mansplaining es un término inspirado por Rebecca Solnit, quien usó su ensayo “Los hombres me explican cosas”, para describir sus experiencias como escritora en espacios públicos, donde hombres intentaban aleccionarla sobre temas que ella dominaba.


[1] Judith Herman, 1991, Trauma y recuperación: cómo superar las consecuencias de la violencia, Madrid: Espasa.

[2] Slavoj Zizek, 2006, Órganos sin cuerpo, sobre Deleuze y consecuencias, Valencia: Pre-Textos, p. 75.

[3] Judith Herman, 1991, Trauma y recuperación: cómo superar las consecuencias de la violencia, Madrid: Espasa, p. 114.

[4] Sigla del trastorno de estrés post-traumático.

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