La pasión de Ana Mendieta

| Vidas | 25/10/2019
Ana Mendieta: "Sweating Blood", 1973. Film 8mm

Una vez presencié la charla que ofreció un pintor cubano a un grupo de estudiantes de arte. Luego de hablar de cómo fueron sus inicios, el modo en que logró el éxito, sus rutinas y temáticas de trabajo, etcétera, aclaró: “A mí no me interesa gritar”. Luego siguió hablando hasta que anunció sus planes inmediatos. Para concluir le preguntó al auditorio si alguien tenía alguna pregunta, pues él, con gusto, respondería. Nadie preguntó nada.

No, a él no le interesaba gritar. Y fue honesto, y lo aplaudo por su honestidad, pero si pudiera pagar por una pintura suya, yo la colocaría en… la cocina. En cambio, si pudiera… (no, no puedo continuar con esa idea porque “ella” no se puede poseer, no se puede perpetuar en una pared, “ella” no se puede retener…); en cambio, una vez vista una obra de la artista cubana Ana Mendieta, no hay que desear pagarla, no hay que empeñarse en exhibirla en el espacio doméstico, porque si la ves, te atrapa; si la presencias escuchas el grito de la mujer que la creó, si la intentas “leer” se vuelve tuya para siempre.

Durante su corta carrera, de 1971 a 1985, Ana Mendieta concibió una obra versátil en cuanto a temas, técnicas y espacios. Escultora, pintora, artista del performance y videasta, fue una mujer que se adueñó de su tiempo para después adelantarse a él. Tanto es así que para sus obras hubo que encontrar una nueva definición: el earth-body art.

Curiosamente, a pesar de tratarse de arte efímero, la obra de Ana está llena de deseos de eternidad. En su primera etapa, la expectativa por la reacción del otro ante su creación; luego, la comunión personal y absoluta con la naturaleza. La capacidad de comunicar, la energía, los asuntos individuales y sociales que abarcan sus performances, han hecho que sus trabajos no caduquen, sino que en la actualidad se aprecien como signos potentes de lo que nos sigue desgarrando, de lo que hemos descuidado, de lo que no hemos sabido resolver. Está la Ana Mendieta que no se anda con medias tintas para representar la violencia y desencadenar respuestas. También está la mujer primigenia, la orgullosa de sus múltiples orígenes, la maga que se cubre de flores… y que, confiada, entrega su cuerpo a la tierra.

Las imágenes de su performance Escena de violación, realizado en 1973, resultan turbadoras al punto que una vez apreciadas, no se olvidan fácilmente para pasar a otro tema. El hecho que la motivó para realizar Escena… fue la violación y asesinato de Sara Ann Otten, una joven de veinte años que, al igual que Ana, estudiaba en la Universidad de Iowa. Para recrear ese hecho la artista invitó a varios amigos a su apartamento y dejó la puerta entreabierta; lo que encontraron al llegar fue una escena brutal: Ana estaba atada de pies y manos, desnuda e inclinada sobre una mesa, con mucha sangre cayendo entre sus piernas. Su cuerpo y la sangre se volvieron uno en varias de sus obras. Ana Mendieta empleó la sangre como elemento de fuerza, poder o sufrimiento. Obras como Sudando sangre (también de 1973), destacan entre esta serie de trabajos.

Sin embargo, al apreciar su serie Siluetas es innegable que algo de beatitud transmite esa Ana que deja la huella de su cuerpo en espacios naturales. Algo de paz hay en esas siluetas, pero ninguna es igual a la otra, también hay pasión, fractura, angustia… y sobre todo, muchas preguntas formuladas a la Historia.

El dolor, la rabia, el cuestionamiento de lo femenino, la fragilidad del cuerpo, la reconciliación de este con los elementos naturales y culturales… están presentes en cada imagen que se conserva de sus trabajos. Esto no es casual. La historia personal de Ana Mendieta está marcada por el desarraigo, la violencia, la distancia, la incertidumbre, los efectos de la geopolítica… y, por consiguiente, también estuvo signada por la búsqueda de la identidad, la adaptación, y la comprensión holística de su propia identidad.

Nacida en La Habana en 1948, en una familia de clase media, a los doce años Ana Mendieta y su hermana Raquel fueron enviadas a Estados Unidos como parte de la Operación Peter Pan. Inicialmente, creyeron que el alejamiento de Cuba sería breve, pero ambas se quedaron para siempre, pasando a ser inmigrantes latinas en un país que estaba en plena lucha por los derechos civiles. Al arribar a Estados Unidos vivieron en un campo de refugiados, luego estuvieron en orfanatos donde incluso convivieron con delincuentes juveniles. Más tarde residieron en una casa de acogida donde fueron maltratadas: “éramos las criaditas de la casa”, declaró Ana sobre la familia adoptiva.

Iowa fue el estado donde se instalaron las hermanas. Haber pasado por la experiencia del exilio siendo una niña, radicándose en un Estados Unidos no tan notoriamente multicultural como lo es ahora, marcó fuertemente su personalidad. Sobre su vida en Iowa Ana Mendieta expresó: “En el Medio Oeste la gente me miraba como a un ser erótico (el mito de la latina ardiente), agresivo, y en cierta manera diabólico. Esto creó en mí una actitud muy rebelde, hasta que, por así decir, explotó dentro de mí y yo cobré conciencia de mi ser, de mi existencia como un ser particular y singular. Este descubrimiento fue una forma de verme a mí misma separada de otros, sola”. Ana Mendieta recuperó parcialmente a su familia cuando pudo reunirse con su madre y su hermano en 1966. A su padre Ignacio Mendieta solo lo vería en 1979, pues, por haber participado en la invasión a Playa Girón en 1961, estuvo prisionero en Cuba durante dieciocho años.

“Si no hubiera sido artista hubiera sido delincuente”, de ese modo tajante se expresó Ana sobre sí misma. Pero, evidentemente, fue artista. Luego de esa etapa inestable matriculó en la Universidad de Iowa para estudiar Pintura. A su auténtica vocación, la Universidad le aportó herramientas y vivencias que le sirvieron para lanzarse a hacer su obra mucho más experimental, consiguiendo juntar tendencias y cuestiones muy propias de la época (el land art, el performance, el feminismo…) de un modo totalmente personal. Para esto su asistencia al Intermedia Studies Program, del artista Hans Breder resultó fundamental. Los estudios que realizó guiada por Breder le valieron para conocer profundamente el arte performático y el Accionismo Vienés. Sobre esta etapa inicial Ana Mendieta expresó que la pintura no le servía para expresarlo todo porque lo que realmente buscaba era que las imágenes se volvieran más poderosas, con más magia. Ana no creaba por impulso o por un golpe ciego de inspiración, a propósito, el artista cubanoamericano Leandro Soto, quien la conoció, ha dicho que ella era capaz de argumentar su obra de manera consciente, como una verdadera intelectual, analizándola con el rigor que caracteriza a los críticos.

De ese modo, conociendo y eligiendo, la artista encontró su camino: comenzó a experimentar a partir de su propio cuerpo, alterándolo y llevándolo al límite. Provocadora y dinámica, Ana Mendieta subvertía lo considerado “normal”. Trabajos como el de 1972, Trasplante de vello facial, la presentan luciendo barba y bigote, cedidos por su amigo Marty Skal. Es desafiante y transgresor, pero no se puede negar que también es divertido.

Ana Mendieta. «El árbol de la vida» (1977).

Otro trabajo suyo de 1972, Impresiones de vidrio sobre el cuerpo, no posee nada de lúdico. La cara, los senos, el vientre, el trasero… presionados y deformes contra el cristal hacen pensar en la violencia física contra las mujeres. Impresiones… es un grito, también es una denuncia sin remilgos de un problema más que personal de cada mujer, social de cada país, y evidencia un dolor que pasa de ser nombrado en rumores y noticias a ser presenciado, compartido y comprendido.

Durante la década de los setenta Ana Mendieta realizó tantos trabajos relevantes que tal parece no se tomó un día de descanso. Estaba descubriendo, estaba efervescente. Entre 1973 y 1980 realizó su serie Siluetas. Para esto escogió las zonas arqueológicas del estado mexicano de Oaxaca. Muchos estudiosos del arte coinciden en que Siluetas constituye lo mejor de su versátil producción artística.

Por tratarse de arte efímero, Ana se preocupó por documentar cuidadosamente sus performances e intervenciones, filmando en formato Super 8, por esa razón, gracias a la digitalización de los filmes, estos se han logrado preservar y mostrar en importantes espacios de Europa y Estados Unidos, como el museo Martin-Gropius-Bau, de Berlín, la Filmoteca Española y la Galería Katherine E. Nash de la Universidad de Minnesota, entre otros. La fuerza renovada del feminismo actual ha contribuido a revalorar la obra de Mendieta, particularmente por la emotiva firmeza de las imágenes al plantear su indagación en lo sexual y lo genérico, demostrando soledad y empatía, tanto como vulnerabilidad y poder.

En este sentido, Siluetas constituye el clímax de su producción, pues abarca muchas de las ideas trabajadas por Mendieta. Al tratar su cuerpo como recipiente, que a su vez entra y recibe a la naturaleza (ente maternal), también vemos el cuerpo de un hombre, de una niña, una anciana, una mujer de clase media o una indígena. Es el cuerpo de la Tierra. Las siluetas tienen ritmo, fuerza, energía y pasión. Tal vez le sirvieron como curación y cierre de una etapa artística y vivencial. Para hacer sus siluetas Ana se sirvió de los elementos tierra, agua, aire y fuego en conjunción con varias mitologías locales. Así surgió, por ejemplo, Imagen del Yagul, obra en la que se encuentra yaciendo sobre una tumba de piedra en México, con el cuerpo cubierto de pequeñas flores blancas que parecen haber salido con toda naturalidad de su piel. Como ella misma declaró, crear su silueta en la naturaleza era un modo de transición entre su tierra natal y su nuevo hogar, y también era una forma de reclamar sus raíces cubanas.

Ana Mendieta. «Imagen del Yagul» (1973)

Respecto al arte feminista, a partir de haberse instalado en Nueva York a finales de los setenta, Ana Mendieta se hizo miembro de Artists In Residence Inc (A.I.R) un espacio galérico cooperativo dedicado exclusivamente a exponer la obra de mujeres artistas. Estando vinculada a A.I.R. Gallery, Ana realizó la curaduría de la exposición Dialectics of Isolation: An Exhibition of Third World Women Artists of the United States, con el objetivo de incluir a las mujeres que no eran tenidas en cuenta en los debates feministas. Varios desacuerdos entre los criterios de Ana y el resto de las integrantes de la galería, la hicieron separarse de ese proyecto luego de dos años de trabajo conjunto. Este encuentro con la comunidad de artistas de Nueva York propició además que Ana conociera a Carl Andre, escultor minimalista quien en enero de 1985 se convertiría en su esposo.

En 1980 Ana Mendieta logra regresar a Cuba por primera vez desde su partida. A partir de ahí realizó varios viajes a la isla, que fructificaron en valiosas intervenciones en medios naturales. Tal es el caso de Esculturas rupestres, una serie de esculturas talladas en las paredes de las cuevas de Jaruco, una película realizada en la playa de Guanabo, que aborda la nostalgia y añoranza por su país. Del vínculo recobrado con Cuba surge Islas: una serie de trabajos entre los que se destaca Ochún, una isla de arena que modeló en Cayo Vizcaíno (Florida) con la forma de su cuerpo y los extremos abiertos dejando pasar el agua, a la vez que apunta hacia Cuba.

En 1983 Ana se fue a Roma gracias a una Residencia Artística que había ganado. De regreso a Nueva York volvió a reunirse con sus colegas y a vivir en Greenwich Village junto a Carl Andre. Ana murió violentamente la mañana del 8 de septiembre de 1985, al caer desde el piso 34 del edificio donde residía. Las causas de su muerte nunca han llegado a ser esclarecidas del todo. Debido a la falta de evidencias Andre fue absuelto, pero quienes conocían a Ana aseguraron que ella era incapaz de suicidarse.

Ana solo tenía 36 años cuando murió. Siempre nos quedará la pregunta de lo que pudo haber creado de haber vivido mucho más. Su sobrina Raquel Cecilia es una de las personas que a través del Estate of Ana Mendieta Collection se ha encargado de preservar y difundir su arte. Este año, una de sus obras formó parte de una muestra colectiva que se expuso en el Museo Nacional de Bellas Artes en La Habana. Su pieza Entierro Ñáñigo, volvió a cobrar vida y a fundirse en negro con el paso del tiempo en su isla natal. Así es su obra, efímera y resistente a la vez, como lo fue ella misma en su breve paso por la vida.

Ana Mendieta: «Entierro Ñáñigo».

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