Referentes | Maya Angelou: “Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado”

En su autobiografía, Maya Angelou rememora pasajes felices y traumáticos de su niñez, experiencias que todavía describen la realidad de muchas niñas.

| Escrituras | Vidas | 22/05/2024
Fragmento de la pintura "Young Woman Looking Up" (1954), de Elizabeth Catlett.
Fragmento de la pintura "Young Woman Looking Up" (1954), de Elizabeth Catlett.

Llegué a la conclusión de que San Luis era un país extranjero. Nunca me acostumbraría a los huidizos sonidos de las cisternas de los retretes, los alimentos envasados, los timbres de las puertas o el ruido de los coches, los trenes y los autobuses que atravesaba las paredes o se colaba por debajo de las puertas.

Con la imaginación solo me quedé en San Luis unas semanas. Tan pronto como entendí que no había llegado a mi hogar, me escabullí al bosque de Robin Hood y a las cuevas del cavernícola Alley Oop, donde toda realidad era irreal y cambiaba incluso todos los días. Me llevé conmigo el mismo escudo que había usado en Stamps: «No he venido para quedarme».

Mamá era muy apta para cuidar de nosotros, aun cuando eso significara conseguir que alguna otra persona suministrase las provisiones. Aunque era enfermera, mientras estuvimos con ella no trabajó en su profesión. El señor Freeman ganaba las habichuelas y ella un complemento cortando barajas de póquer en garitos. El mundo convencional del trabajo de las ocho de la mañana a las cinco de la tarde no tenía, sencillamente, bastante atractivo para ella y hasta veinte años después no la vi con uniforme de enfermera.

El señor Freeman era capataz en la estación ferroviaria de clasificación de la Southern Pacific y a veces llegaba tarde a casa, después de que mamá se hubiera marchado. Cogía su cena, que ella había dejado cuidadosamente tapada en el fogón y que nosotros —según nos había advertido— no debíamos tocar, y se la comía en silencio en la cocina, mientras Bailey y yo leíamos, voraces, nuestra revista.

Ahora que teníamos dinero para gastillos, nos comprábamos las revistas de historias policíacas ilustradas con estampas chillonas. Cuando Mamá estaba ausente, teníamos que cumplir con un sistema basado en el honor. Debíamos acabar los deberes, cenar y lavar los platos antes de poder leer u oír El llanero solitario, Los enemigos del crimen o La sombra.

El señor Freeman se movía con garbo, como un gran oso pardo, y raras veces nos hablaba. Se limitaba a esperar a Mamá y concentraba todo su ser en la espera. Nunca leía el periódico ni seguía el compás de la radio con el pie. Esperaba y se acabó.

Si ella llegaba a casa antes de que nos hubiéramos ido a la cama, veíamos revivir a aquel hombre. Se levantaba sonriendo del sillón, con la expresión de quien acaba de despertarse. Entonces yo recordaba que, unos segundos antes, había oído cerrarse la portezuela de un coche; después se dejaban oír en la acera de cemento las pisadas de Mamá. Cuando la llave sonaba en la puerta, el señor Freeman ya había formulado su pregunta habitual: «Hola, Bibbie, ¿lo has pasado bien?».

Su pregunta quedaba suspendida en el aire, mientras ella saltaba a darle un besito en los labios.

Después se volvía hacia Bailey y hacia mí para besarnos con su boca de carmín. «¿No habéis acabado los deberes?». Si los habíamos acabado y estábamos simplemente leyendo, decía: «Perfecto, decid vuestras oraciones e id a la cama». Si no los habíamos acabado: «Entonces id a vuestra habitación y acabad… después decid vuestras oraciones y meteos en la cama».

La sonrisa del señor Freeman nunca se intensificaba, permanecía igual. A veces Mamá se le acercaba y se sentaba en sus rodillas y parecía que la sonrisa no iba a desaparecer nunca de su rostro.

Desde nuestras habitaciones, oíamos el tintinear de los vasos y la radio a todo volumen. Creo que, en las noches alegres, ella debía de bailar para él, que no sabía hacerlo, pues muchas veces, antes de quedarme dormida, oía unos pies que se arrastraban a ritmo de baile.

Yo sentía mucha lástima por el señor Freeman, tanta como la que había sentido por una camada de cerditos indefensos nacidos en nuestra porqueriza del patio trasero, en Arkansas. Engordábamos los cerdos durante todo el año para la matanza, que se celebraba el primer día en que hubiera una buena escarcha, y, aunque yo sufría por aquellas diminutas monerías culebreantes, también sabía cuánto iba a disfrutar con la salchicha fresca y la cabeza de jabalí que solo podían ofrecerme con su muerte.

Por culpa de los espeluznantes cuentos que leíamos, nuestra vívida imaginación y, probablemente, los recuerdos de nuestras breves, pero agitadas, vidas, Bailey y yo padecíamos afecciones: él físicas y yo mentales. Él tartamudeaba y yo sufría las torturas de horribles pesadillas. A él le decían constantemente que fuese más despacio y volviera a empezar, y a mí, en noches particularmente malas, mi madre me llevaba a dormir con ella, en la gran cama que compartía con el señor Freeman.

Los niños, necesitados de estabilidad, contraen hábitos fácilmente. Después de la tercera vez que dormí en la cama de Mamá, consideré totalmente normal dormir en ella.

Una mañana, ella se levantó temprano, porque tenía que hacer un recado, y yo volví a quedarme dormida, pero me despertó una presión, una sensación extraña en la pierna izquierda. Era algo demasiado blando para tratarse de una mano y no parecía el contacto con la tela. Fuera lo que fuese, yo no había conocido esa sensación en todos los años en que había dormido con la Yaya.

No me moví, ni habría podido hacerlo, de tan asustada como estaba. Giré la cabeza un poquito a la izquierda para ver si el señor Freeman se había despertado y se había levantado, pero tenía los ojos abiertos y las dos manos encima de la colcha.

Comprendí, como si lo hubiera sabido siempre, que tenía su «cosa» sobre mi pierna. Dijo: «Estate quietita así, Ritie, y no te haré daño».

Yo no estaba asustada: tal vez un poco recelosa, pero no asustada. Naturalmente, sabía que muchísimas personas lo «hacían» y para ello utilizaban sus «cosas», pero ninguna de las personas que yo había conocido se lo había hecho a nadie.

El señor Freeman me atrajo hacia sí y me metió la mano entre las piernas. No me hizo daño, pero la Yaya me había metido en la cabeza este consejo: «Mantén las piernas cerradas y no dejes que nadie te vea el monedero».

«Ya ves que no te he hecho daño. No tengas miedo». Retiró las sábanas y la «cosa» se le estiró como una mazorca de maíz carmelita. Me cogió la mano y dijo: «Tócalo». Era blando y serpenteante como las entrañas de un pollo recién sacrificado.

Después me atrajo con el brazo izquierdo hasta colocarme sobre su pecho, mientras su mano derecha se movía a tal velocidad y su corazón palpitaba tan fuerte, que temí verlo morir. Las historias de fantasmas revelaban que quienes se morían no soltaban su presa. Yo me preguntaba cómo me liberaría, si el señor Freeman se moría teniéndome agarrada. ¿Tendrían que romperle los brazos para soltarme?

Por último, se quedó quieto y entonces vino lo más agradable. Me abrazó con tanta ternura, que deseé permanecer así eternamente. Me sentía en mi elemento. Por su forma de abrazarme, supe que nunca me soltaría ni dejaría que me sucediera nada malo.

Probablemente fuese mi padre de verdad y por fin nos habíamos vuelto a encontrar, pero entonces se dio la vuelta, se levantó y me dejó con la cama mojada.

«Tengo que decirte una cosa, Ritie». Se quitó los calzoncillos, que se le habían caído hasta los muslos, y se metió en el baño.

Era verdad que la cama estaba mojada, pero yo sabía que no había tenido un accidente. Tal vez lo hubiera tenido el señor Freeman, mientras me abrazaba. Volvió con un vaso de agua y me dijo con voz desabrida: «Levántate, que te has meado en la cama». Vertió agua sobre la mancha húmeda y la cama adquirió el aspecto que muchas mañanas presentaba mi colchón.

Como yo había conocido la severidad del Sur, sabía cuándo debía mantenerme callada delante de los adultos, pero, aun así, deseaba preguntarle por qué me acusaba de haberme orinado, cuando estaba segura de que no se lo creía. Si pensaba que yo era una niña mala, ¿quería eso decir que no volvería a abrazarme? ¿Ni a reconocer que era mi padre? Le había hecho sentirse avergonzado de mí.

«Ritie, ¿quieres a Bailey?». Se sentó en la cama y yo me le acerqué, esperanzada. «Sí». Estaba inclinado, subiéndose los calcetines y su espalda era tan ancha y cordial, que sentí deseos de descansar la cabeza en ella. «Si alguna vez cuentas a alguien lo que hemos hecho, tendré que matar a Bailey».

¿Qué habíamos hecho? ¿Los dos? Evidentemente, no se refería a que yo me hubiera orinado en la cama. No entendí y no me atreví a preguntarle. Tenía algo que ver con el abrazo que me había dado, pero tampoco había posibilidad de preguntar a Bailey, porque eso me habría obligado a contar lo que habíamos hecho. La idea de que pudiese matar a Bailey me dejó pasmada.

Después de que saliera del cuarto, pensé en decir a Mamá que no me había orinado en la cama, pero es que, si me preguntaba por lo ocurrido, habría de contarle que el señor Freeman me había abrazado y eso era imposible.

Era el mismo dilema de siempre. Siempre me había encontrado ante él en mi vida. Había un ejército de adultos, cuyos motivos y movimientos yo no podía, sencillamente, entender y que no hacían el menor esfuerzo para entender los míos. Ni por un momento sentí desagrado hacia el señor Freeman: sencillamente, no lo entendía.

Durante varias semanas después, no me dijo nada, excepto los crudos saludos que siempre pronunciaba sin mirarme.

Aquel fue el primer secreto que no revelé a Bailey y a veces pensaba que él podría leerlo en mi rostro, pero no notó nada.

Empecé a echar de menos lo que había sentido estrechada entre los brazazos del señor Freeman. Antes, mi mundo había estado compuesto de Bailey, la comida, la Yaya, la Tienda, la lectura de libros y el tío Willie. Ahora, por primera vez, formaba parte de él también el contacto físico.

Empecé a esperar con impaciencia la llegada del señor Freeman de la estación de clasificación, pero, cuando llegaba, nunca me hacía caso, aunque yo ponía mucho sentimiento al decirle: «Buenas noches, señor Freeman».

Una noche en que no podía concentrarme con nada, me acerqué a él y me senté rápida en sus rodillas. Él estaba otra vez esperando a Mamá. Bailey estaba oyendo La sombra y no me echó de menos. Al principio, el señor Freeman se mantuvo inmóvil, sin abrazarme ni nada, después sentí que bajo mi muslo empezaba a moverse un bulto blando. Empujaba contra mí e iba endureciéndose.

Después, el señor Freeman me atrajo hacia su pecho. Olía a polvo y grasa de carbón y estaba tan próximo, que enterré el rostro en su camisa y escuché su corazón latiendo solo por mí. Solo yo podía oír su retumbar, solo yo podía sentir sus saltos en mi cara.

Dijo: «Estate quieta y deja de retorcerte», pero, al mismo tiempo, me apretó y me frotó contra sus muslos y después, de repente, se puso de pie y yo resbalé hasta el suelo.

Él corrió al cuarto de baño.

Pasó meses sin volver a hablarme. Yo me sentí herida y, durante un tiempo, más sola que nunca en mi vida, pero después me olvidé de él y hasta el recuerdo de su tierno abrazo se disipó en las tinieblas, allende las anteojeras de la infancia.

Leía más que nunca y deseaba con toda el alma haber nacido chico. Horatio Alger era el mayor escritor del mundo. Sus héroes siempre eran buenos, siempre vencían y siempre eran chicos. Yo habría podido adquirir las dos primeras virtudes, pero llegar a ser un chico había de ser —seguro— difícil, si no imposible.

Los tebeos de los suplementos dominicales de los periódicos me influían y, aunque admiraba a los fuertes héroes que siempre triunfaban al final, me identificaba con Tiny Tim.

En el retrete, adonde solía llevarme los periódicos, resultaba engorroso buscar las páginas deseadas y excluir las que no lo eran, para enterarme de cómo acabaría burlando a su más reciente adversario. Todos los domingos, lloraba aliviada, cuando mi héroe eludía a los malos y, a partir de una aparente derrota, contraatacaba con la misma dulzura y bondad de siempre.

Los Katzenjammer eran unos niños divertidos, porque hacían parecer estúpidos a los adultos, pero demasiado sabihondos, para mi gusto.

Cuando llegó la primavera a San Luis, me saqué mi primera tarjeta de socia de la biblioteca y, como Bailey y yo parecíamos ir alejándonos con el crecimiento, pasaba la mayoría de los domingos en ella (sin interrupciones) empapándome con el mundo de los muchachos limpiabotas e indigentes que a base de bondad y perseverancia llegaban a hacerse hombres muy ricos y en las fiestas daban cestas de dulces a los pobres.

Las princesitas confundidas con criadas y los niños largo tiempo perdidos y confundidos con expósitos llegaban a ser más reales para mí que nuestra casa, nuestra madre, nuestra escuela o el señor Freeman.

Durante aquellos meses, veíamos a los abuelos y a los tíos (nuestra única tía se había ido a California a hacer fortuna), pero siempre hacían la misma pregunta: «¿Habéis sido niños buenos?», para la que solo había una respuesta. Ni siquiera Bailey se habría atrevido a responder que no.

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