Entrevista | Inés Casal: “La tristeza de comprender lo equivocados que estuvimos”

“Inés Casal es una mujer de más de 70 años capaz de mostrar en las redes su abierta y enérgica inconformidad política con un proceso social que resultó fallido.”

Inés Casal en 2003 leyendo una revista sobre Cuba
Inés Casal, 2003. Foto: Cortesía de la entrevistada

Cuando contacté a Inés para proponerle este intercambio, decidí tutearla sin miramientos como hago con mi madre. Desde hacía algún tiempo, la honestidad de su proyección cívica me convidaba in crescendo a hacerle una entrevista. De modo que no he sido yo quien la ha propiciado, sino su incansable voz ante las arbitrariedades que nos atenazan.

Inmersos en un contexto pusilánime y enrarecido, acallados por más de una razón para no decir claramente lo que pensamos, mi admiración por una persona que pasa de los 70 años, capaz de mostrar en las redes su abierta y enérgica inconformidad política, luego de una vida activa consagrada a un proceso social que resultó fallido, no dejaba de asombrarme. Para mi más profunda satisfacción, no descubro aquí a ninguna cambia casacas ―como pretenden describir desde el poder a personas de su transparente entereza― y si a una mujer, madre y abuela, que no vacila en denunciar con el dedo extendido los menoscabos que un régimen totalitario le ha hecho al presente y futuro de la nación.

Con cariño ―inusual en los tiempos que corren― Inés recuerda los nombres de cada una de sus maestras, y conversando con ella me evoca a las que me inculcaron valores esenciales, hace ya medio siglo. La Profesora de Química que es, pues el magisterio es una profesión que nos acompaña toda la vida, aboga en este gratificante encuentro por esa otra química que nos aglutine para recuperar el decoro perdido.

Inés, para mí será revelador este intercambio contigo, porque rara vez tengo la oportunidad de conocer de primera mano, qué y cómo piensa una persona que ha experimentado vivencias contrastantes en el más amplio sentido vital a lo largo de una existencia tan fructífera como la tuya. A ello le sumaría la capacidad que posees y de ahí el motivo esencial de esta entrevista para que el curso de tu razonamiento conserve estrecha consonancia con la realidad que percibimos. Si estás de acuerdo, quisiera que nos apegáramos en orden sucesivo a tu cronología biográfica.

¿Qué recuerdos tienes de tu primera infancia, en un contexto que desde el discurso posrevolucionario dibujan invariablemente como caótico?

Los recuerdos que tengo de mi primera infancia son todos muy gratos. Nací y viví hasta los nueve años en un asentamiento rural conocido como Finca Orbeta, en la provincia de Matanzas, que originalmente fue propiedad de mi abuelo paterno, un gallego llegado a Cuba en la segunda mitad del siglo XIX y que prosperó económicamente con el cultivo de la caña de azúcar, luego de la independencia del país.

Durante la crisis de “las vacas flacas”, a inicios de la década del veinte del siglo pasado, mi abuelo se suicidó y la finca y el resto de sus posesiones se repartieron entre sus nueve hijos. Poco a poco casi todos vendieron sus tierras y emigraron a otras provincias. Mi padre, reacio a abandonar el pedazo de la finca que heredó, siguió viviendo allí con su familia hasta que decidió viajar definitivamente a la capital, en 1956, para buscar mejores condiciones de vida y educación para sus hijos.

Fui la sexta de una familia compuesta por siete hijos y crecí en un ambiente muy feliz, apoyada siempre por mis padres y mis hermanos mayores.

Los primeros tres años de la Enseñanza Primaria estudié en la Escuela Rural de la Finca Orbeta, ubicada muy próxima a la Carretera Central y construida durante el gobierno de Prío Socarrás. Allí, en un lugar bastante remoto, sin electricidad ni agua corriente, se edificó la única casa de mampostería de la zona con el aporte y la ayuda de la sociedad civil. En un ala de la vivienda estaba el hogar de la maestra, que fue contratada por el gobierno y provenía de un pueblo cercano. En la otra, había un salón amplio con una mesa, pupitres, pizarrón y otros accesorios escolares, donde recibíamos clases en la mañana los alumnos de primer a tercer grado y en la tarde los de cuarto a sexto. Allí estudiábamos todos los niños de la finca. Un molino de viento muy cercano a la vivienda le aportaba agua corriente a la escuela.

Nunca he olvidado a Celia, mi primera maestra, una mulata cariñosa y tierna, respetada y admirada por todos los padres y muy querida por sus alumnos. Ella era preocupada por todo lo que ocurría en la zona y conversaba mucho con los campesinos sobre la educación de los niños, la higiene, la nutrición. Se realizaban análisis periódicos de heces fecales de forma gratuita para buscar parásitos intestinales, algo muy común en aquellos tiempos en las zonas rurales y se entregaban medicamentos a los necesitados, sin costo alguno. Todos los materiales escolares como libros, manuales, lápices y otros los recibíamos gratis.

En La Habana proseguí mis estudios en la Escuela Pública No. 97 “Capitana Adela Azcuy Labrador”, en el barrio de Santos Suárez, hasta concluir el sexto grado en 1960. De esta escuela guardo recuerdos también muy lindos y no solo de mis cuatro excelentes maestras (Farah, Migdalia, Pura y María Teresa), sino de todas mis compañeras de aula. Niñas y niños estudiábamos en la misma escuela, pero en aulas diferentes. Teníamos merienda gratuita diaria y participábamos en numerosas actividades culturales y recreativas; en especial recuerdo cuando nos llevaron al recién inaugurado Coliseo de la Ciudad Deportiva a disfrutar del espectáculo del Circo Ringling.

Hace unos años supe que la Escuela Rural de la Finca Orbeta ya no existe, aunque sí sigue en pie la casa que ocupaba, dedicada hace un tiempo a otros asuntos del gobierno local, pero la Escuela “Adela Azcuy Labrador” ha seguido hasta la actualidad realizando sus mismas funciones.

Cuando se trasladan a vivir a La Habana, ¿en qué momento te sorprende la Revolución? ¿Cómo viste, a partir de tu espectro mental adolescente, ese acontecimiento?

Yo no recuerdo prácticamente nada del primer día del triunfo revolucionario. Tenía 11 años recién cumplidos, en mi casa no había televisor, las noticias llegaban por radio y por prensa escrita, y yo no tenía acceso a nada de eso: era una niña sin otra preocupación que no fueran sus estudios y los juegos con sus amigas. Como vivíamos hacia el sur de la ciudad, algo alejados de avenidas y calzadas por las que pasó la caravana con los rebeldes, tampoco tengo ningún recuerdo de la entrada de Fidel y “los barbudos” en La Habana. De forma nebulosa sí recuerdo la algarabía de los vecinos, las diferentes opiniones, aunque la mayoría se mostraba feliz por el fin de la dictadura de Batista.

A medida que fueron pasando los días escuchaba a mis amigas, a sus padres, a mis maestras, a los vecinos, a mi familia, hablando de forma muy elogiosa de Fidel y del nuevo Gobierno Revolucionario, que había llegado para acabar con la corrupción y la represión del gobierno batistiano. El ambiente que recuerdo era de júbilo y de esperanza.

Con mi familia no pasó nada muy diferente a lo que ocurrió con la mayoría de las familias cubanas: el triunfo revolucionario fue recibido con ilusión y optimismo. El mayor de mis hermanos varones se incorporó a las Milicias Revolucionarias, fundadas en 1960, participó y fue herido en la invasión por Playa Girón y luego pasó a la vida militar.

Mi madre y mis otros hermanos no tuvieron tanto protagonismo en el proceso revolucionario y no pasaron más allá de pertenecer a las organizaciones de masa, estudiantiles y laborales que eran prácticamente obligatorias. En cuanto a mi padre, anticomunista por convicción, siempre dijo que Fidel era comunista y no simpatizó con su proyecto. Yo lo oía hablar con mi madre y la verdad es que no entendía muy bien, ni siquiera sabía lo que significaba esa palabra, pero me imagino que él, mi padre, sí lo sabía. Murió en 1972 sin cambiar sus ideas y sin imponerlas a sus hijos.

Te confieso que las Ciencias Exactas no son mi fuerte, pero la química orgánica ―si me la cuentan como en el Natural History Channel― siempre me fascinó. ¿Cuándo descubriste que la Química era la rama del conocimiento que más te atraía? ¿Dónde y cómo empezaste a estudiarla?

Tengo que confesar que yo no llegué a la Química por vocación. Cuando era pequeña en mi casa solían llamarme “la abogada de los pobres” porque parece que siempre estaba defendiendo algo o a alguien o, quizás, porque hablaba mucho. Mi padre me dijo una vez que debía estudiar para maestra o para abogada, pero ninguna de estas dos profesiones me llamaba demasiado la atención. Ya te conté cómo fue mi niñez y mi adolescencia y dónde transcurrió, entonces no creía que podría llegar a ser una profesional.

Ya estando en el preuniversitario comencé a sentir una cierta inclinación hacia la medicina y me inscribí en un Círculo de Interés. Llegué a presenciar operaciones y necropsias y mi inclinación se fue convirtiendo en un deseo verdadero. Cuando les dije a mis padres que tendría que pasar los dos primeros años de estudio internada para vencer lo que entonces se llamaba Ciencias Básicas y luego pasar a los hospitales, mi papá se negó rotundamente. No me había separado del hogar nunca, ni para la alfabetización, ni con los llamados a las recogidas de café en las montañas orientales, algo que fue muy común en aquellos primeros años de la década del 60, así que me dijo que buscara otra opción. En ese momento me sentí contrariada, pero el respeto que le tuve siempre a mi padre y la confianza absoluta en sus decisiones curaron rápidamente cualquier descontento.

Trabajo voluntario en Banao, 1967. Foto: Cortesía de la entrevistada
Trabajo voluntario en Banao, 1967. Foto: Cortesía de la entrevistada

Otra disciplina que me gustaba mucho era Español-Literatura. Desde niña fui buena lectora, me gustaba escribir y me preocupaba mucho por la ortografía. Leía con avidez todos los libros que los profesores indicaban, y escribía reseñas y composiciones con bastante soltura. En más de una ocasión los profesores trataron de entusiasmarme para que estudiara Letras, que era como se le llamaba entonces a la Filología. Nunca me convencieron porque no me veía siendo profesora de español, ni de ninguna otra materia, que era el único destino que ―erróneamente― me imaginaba que me esperaba.

En los últimos meses de mis estudios de bachillerato todavía no tenía ninguna idea de qué estudiaría. Vale recordar que entonces ―hablamos del año 1966― la entrada a las universidades era totalmente libre, sin exámenes de ingreso o cualquier otro requisito adicional. Si mal no recuerdo creo que solo era necesario tener más de 85 puntos como promedio de los tres años de preuniversitario para acceder a una carrera de nivel superior. Así que, finalmente, opté por matricular Licenciatura en Química para no separarme de mis dos mejores amigas.

Durante mi carrera fue que empecé a amar esa profesión y nunca me arrepentí de haber optado por ella.

La otra parte subyugante de tu profesión es la docente. ¿Cómo llegas a pararte delante de un aula a impartir lo que sabes?

Resulta interesante que, sin ningún deseo anterior de convertirme en profesora, muy pronto durante la carrera comencé a sentirme inclinada a la enseñanza. Desde segundo año fui Alumna Ayudante y con la asesoría de los profesores de más experiencia fui preparándome para lo que sería luego mi razón de ser. Al graduarme fui ubicada en mi propia facultad, como profesora en una de sus cátedras y allí trabajé hasta mi jubilación, más de 30 años después.

Durante mi vida laboral también tenía que realizar investigaciones, pero esto nunca fue mi fuerte. Pararme en un aula frente a un grupo de jóvenes deseosos de aprender fue mi mayor incentivo para superarme. Como no recibimos durante la carrera ninguna preparación didáctica, excepto ese tiempo de preparación como Alumna Ayudante, siempre tuve la gran inquietud de buscar métodos para enseñar mejor.

Lo dices bien, enseñar es subyugante. Pero tal vez lo maravilloso de enseñar es que siempre aprendes más de tus alumnos que ellos de ti. Las inquietudes y dudas de tus estudiantes siempre te tienen en tensión porque a muchos de ellos se les ocurren preguntas para las que tienes que prepararte constantemente. Y no hablo solo de las interrogantes relacionadas con la materia que estás desarrollando, sino de aquellas que tienen que ver con la vida diaria. En un grupo de jóvenes impacientes y preocupados por entender lo que sucede a su alrededor, en un país en donde disentir es un delito, haber logrado un acercamiento leal y franco con mis estudiantes es lo que más atesoro de aquella etapa. Con sus ideas discrepantes, menos ortodoxas, más libres, ellos también me ayudaron a despertar y siempre se los agradeceré.

Aun cuando me llevas una generación por delante, alcancé a percibir lo diabólicamente indisoluble que resultaba pertenecer a una sociedad como la nuestra para ser aceptado. ¿De qué modo asumiste esa presumible inviolabilidad pautada entre lo humano, lo profesional y lo ideológico, durante las décadas en que esa práctica se normalizó?

Mirando en retrospectiva mi vida puedo decirte que hasta entrar en la universidad nunca tuve ninguna inquietud por lo que ocurría en mi país. Me concentraba en mis estudios, era muy aplicada y quería complacer a mis padres que veían en mí un futuro prometedor. También me sentía agradecida con mis hermanos mayores que comenzaron a trabajar muy temprano y me protegieron para que yo pudiera seguir con mis sueños de superación. La hermana que me antecedía en edad comenzó su vida laboral con 14 años; gracias también a ella yo llegué a ser la primera profesional de nivel superior de mi familia.

Pero la universidad representó un cambio total en mi existencia. Desde muy pronto supe que tenía que integrarme a un grupo, a un colectivo y que había que hacer lo que estaba estipulado, es decir, participar activamente en la construcción de un nuevo país. Y en ese colectivo de jóvenes entusiastas y dispuestos al sacrificio comencé a sentir la esperanza y la confianza de que lograríamos un país mejor.

Viaje de Moscú a La Habana con Julio Llópiz Yurell y Jesús Alpízar, 1975. Foto: Cortesía de la entrevistada
Viaje de Moscú a La Habana con Julio Llópiz Yurell y Jesús Alpízar, 1975. Foto: Cortesía de la entrevistada

Imbuida del júbilo de mis compañeros sentí que todo lo que estábamos haciendo era por el bien de nuestro futuro, de nuestros hijos. Comencé a tener confianza en un líder que decía traer en el corazón las enseñanzas del Maestro y pensé que hacíamos lo correcto al aceptar que nuestros enemigos eran los que, de alguna forma, no creían en el proyecto que teníamos ante nosotros. Me convencí de que la Revolución había triunfado para ayudar a los humildes y que sus logros beneficiarían a todos. Me sentía, además, muy orgullosa de pertenecer a un pueblo que luchaba por ser dueño de su destino y que se enfrentaba al gobierno más poderoso del Mundo: los Estados Unidos de América.

A fuerza de ser honesta puedo decir que fui una más en una masa adoctrinada que se dejó llevar por un líder carismático que nos convenció de que estábamos haciendo las cosas a nuestra manera, aunque en realidad las estábamos haciendo a la suya. No fue el miedo o el oportunismo lo que me guiaba, era la convicción de que lo que hacía era lo correcto. Y entre tantos compañeros maravillosos me sentía útil y feliz.

Una vez graduada empecé una participación política mayor. Al año fui aceptada en la Unión de Jóvenes Comunistas, luego pasé al Partido Comunista de Cuba; tuve cargos sindicales, partidistas e institucionales a nivel de Facultad. Fui una modesta protagonista del proceso, para decirlo con mis palabras.

A partir de la década de 1980 creo que yo empecé a decepcionarme poco a poco de Fidel y de la Revolución. Fue algo lento, lo reconozco. Resulta bastante difícil, para quien no vivió esa época, comprender cabalmente lo que pasaba por la mente y el corazón de algunas personas. Yo creo que nunca he sido fanática de nada, eso me ayudó a comprender que los diferentes errores que fueron sucediéndose a lo largo de los años eran responsabilidad de un dirigente que se iba acostumbrando al poder absoluto.

Y una vez que comienza el desplome del campo socialista, en los albores de la década del 90, ya no tuve más dudas de que el sistema que nos habían vendido como el mejor de la historia era simplemente otra “puesta en escena”.

Y entonces me acostumbré a callar para no buscarme problemas, tratando de convencerme de que protestar o disentir de alguna forma era hacerle el juego al enemigo. Luego llegó el miedo, ese miedo que le inculcamos a nuestros hijos pidiéndoles que también callaran.

Después vendría el horror de conocer tantas historias ocultas, el desencanto de haber entregado la vida entera a una mentira, la tristeza de comprender lo equivocados que estuvimos.

Me despertaste una gran simpatía el día que le pregunté a tu hijo Julito, en un comentario de Facebook, y me respondió que la persona que lo acompañaba en la foto era su mamá. La energía que transmitían, además del encabezado de la publicación, los hacía ver como amigos elegidos a voluntad. ¿Cómo piensas que has contribuido en la formación humanista de tus hijos, y luego, de vuelta, cómo ves la retroalimentación generacional que ellos te aportan?

El mayor logro en mi vida son mis hijos. Y lo digo con inmenso orgullo. A pesar de las circunstancias en las que crecieron, a pesar del miedo que yo sentía de que se metieran en problemas, logré que se hicieran independientes y pensaran con cabeza propia.

Con mis dos hijos siempre he tenido una relación de amistad, más que de madre. No nos hemos ocultado nunca nada, nos hemos respetado mucho siempre. Creo que los obstáculos que tuvimos que enfrentar como familia, con muchas dificultades económicas, con el sentimiento de que prácticamente nos teníamos solo a nosotros tres, pues me divorcié siendo ellos pequeños y los saqué adelante con mucho sacrificio compartido, nos unió de una manera especial.

Yo tuve una educación cristiana y humanista en mi hogar y esas enseñanzas prevalecieron siempre en mí. Los valores de responsabilidad, honestidad, respeto, justicia, lealtad, bondad siempre estuvieron presentes en mis reflexiones con mis hijos. Nunca les impuse nada, los incentivé a buscar sus propios caminos, y me preocupé porque fueran dignos y decentes y creo que logré, ni siquiera sé muy bien cómo, que aprendieran a defender sus criterios sin intolerancia y sin arrogancia. Les enseñé que la humildad no siempre es sinónimo de sumisión, ni está reñida con la valentía y el decoro.

Visita a la finca Orbeta, 2014. Foto: Cortesía de la entrevistada
Visita a la finca Orbeta, 2014. Foto: Cortesía de la entrevistada

Ellos también me ayudaron mucho a despertar, a entender que me había equivocado. Sin dejarse adoctrinar ciegamente y con ideas muy claras sobre la realidad que vivían, fueron siempre muy críticos y no titubeaban para enfrentarse a mis criterios, al principio más moderados. Con sus análisis certeros fui comprendiendo que el sueño de alcanzar un futuro mejor para Cuba había sido una total falacia.

Sobre todo con mi hijo Julio, desde que él era muy joven, mantuve discusiones muy interesantes sobre la realidad cubana y la responsabilidad de mi generación en lo que ocurría. No siempre estábamos de acuerdo, pero siempre respetamos los puntos de vista de cada cual.

Sé que cargaré con la culpa de mi generación, que algunos consideran imperdonable. Lo entiendo y lo acepto. La historia es una gata que siempre cae de pie, como me gusta decir, parafraseando a Eliseo “Lichi” Alberto, el autor de ese formidable libro “Informe contra mí mismo”. Ella se encargará de juzgarnos, a todos. Pero el orgullo de haber educado a dos hijos dignos y honestos, en medio de unas circunstancias tan complejas, eso no me lo puede quitar nadie.

Ya me adelantabas algo con relación al asunto que te quiero tratar, pero quisiera ser más incisivo. ¿Puedes discernir un punto de inflexión específico en tu pensamiento, en el que se hizo irreversible dejar de apoyar un fenómeno sociopolítico asumido durante años? ¿Fue como una rama que se parte, o en tu caso hubo una evolución gradual a lo largo del tiempo?

No creo que una pueda cambiar su pensamiento de repente o con un suceso en específico. Al menos en mi caso nunca ha sido así, en ninguna circunstancia. Tampoco fue así con mi despertar sociopolítico.

Por supuesto que hubo acontecimientos muy importantes a lo largo de estos más de 60 años que me ayudaron en mi evolución. Estoy convencida de que mi perenne contacto con las nuevas generaciones y sus inquietudes jugaron un papel fundamental en la forma en que fueron cambiando mis ideas sobre un proyecto que al principio creí bueno y verdadero y que luego fui comprobando cuánto de mentira y de manipulación tenía.

Muchos de mis estudiantes, aquellos que tenían la suficiente confianza como para intercambiar sus ideas conmigo, me forzaron a ver la realidad con otros ojos más críticos. Eran conversaciones que me esclarecían muchas cosas, pero que también me estremecían y de alguna forma removían mi conciencia.

Hay sucesos que me marcaron en su momento, aunque tal vez solo pude colocarlos en su justo lugar pasado un tiempo. Recuerdo, por ejemplo, la actitud digna y valiente de un estudiante durante una asamblea estudiantil que se opuso a integrar las Brigadas de Respuesta Rápida (BRR), a inicios de los años 90, y las comparó con las SA o “las camisas pardas” creadas por el Partido Nazi de Hitler. En esa misma década vi la desilusión de tantos jóvenes profesionales que optaron por emigrar, dejando atrás familia, amistades, sueños, por cambiar de una labor que disfrutaban para algo mejor remunerado.

Inés Casal y sus hijos Laura Llopiz y Julio Llopiz en 2017 y en 2020 respectivamente.
Inés Casal y sus hijos Laura Llopiz y Julio Llopiz en 2017 y en 2020 respectivamente.

Ahora es difícil de entender, con tanta información a la que podemos acceder a través de Internet y las redes sociales, lo que significó estar ciegos a todo lo que se publicaba fuera del país o incluso dentro, pero de forma clandestina; por algo siempre nos fue negada esa posibilidad. Durante mucho tiempo estuve sumergida en una especie de burbuja, como le solía llamar un amigo a la Universidad de La Habana, donde el trabajo ocupaba un lugar primordial en mi vida. Pero una vez que accedí a las primeras informaciones contrarias a las que conocía hasta el momento, a través de artículos, de libros, de historias, de testimonios, de anécdotas ya me fue imposible dejar de seguir buscando la verdad.

Después vinieron los hechos que me marcaron desde el punto de vista personal, me refiero a los acontecimientos acaecidos con el Movimiento San Isidro, la sentada del 27N, la campaña difamatoria contra los jóvenes que pedían el cese de la represión y libertad de expresión, entre los cuales estaba mi hijo. Si tuviera que hablar de un punto de inflexión tal vez sería ese, el momento en el que supe que yo también era culpable de aquello que estaba sucediendo y solo me quedaba un camino: no quedarme callada nunca más.

En fecha relativamente reciente, supe a través de las redes que habías aportado tu grano de arena a un libro testimonial sobre el hecho descorazonador de arribar a la tercera edad en la Cuba contemporánea. ¿De qué se trata específicamente ese proyecto? ¿Cómo percibes el fenómeno, desde tu generación, al ver volar por los aires el guion de una nación con un futuro prometedor?

A mediados del año 2021 surge el proyecto Cuido 60, Observatorio sobre el Envejecimiento, Cuidados y Derechos en Cuba, bajo la dirección ejecutiva de su gestora Elaine Acosta González y con la colaboración de Cuban Research Institute de la Universidad Internacional de Florida y de la Fundación 4 Métrica de Colombia.

Elaine Acosta González, socióloga e investigadora cubana ha manifestado que “Cuido60 pretende convertirse en una iniciativa que informe y sensibilice sobre el respeto al derecho a una vejez digna y mapee la oferta de servicios de cuidados dirigidos a este segmento de población”. Ella ha llevado este proyecto de forma magistral y ha logrado promover un debate público que está ayudando a documentar y sensibilizar sobre las vulneraciones de los derechos de las personas mayores y sus cuidadores.

En agosto de 2021 Elaine me contactó para pedirme una colaboración para su blog. Me conocía solo por las redes y me dijo que pensaba que yo podría escribir algo importante sobre el tema por pertenecer precisamente a una generación que entregó tanto a un proceso revolucionario esperanzador y luego fallido. Me sentí abrumada y honrada a la vez, no creía que yo podía tener tal protagonismo; luego lo consulté con mis dos hijos y ambos consideraron que, si lo deseaba, yo podía dejar testimonio de cuánto había significado para mí el desengaño que me acompañaba hacía varios años. Acepté el reto y escribí algo que titulé “La vejez que nunca esperamos”. Con este texto y varias fotos que envié, Cuido60 salió a las redes. Fue, en verdad, algo de lo que me siento orgullosa porque sentí que había vencido finalmente el miedo a enfrentarme a mi propia realidad.

Luego participé en un Concurso convocado por Cuido60 con una narración que me recordaba algunas experiencias personales y que llamé “Esperanza”. Este cuento y el texto que le había enviado anteriormente a Elaine fueron publicados recientemente en un libro testimonial que recoge fotografías, ensayos, cuentos y testimonios sobre la vejez en Cuba. Tengo el inmenso honor de que el titulo del libro es precisamente el nombre que le di a mi primer escrito para este proyecto.

En 2023. Foto: Cortesía de la entrevistada
En 2023. Foto: Cortesía de la entrevistada

En cuanto a cómo yo percibo el fenómeno de la vejez en Cuba, te lo describo con unos párrafos de mi primera colaboración con Cuido60:

“Pero, para mí, la verdadera aflicción de haber llegado a la vejez en nuestra Patria tiene otro componente no material y mucho más doloroso:

  • Si al final de una vida llena de trabajo y sacrificio tenemos que recurrir al apoyo de nuestros hijos para subsistir (estén dentro o fuera del país), queramos reconocerlo o no, sentimos vergüenza y bochorno.
  • Cuando vamos en contra de nuestros más sinceros principios de honradez y decoro y le pedimos a nuestros hijos y a nuestros nietos que callen su manera de pensar para que no se busquen problemas o no nos lo busquen a nosotros, yendo incluso en contra de lo que les hemos enseñado a lo largo de sus vidas, nos sentimos hipócritas e indignos.
  • Cuando no podemos dejar de pensar en la felicidad y la salud de los hijos que se encuentran lejos, nos hundimos en la soledad y la desesperación.
  • Y cuando vivimos con el alma en la garganta pensando en lo vulnerables que son nuestros hijos solo por ser honestos y hablar sin hipocresía, sentimos un dolor inimaginable, mezcla de culpa y decepción.”

Con miras al futuro, teniendo tú hijos y nietos, ¿a qué crees que podríamos aspirar las cubanas y cubanos desde las condiciones que nos atenazan actualmente? Luego de haber vivido con intensidad la probabilidad de un proyecto de país, ¿consideras que se puede salvar algo de este paréntesis histórico que hemos experimentado en las últimas seis décadas?

La realidad cubana actual es tan compleja que me resulta imposible prever qué pasará y cómo en un futuro cercano. Es cierto que no se ha logrado una verdadera unidad entre los cubanos que desean terminar de una vez por todas con esta pesadilla que ya dura demasiado, pero también no podemos olvidar que la tremenda represión a la que estamos sometidos impide que esa unión se concrete. Por otro lado, existe una buena parte del mundo que sigue siendo engañada por una propaganda muy bien estructurada desde el estado y que es apoyada por muchos oportunistas desde el exterior.

A mí la actualidad cubana me sobrecoge. No se trata solo de pensar en las dificultades económicas que nos aplastan, o en la destrucción de un país completo, o en la miseria que se agiganta cada día que pasa.

Se trata de la tremenda pérdida de valores que nos corroe como sociedad, de la indolencia y la indiferencia de muchos ante el sufrimiento ajeno, del oportunismo de seguir viviendo en una zona de confort mientras un pueblo se desangra lenta y literalmente. De no sentir ninguna responsabilidad ante el sufrimiento de los demás: de los niños sin esperanzas, de las madres desesperadas, de los ancianos sin deseos de vivir, de las familias de tantos cubanos asesinados, presos, torturados. Se trata de no entender que pudimos haber estado ciegos, de haber sentido miedo, pero que ya hoy, ahora, no podemos virar la cara, fingir que no vemos. A menos que no nos importe el juicio de nuestros descendientes.

Resumiendo, yo no logro visualizar el fin de esta dictadura de seis décadas. Pero hay algo que no me pueden quitar y es la seguridad, más que la esperanza, de que ese momento llegará.

En cuanto a lo que salvaría de este paréntesis que parece eterno, tal vez me haya convertido en alguien demasiado escéptica, pero cada vez veo más desaciertos y fracasos que logros en la sociedad cubana. Yo rogaría porque esta “experiencia” sirva de recuerdo para erradicar de una vez por todas cualquier atisbo de totalitarismo en el futuro de Cuba.

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