Madres cubanas, la vida cotidiana detrás de la Revolución

Comida, salud, trabajo, burocracia, militancia y persecución: los grandes temas de Cuba se hacen carne en las vidas de Estrella, Gilda, Eva y Bárbara.

Ilustración de altar con fotos de las cuatro protagonistas de este texto y otros elementos alusivos a la realidad diaria de una mujer cubana
Ilustraciones de Rocío Frigerio

Estrella 1

«Cargar comida distante. Criar cerdos. Zapatear los campos en busca de rastrojos de viandas. En eso se va su juventud. Su vida. Mi hermano y yo tenemos que comer.»

A mediados de los ‘90, en la Isla casi todo huele a derrumbe. Una noche, Estrella, mi madre, viaja de Bahía Honda, actual provincia Artemisa, a la carretera de La Coloma, en Pinar del Río, en un transporte escolar, de los pocos que se mantuvieron circulando en la casi opción cero de combustible. Con ella, dos grandes maletines y un pequeño cerdo amarrado con una cuerda. Cuando se baja, los 500 metros que la separan de la carretera a la casa se tornan kilómetros. Avanza un poco un maletín y deja el cerdo amarrado cerca. Regresa, busca al cerdo y deja el segundo maletín. Así, por tramos, hasta llegar a la casa de madera y techo de cartón en que vivíamos, en plena madrugada. Cargar comida distante. Criar cerdos. Zapatear los campos en busca de rastrojos de viandas. En eso se va su juventud. Su vida. Mi hermano y yo tenemos que comer.

Era trigueña, bajita, envuelta en carnes sin ser gorda (aunque tampoco tenía curvas delineadas); y con ojos pícaros que lo decían todo. Así la tengo en la mente hasta comenzar a tomar fármacos para los nervios, en 2009, una recta de once años que la fue apagando sin vuelta atrás.

No sabía bailar, pero bailaba. Le encantaba la música, la románticamente cursi, incluidas lloronas canciones mexicanas. Odiaba y amaba, a intervalos, su pelo crespo; siempre tuvo muy escaso vestuario, pero lo mantenía limpio y sin roturas visibles. El carácter no podía ser más enrevesado y voluntarioso: terquedad de mula y fuerza de bueyes impuesta chancleta en mano. Apenas llegó hasta el onceno grado del preuniversitario. No le gustaba estudiar. Ni leer. Ni podía fijarse en un programa de televisión por más de 20 minutos. Su compulsiva necesidad de fumar, que poco a poco fue demoliéndole los pulmones, le impedían estarse quieta.

Con solo dieciocho años se convirtió en madre. Mi madre. Cuatro años después tuvo a mi hermano Humberto. Prematuro sietemesino, asmático con doce ingresos en los primeros años de vida y tres veces llevado a salones de operaciones antes de arribar a la adolescencia. Ella quería seguir pariendo; pero este segundo hijo enfermizo la hizo conseguir la orden para una ligadura de trompas. En aquel momento, ironías de la vida, tuvo que fingir un trastorno mental para que la autorizaran.

La calle se llama Libertad, y tiene tantos huecos que parece una alegoría macabra de lo que cuesta ser libre. Dejando la Calzada de Managua, en Mantilla, Arroyo Naranjo, La Habana, son cuatro cuadras loma abajo. Allá en el fondo, en un interior con el número 180, me espera Eva. Es 7 de diciembre: jornada de homenaje a los mártires.

Catorce años tenía Eva Pelegrín Pozo cuando vio, por primera vez, el rostro de la muerte. Era de cuero, con forma de vaina de machete, y caía una, dos, tres, mil veces sobre su cuerpecito delgado. Pero no gritó. Si acaso unos gemidos sordos. Alguna sílaba que se escapaba entre los dientes apretados.

Había cocinado más arroz congrí del que la extensa familia necesitaba ese día, y Medardo, su padre, típico cromañón de los campos cubanos, pensó que la chiquilla estaba derrochando comida en medio de la escasez. Tuvieron que quitársela de enfrente, porque si no, la mata.

Ese día, con el mismo arresto con que se subía a una caja de madera para alcanzar a la cocina, con la misma vocación con que cuidaba a los más pequeños de sus trece hermanos, decidió que se iría para siempre del bohío de yagua, guano y piso de tierra.

Se fugó con Bienvenido, el primo de su padre que había acordado ser su novio. Se casaron. Él pagó profesores particulares para que la nivelaran y pudiera presentarse a las pruebas de magisterio. Hicieron familia. Roberto, Rolando, Rodolfo: tres hijos. Y a la corta, tres muertes. El mismo día en que se fue el último, con apenas treinta años, apareció también sin vida, suicidado una semana antes, el cuerpo de Bienvenido.

Se le quiebra la voz y a los segundos la recupera. Eva, la primigenia que se ha sacado más de una vez su propia costilla de la regeneración, no sabe aún morir. Con catorce años salió de Báguanos, Holguín, en el oriente de Cuba, sin sospechar que el destino le tiraría, una y otra vez, a matar.

Esta mañana de diciembre de 2022 en que conversa conmigo no le tiemblan sus setenta y cuatro años. Hablamos por casi dos horas. Luego se disculpa porque el almuerzo que tenía preparado desde antes y esperaba listo para servir, no tiene pompa ni lujo. A mí sus frijoles sin nada me saben a gloria. A madre.

Gilda 1

«Gilda no había cumplido aún los catorce años, cuando convenció a sus padres para que la dejaran viajar de La Habana al batey del antiguo central Joronú (…) para enseñar a leer y escribir a guajiros analfabetos».

Espumosa y calentita. Llena de microbios, pero deliciosa. Así recuerda Gilda la leche que se tomaba en un jarro metálico grande, luego de que Medrano, uno de los campesinos que ella y otros brigadistas estaban alfabetizando, terminaba de ordeñar su vaca bien temprano en la mañana.

Era 1961. Gilda no había cumplido aún los catorce años, cuando convenció a sus padres para que la dejaran viajar de La Habana al batey del antiguo central Joronú en la cooperativa cañera Jesús Menéndez, municipio Esmeralda, Camagüey, a más de 500 kilómetros de la capital, para enseñar a leer y escribir a guajiros analfabetos. No había luz eléctrica, ni agua; la mayoría de los habitantes del lugar eran haitianos que vivían en los barracones de los antiguos esclavos, donde también tuvieron que pernoctar los alfabetizadores. Pero la muchacha y su hermana Miriam, un año menor, saboreaban la felicidad de la aventura.

Cargar agua de un pozo distante. Alisar la ropa con pesadas planchas de hierro luego de calentarlas al carbón. Resistir los insectos. Sembrar frijoles y maíz de forma voluntaria para ganar dinero y comprarles uniformes a los niños necesitados. Comer y dormir en casas perdidas de la manigua. Nada las hizo desistir.

Los campesinos del batey construyeron una escuelita de madera y techo de guano para que los brigadistas impartieran las clases cada noche. Gilda, Miriam, dos habaneras más y cuatro muchachos de Camagüey transmitían las primeras letras a los montunos.

Cincuenta años más tarde, en un concurso de memorias de La Campaña, Gilda evocará: «Entre las once personas que enseñé había un haitiano que tenía como nombre español Alfredo Pol Llaní. Pol, incluso, sobrepasó lo que estaba establecido y quiso que yo le enseñara ‘cuentas’. Así lo hice y él lo logró, era muy inteligente. Cada día me traía platanitos manzanos a la clase y no tenía palabras para agradecerme. Era un hombre que hablaba muy bajito, encantador, educado. Resulta que en las orientaciones metodológicas que recibimos estaba indicado que cuando un alumno aprendía a leer y escribir debíamos sugerirle que le escribiera una cartica de agradecimiento a Fidel, diciéndole lo que había significado haberlo logrado.

«Cada vez que yo intentaba que Pol hiciera la carta, siempre terminaba dándome, por escrito, las gracias a mí y no a Fidel. Recuerdo que me decía: ‘maiestra’ con el acento del patuá de su natal Haití. Al fin tuve que hacer una concesión y permitir que escribiera en la carta: ‘gracias a Fidel y a mi maiestra Gilda’«.

Bárbara 1

«Poco antes había muerto una de las criaturas; pero las otras tres salieron saludables. Todas mujeres. Lismari, Lisdani y Lisdiani las nombraron».

Demasiada barriga para tres meses, opinó la doctora. No veía proporción entre la bola del mundo que examinaba y el tiempo que la mamá decía llevar de embarazada. La mandó a hacer de inmediato un ultrasonido al hospital provincial de Villa Clara. No era asunto que pudieran solventar en el campestre municipio de Placetas.

¡Cuatro! Traía cuatro muchachos en el vientre, diagnosticó la prueba. Bárbara Isaac Rojas, de treinta y seis años y con tres hijos de partos anteriores, no atinó a otra cosa que llorar. Llorar y gritar. Llorar y preguntarse cómo podía ser aquello.

De inmediato la ingresaron. Estuvo cinco meses en el hospital materno. Aceptó la idea y se preparó para lo que vendría. Cinco días pasadas las treinta y seis semanas le hicieron la cesárea. Poco antes había muerto una de las criaturas; pero las otras tres salieron saludables. Todas mujeres. Lismari, Lisdani y Lisdiani las nombraron.

Recuerda Bárbara que hasta una nota periodística redactaron entonces sobre su caso. Junto con otras dos embarazadas que traían trillizos sumaban diez bebés para tres mujeres de la misma región, lo que de calle era noticia.

Una de las mayores de siete hermanos en un hogar muy pobre, Bárbara, sabía bien, desde chiquita, apretarse el cinto para sobrevivir. Su madre salía desde las cinco de la mañana a sembrar cogollos de caña. En la casita de campo la niña y su hermana mayor quedaban al cuidado de los pequeños.

Cuando cursaba la primaria, en quinto grado, por su somatotipo captaron a Bárbara para la Escuela Iniciación Deportiva (EIDE) Jorge Agostini, de Cienfuegos, en Atletismo. Con intermitencias siguió ese rumbo hasta que se graduó en la escuela Comandante Fajardo de Cultura Física, y comenzó a dar clases de esa disciplina en su municipio. Pero llegó el «Periodo Especial» en 1990 y en Cuba se produjo, literalmente, un apagón de todo. De golpe cayó más del setenta y cinco por ciento del comercio exterior de la Isla, que dependía del bloque socialista de Europa del Este. Y la vida, en todos los órdenes, se desplomó. Comenzó la crisis de la que treinta y tres años después no hemos salido.

De enseñar Educación Física pasó a vender cosas. Lo que apareciera. Ese oficio no reconocido que en Cuba empezó a ser llamado «merolico«. Finalmente, como la cuenta no daba, alternó también con el trabajo duro del campo. Hasta que se embarazó de cuatrillizos.

Por las niñas, no sin embrollos burocráticos, recibió Bárbara una casa y una pensión de cien pesos mensuales para las tres durante su primer año de vida. Eso, en tiempos en que un dólar equivalía a veinticinco pesos cubanos.

Cuando las trillizas aún no habían cumplido sus tres años, estando un día trabajando Bárbara como dependienta de gastronomía, sintió una punzada fuerte en el pecho. Los análisis médicos arrojaron que sufría una cardiopatía con inflamación de la válvula mitral del ventrículo izquierdo. Desde entonces no puede hacer el menor esfuerzo físico.

Estrella 2

«No sé por qué no puedo sentir dolor. Es que esos huesos no son ella, observa mi hermano, que tampoco derrama una lágrima».

Esto sí es un empaste bueno, de los de antes, dice uno de los sepultureros, mientras limpia con un cepillo maltrecho los restos de la mandíbula, para echarla en la chapucera caja de cemento que, con mucha imaginación, podríamos llamar osario. Ya acomodó el cráneo, las costillas, fémures, tibias, peronés, los huesillos de las manos, recogidos en las medias que previsoramente se le colocaron. 

—Ahora sé por qué hay que ponerles medias en las manos a los muertos —dice mi hermano, bajito.

El otro sepulturero, que ya conocíamos, dice que no había traído guantes, pero que igual, no importa. Y se agacha también a limpiar huesos para terminar rápido. Con la misma mano con que los saca del ataúd, y aparta los jirones de ropa, de vez en cuando se acomoda el tabaco o el sombrero

La madera del ataúd está casi podrida, por el agua que le han echado en los últimos cuatro meses. En eso consistía el «tratamiento» que darían al cadáver para que se descompusiera y pudiera hacerse la exhumación correspondiente a los dos años.

No sé en otros sitios, pero en Cuba son bastante puntuales para avisar a las familias de estas exhumaciones. No hay capacidad en los cementerios. Qué va a haber, si no hay viviendas para los vivos.

Son gentiles estos tipos. Hacen lo que pueden para luchar su propina. Con lo que ganan, en esta pincha que nadie quiere, en este país que nadie aguanta, difícilmente podrían vivir.

—La ventaja mía —bromea uno —es que yo trabajo aquí, y cuando termine mis días, me quedo aquí.

Nosotros medio que sonreímos, para seguirle la cuerda.

Después el otro, quizá para disculparse, nos pregunta:

—¿Y qué parentesco tenía ella con ustedes?

Nuestra madre —le digo.

Él baja la cabeza y sigue limpiando los huesos que faltan.

Cuando terminan, marcamos con crayolas y un plumón azul la caja de cemento y ellos la colocan encima de una columna de cajas similares en un depósito de mampostería sin puerta que, al menos, tiene buen techo de placa y, según ellos, no se moja.

No sé por qué no puedo sentir dolor. Es que esos huesos no son ella, observa mi hermano, que tampoco derrama una lágrima.

Le damos doscientos pesos a cada enterrador, las gracias, y nos vamos. Cementerio de mierda. País de mierda. Vida de mierda. Estrella. Se llamaba Estrella Lorenzo Alfonso. Hoy entiendo mejor que su oficio, y su único credo, con mil defectos, fue hacernos hombres.

Eva 2

«Cuando lo trajeron, rememora Eva, venía encuero, con una herida suturada en la barriga. Tenía treinta y ocho días de nacido».

Se pegaba con fuerza a la teta. Chupaba, chupaba. Y justo cuando parecía estar satisfecho, comenzaba a vomitarlo todo. Eva y Bienvenido se miraban con angustia sin poder hallar explicación lógica, médica o mística de lo que estaba sucediendo. Rolandito se iba secando por día. Como una pasa, me dice Eva.

Era su segundo hijo. Los médicos en el poblado rural de Banes, hasta donde alcanzaron sus conocimientos y recursos, lo trataron por infección en los riñones y otros supuestos males. Y persistieron con esa idea hasta que no hubo remedio. Murió con seis meses.

Años después, cuando Rodolfo, el tercer hijo de la pareja, comenzó con el mismo cuadro clínico, Eva y Bienvenido se fueron hasta el hospital provincial de Holguín, Vladimir Ilich Lenin. El médico que los recibió, a instancias de otro galeno amigo, parecía de todo menos un doctor. Sin bata blanca, enfundado en ropas de trabajo raídas y entripadas de agua, con un par de chancletas viejas, andaba limpiando ventanas y pasillos, como parte de una jornada de trabajo voluntario.

—¿Y este es el médico que tú dices nos va a salvar al niño? —preguntó Eva.

—Este es el hombre, confía en él —respondió Tomás, el amigo que los había llevado.

El doctor Vázquez, luego del saludo y de conocer por su colega los detalles generales del caso, firmó con las manos mojadas una orden de ingreso. Y les dijo que más tarde pasaría por la sala. Eran aproximadamente las tres p. m. Unas dos horas después llegó a la sala el especialista. Levantó al niño, le hizo un examen clínico completo y le ordenó a la enfermera a cargo una batería de análisis químicos de urgencia. «Esto es para ahora mismo», dijo y desapareció por una puerta lateral.

A las nueve de la noche volvieron a verlo.

—Mamá, vamos a llevar al niño al salón de operaciones. Hay que operarlo cuanto antes.

—Pero cómo va a ser, ¿ahora mismo?

—Ahora mismo.

Cuando lo trajeron, rememora Eva, venía encuero, con una herida suturada en la barriga. Tenía treinta y ocho días de nacido. El píloro de su niño estaba cerrado por una malformación, confirmó Vázquez. Pero ya lo resolvimos. Si es por mí, se va a hacer un hombre sin problemas. Una semana después estaban de alta.

Solo hubo un inconveniente, recuerda Silvia, hermana de Eva. Yo no sé si por el frío de aquel salón de operaciones tan pequeñito o porque ya iba a ser así, pero a Rodolfo le quedó un asma bronquial crónica que lo atormentaría de por vida.

Gilda 2

«Y mi hijo se preguntaba constantemente si papi nos encontraría».

No le dio siquiera un beso de despedida, de tan entusiasmado que estaba. A Gilda no le importó, comprendía y compartía su embullo. Era una misión. Una tarea de la Patria y el Internacionalismo. Así que lo dejó en el Comité Militar aquel día 6 de enero de 1978, y retornó a casa sin saber cuándo exactamente volvería a tener noticias suyas.

«Pasaron cuatro largos meses sin saber de él» recordará ella en sus memorias.[i]

«El día 4 de abril llegó su primera y raída carta con fecha 14 de febrero. […] No decía dónde estaba, pero en marzo se había conocido de la participación de los cubanos en la misión Protesta de Baraguá, en Etiopía, y yo estaba segura de que él estaba allí. Con el tiempo lo confirmé. Su estancia duró veintiséis meses y medio. Fue una época difícil y llena de momentos especiales. Vivía sola, tenía dos niños pequeños, era profesora, cursaba una maestría y era la secretaria general de un núcleo del Partido con más de cincuenta militantes…».

Le escribió una carta diaria. Le contaba, con la mayor alegría posible, las cosas que iban viviendo sus dos hijos y ella. Particularmente del Festival Internacional de la Juventud y los Estudiantes con sede en la Isla. Su hijo Ariel, de cinco años, le insistía: «dile esto, cuéntale aquello». «El entorno geográfico alrededor de nuestra casa cambió, se construyó una gran avenida donde antes había un terraplén; se hicieron salidas hacia la ciudad… Y mi hijo se preguntaba constantemente si papi nos encontraría».

En el año 79 Julián pudo hacerles llegar las primeras fotos desde Etiopía, donde ejercía como traductor de inglés y comprador de productos para el destacamento militar cubano. Era un rollito fotográfico que Gilda debía llevar a revelar. Cuando sacaron las imágenes, tuvo que sentarse en un banco del Parque Central en La Habana para intentar explicarles a sus dos hijos, que aquel, unas cincuenta libras más delgado, era su papá.

Ese mismo año, a la profesora le dieron un apartamento de microbrigadas, donde todavía viven. Resultó una fiesta pasar de un par de cubículos de albergue readaptados como vivienda en la universidad donde trabajaba, a una casa propia, aunque fuese en un quinto piso sin elevador.

El sábado 21 de marzo de 1980, Gilda impartió cuatro horas de clase en la mañana. Con ella en el aula sus dos hijos. De ahí pasaron fugazmente por la casa, a asearse, comer algo y continuar los tres para otra salida. La madre se estaba lavando la cara en el baño cuando tocaron a la puerta de la casa. Ariel se apresuró a abrir. Y tan rápido como abrió, tiró la puerta de nuevo.

—Ariel, ¿quién era?, preguntó Gilda alarmada. 

—Papi, mami, es papi

«Claro que no recuerdo bien lo que le dije a mi hijo. Su papá no volvió a tocar y yo fui corriendo a la puerta y la abrí», recordará la maestra. Aún no olvida los ojos inyectados de Julián. Cuando le pregunto a él por aquel instante, cuarenta y tres años después, solo atina a decir, casi sin voz: ¡Imagínate!

Al día siguiente, Gilda debía asistir a una asamblea estudiantil de la Facultad donde ella era secretaria general del Partido. Luego de más de dos años sin ver a su esposo, se debatió entre quedarse con él y faltar a la tarea partidista o asistir de todos modos a aquella.

«La familia nunca me perdonó, pero sé que Julián se sintió orgulloso».

Bárbara 2

«Bueno, la verdad es que a nosotros lo que nos agradó fue gritar. Solo tener la libertad de decir, de gritar, todo lo que pensamos…».

Eran pasadas las tres de la tarde del 11 de Julio de 2021. La conexión a Internet en la Isla era poco menos que imposible. El gobierno había cortado las comunicaciones para que no se siguieran propagando, como lo hicieron, las protestas populares. Libertad. Comida. No más apagones eléctricos. Fuera los dirigentes. Abajo la dictadura. Las demandas comenzaron a replicarse y a sacudir decenas de poblados desde que en la mañana estallara el foco rebelde en San Antonio de los Baños, pequeño municipio de Artemisa, al oeste de La Habana.

Bárbara y sus hijas Lisdiani y Lisdani estaban en casa de la tercera de las trillizas, Lismari, viendo una novela. Allí se enteraron, aun sin precisiones, de la «murumba» que tenía enrarecido el ambiente. Lismari se quedó en casa con su hijo de cuatro años (después, recogió también a su sobrinita de tres), mientras la mamá y sus dos hermanas decidieron irse para su propio hogar, a unas dos cuadras de distancia, en la misma calle.

Pero no llegaron a donde iban. El tumulto —gente vestida y semivestida, con y sin mascarilla, a pie, en bicicleta, en motorinas eléctricas; caminando, corriendo, saltando— les pasó por el lado. Se sumaron. Recuerdan que se sintieron felices.

«Miro una y otra vez los videos que han circulado sobre ese día en Placetas, especialmente los diez almacenados en el mapa interactivo del Proyecto Inventario, se observan cientos de personas colmando las calles. Las filmaciones, tan caóticas como podría esperarse de celulares en mano en una multitud agitada, dejan escuchar sin embargo consignas muy claras. Patria y vida (en alusión a una canción opositora convertida en himno). Díaz Canel singao. Agua no… Comida y medicinas. El pueblo unido, jamás será vencido. Yo soy Fidel. Son ladrones. Abajo Fidel. Libertad, libertad. Oe policía, pinga. Vividores, vividores. Oe policía pinga que tú no va hacer ná. La vacuna, la vacuna. Viva Fidel. Coño e tu madre. Chivatón. Ya Placetas no tiene miedo…»

Ese mismo día en la mañana, Francisco Durán, director nacional de Epidemiología del Ministerio de Salud Pública (Minsap), había informado en televisión que Cuba había acumulado en la jornada anterior 6923 casos positivos a la COVID-19 y 47 fallecidos, la cifra más alta de muertes desde el inicio pandémico.

El proceso de vacunación masiva había comenzado en el mes de mayo, por lo que la efectividad de la inmunización aún demoraba. Y el Gobierno, que no dejó de invertir cifras millonarias en la construcción de hoteles durante la pandemia, se había negado a comprar vacunas extranjeras ya aprobadas como las chinas o las rusas. Apostó todas las fichas a la producción nacional.

Desde su casa, río humano mediante, la madre y las mellizas caminaron más de un kilómetro. Pasaron por el parque del poblado, por la estación de policía, por la sede del Partido, por todos los lugares donde se concentró la muchedumbre. Estaba “prendío” esto de gente. Había más de medio pueblo gritando, recuerda Bárbara.

—¿Las reprimieron?

—No. Ellos lo que querían era que la gente se parara. Pero la gente siguió caminando. To’ el mundo gritando. Ahí no había nadie callado.

—¿Y qué pensaron? ¿Creyeron que ahora sí cambiaban las cosas?

—Bueno, la verdad es que a nosotros lo que nos agradó fue gritar. Solo tener la libertad de decir, de gritar, todo lo que pensamos… Fue como una cosa que tú has aguantado y aguantado y llega el momento en que tú dices: «voy a explotar, voy a hablar». Eso mismo pasó.

Lismari recuerda que comenzó a asustarse al día siguiente cuando a una vecina suya, que también había estado en la manifestación, la llevaron presa. Pero aún guardaba la confianza en que a sus hermanas y su mamá no les pasaría. Tendrían que meter preso a medio pueblo, se tranquilizaba.

A las dos de la madrugada del día 13, dos días después del «terremoto» y aún sintiéndose «réplicas» en varios puntos de Cuba, tocaron a la puerta de la casa de Bárbara. Era el Delegado de la Policía en el municipio y dos agentes de la Seguridad (Policía política). Que las mellizas los acompañaran. Y las mellizas que estas no son horas de venir a llevarse a nadie preso. Con qué objetivo a esa hora si podían hacerlo de día. De ninguna forma. Que vinieran al otro día, que si hacía falta ellas iban.

Dos días más tarde, el 15, vinieron a plena luz, sin citación oficial, dos agentes de la Seguridad. Dice el Delegado que vayan tus hijas y tú a la policía. El que no la debe, no la teme. Vamos pa’ allá. Una vez en la sede policial, el Delegado le dijo a Bárbara:

—Y Usted, Mamá, váyase para su casa y búsqueles bastante ropa interior y aseo a sus hijas, que se van a demorar.

Estrella 3

«El jarrito de aluminio con leche le iluminó los ojos. Y se la tomó, como gustaba hacerlo, remojando un trozo de pan viejo en ella».

Miriam, una vecina tan servicial como bien informada de todo cuanto ocurre en el barrio, llegó a la casa y, como era su costumbre, pasó hasta la cocina. Les traje este poquito de leche para Estrella, me dijo. Mi madre llevaba una semana casi sin apetito, con signos extraños como ciertas incoherencias en su discurso, que en principio atribuimos a los psicofármacos. Mi hermano y yo —amigos médicos mediante— habíamos resuelto varios exámenes para ella: desde algunos químicos de rutina hasta una Tomografía Axial Computarizada (TAC), para descartar accidentes cerebrovasculares. La habían visto su psiquiatra, un neurocirujano y dos endocrinólogos. Pero no se daba con lo que tenía, aparte de sus ya crónicos trastorno bipolar, hipotiroidismo, gastritis y enfisema pulmonar.

El jarrito de aluminio con leche le iluminó los ojos. Y se la tomó, como gustaba hacerlo, remojando un trozo de pan viejo en ella. Fue lo último que comió. Era 7 de julio de 2020. En la mañana siguiente varios paros respiratorios apagaron sus cincuentaicinco años.

La leche y sus derivados, desde hace al menos treinta y tres años, es una angustia perenne en Cuba. No hay leche, ni yogurt, ni mantequilla, ni helado accesible a los comunes mortales.

El 26 de julio de 2007, el recién estrenado Presidente Raúl Castro dijo en un discurso que debíamos producir suficiente leche para que todos los cubanos —y no solo los niños hasta los siete años— se tomaran un vaso en la mañana. En la retransmisión televisiva de sus palabras —ese mismo día— desapareció ese «osado» fragmento. Cosa que solo él o su entonces convaleciente hermano Fidel, podrían haber ordenado.

Otra fuente constante de angustias para las amas de casa, que son las que cocinan los alimentos, es el medio de cocción para lograrlo.

Nuestra casa de madera en la carretera a La Coloma estuvo varias veces en peligro de quemarse cuando a mi madre se le incendiaba el fogón píker, de queroseno, después de que le metía desde petróleo requemado hasta cualquier otro invento para que encendiera.

Durante los ‘90, hasta esos buchitos de petróleo se convirtieron en un lujo. Y se dejaban, casi exclusivamente, para encender la leña en el rústico fogón del patio. Tizne y humo. Calderos negrísimos. Y, por momentos, en la olla solo un sopón con más agua que chícharos para mi hermano, ella y yo. Nos dejaba comer antes. Como siempre he sido un tragón, comía a hartarme. Ella, después lo sabríamos, se acostaba muchas veces sin probar bocado. Muerta de hambre.

Sin embargo, en aquel entonces nada podía apagar por demasiado tiempo su sonrisa. Uno de mis mejores recuerdos consiste en verla armar una expedición a la playa. Mi hermano y yo en una bicicleta y ella en la otra, con una caja plástica amarrada en la parrilla. Algún refresco (más agua con azúcar que otra cosa), arroz con algo, par de panes de la bodega (cuota normada tan infame como imprescindible), y a rodar veintiséis kilómetros.

Las Canas, medio fangosa y llena de sargazos, era de todo menos una playa acogedora. Pero a nosotros —con once o doce años yo, mi hermano cuatro menos— siempre nos lució el paraíso

Eva 3

«El 20 de septiembre anterior, un doctor (…) le había mostrado a Eva, en un grueso libro de ciencias médicas, la enfermedad de su hijo».

La casa, aún con sus dos pisos resultó pequeña el 13 de enero de 1982. Roberto cumplía dieciséis años y había pedido como regalo una fiesta con su familia y sus amigos de la escuela. Música desde temprano. Carne de puerco. Bailes. Bebidas. El batallón de tíos, primos, amigos, vecinos. Gozando, cantando, comiendo.

Y él, aunque tenía una pierna enyesada también cantó, bailó. A veces de pie, a veces en cama. Pero disfrutando a tope, como si supiera lo que nadie de los presentes le iba a decir nunca: que ese era su último cumpleaños.

El 20 de septiembre anterior, un doctor del hospital habanero otrora nombrado La Dependiente (hoy Clínico Quirúrgico Diez de Octubre) le había mostrado a Eva, en un grueso libro de ciencias médicas, la enfermedad de su hijo. Un tipo de cáncer para el que en ese momento, al menos en Cuba, no había ningún tratamiento efectivo.

«El médico lloraba tanto como yo», recuerda ella.

Tres meses. Ese fue el pronóstico del especialista. Y ya estaban, aquel 13 de enero, en tiempo extra. El día 28 murió.

Rodolfo, su hijo más pequeño, y el único que le quedaba, no podía entender con sus doce años lo que había sucedido. Eva suponía que ella sí. Como a la semana de la muerte fueron al cementerio. El niño quería levantar la losa para ver a su hermano. De allí tuvieron que sacarlos para un ingreso en el Hospital Psiquiátrico de La Habana. Dos meses. Hasta que una de las psiquiatras que atendía a Eva le habló con total dureza: Está bueno ya: Usted lo que quiere es que su otro hijo se muera también. ¿Pero cómo usted va a decir eso, doctora?, respondió la mujer medio aturdida. Entonces lo comprendió todo. Y decidió, por su pequeño, retornar a la casa. A la vida.

Maestra, técnico en explotación ferroviaria y, finalmente, cocinera en la Refinería de petróleo Ñico López, de La Habana, Eva se entregó a su trabajo, al cuidado de su hijo y esposo. Al hogar.

Cuando Rodolfo cumplió los dieciséis años, pretendieron enviarlo a la guerra en Angola. Eva se movilizó y presentó todos los certificados médicos de su asma, para evitar que se lo llevaran. Más de 2000 cubanos murieron en África, en las misiones de colaboración internacionalista.

Rodolfo se hizo mecánico y chofer. Comenzó a trabajar, primero con su padre y luego solo al volante de un camión. Fundó familia. Cuando tenía veintiocho años fue padre de Evelyn. 

Dos años después, un brutal ataque de asma se lo llevó adonde la madre ya no pudo rescatarlo. Eva enterró al tercer hijo. Le costó levantarse. Pero lo hizo. Crió a Evelyn luego de que su madre se la dejara. Ahora disfruta a Darién y Daiker, sus bisnietos.

Eva es empleada doméstica o niñera sin contrato fijo en su barrio y otros de la ciudad. Con los menos de 2000 pesos que gana de jubilación, apenas podría comprarse un litro de aceite vegetal o una bandeja de huevos en la Cuba de ahora mismo.

Gilda 3

«La Cuba que yo imaginé no es la que tenemos, por supuesto. Yo la imaginé grandiosa, un país hermoso, no rico, pero sí confortable, donde uno se sintiera muy bien viviendo».

En la CUJAE, la universidad tecnológica más importante de Cuba, Gilda ha sido de todo. Desde estudiante y trabajadora voluntaria en brigadas de construcción, hasta vicerrectora y Doctora Honoris Causa. Sin embargo, cuando nos entrevistamos por primera vez en febrero de 2023, la computadora de su oficina llevaba más de veinte días rota. Tenía una prestada, pero no le funcionaba el correo electrónico.

Para ella, cada etapa de su vida va ligada a sucesos o circunstancias políticas de la Revolución cubana, a tareas de militante. Si habla de su noviazgo con Julián, con quien lleva más de cincuentaicinco años de matrimonio, aclara que se conocieron en una reunión de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES). Si menciona su primer embarazo, evoca que lo supo en plena Zafra de los Diez Millones (la misión más descomunal y finalmente desastrosa a la que se ha movilizado al pueblo de la Isla); si recuerda su segundo parto vuelve a su memoria el día en que Salvador Allende habló en la Plaza de la Revolución. Tal encuentro familiar, después de un trabajo voluntario. Mascual alegría, luego de un discurso de Fidel. Su operación de un quiste, el día en que falleció el Comandante en Jefe… De tal suerte que para esta mujer la construcción del socialismo (sea lo que sea que eso signifique a estas alturas) y la construcción de un hogar están inextricablemente unidos.

En la década del ‘90, Gilda dirigió el Partido en la CUJAE. Bajo su mando se hicieron planes de contingencia para seguir las clases en los túneles si llegaba una esperada invasión enemiga; para continuarlas sin luz eléctrica si sobrevenía el cero absoluto del combustible; para impartirlas a distancia, si no podían congregarse los alumnos. De todas las formas posibles. Sus memorias evocan aquellos días:

«Vi adelgazar a nuestros profesores y estudiantes que venían en bicicleta desde Alamar. Caimito, Punta Brava. Un vicerrector de mucho prestigio explicaba cómo se hacía el bistec de cáscara de plátano. Otro profesor, al que le decíamos “Silvio el gordo”, no abandonó su gordura durante este periodo. Silvio explicó en una Asamblea del Partido cómo mantenía esas libras de más. Elaboraba ‘batidos’ con nabos y cabezas de pescado para desayunar. A los demás participantes en la Asamblea se nos revolvía el estómago pero él era feliz porque había encontrado la forma de no morirse de hambre. La CUJAE perdió su nombre: en el comedor se comían croquetas de vegetales, arroz con vegetales, hasta se elaboraba dulce de vegetales… a tal punto que comenzó a llamarse “COLJAE”.

—La Cuba que yo imaginé no es la que tenemos, por supuesto. Yo la imaginé grandiosa, un país hermoso, no rico, pero sí confortable, donde uno se sintiera muy bien viviendo.

Y me explica muchos factores que han incidido en esta disonancia. Los errores internos, el bloqueo norteamericano, la inversión inmensa del país en formar universitarios y brindar asistencia social, sin tener en cuenta que el dinero no cae del cielo, sino que hay que producirlo.

—¿Y nunca has sentido el impulso de decir: no, hasta aquí llegué con la dirección de este proceso; voy a seguir siendo revolucionaria, pero no comulgo con ellos?

—No.

Bárbara 3

«Lisdiani y Lisdani tienen, como se dice en Cuba, la boca dura. Dicen lo que piensan. Aunque para el Código Penal cubano eso se traduzca en atentado, vandalismo, propagación de epidemias y desorden público».

¿Abuelita, dónde está mamá?, pregunta Nazli, y Bárbara le repite el mismo cuento: está trabajando en la fábrica de galletas con tía Dani para traerte golosinas. Muchas veces, después de una de esas preguntas, la abuela sale disimuladamente, compra alguna chuchería y se la regala a la niña como enviada por su mamá.

Ya Nazli, de cinco años, ha visitado muchas veces esa extraña fábrica de galletas. El momento más duro, cuenta Lismari, la otra tía, es cuando tienen que despedirse. ¿Por qué la mamá y la tía no pueden irse con ellas a casa? ¿Por qué entonces ella no puede quedarse a dormir allí, con ellas, en la fábrica? Pero luego de la pataleta llega el momentáneo olvido. Los niños siempre tienen muchas cosas en qué entretenerse. Cómo y cuándo decirle a la pequeña que dicha industria galletera se llama Guamajal y es una cárcel para mujeres de Villa Clara.

Diez años de privación de libertad pidió la Fiscalía municipal de Placetas para las hermanas Rodríguez Isaac, que apenas tenían veintitrés al momento de celebrarse el juicio, en diciembre de 2021. También fueron procesados otros catorce manifestantes de del 11J. Ninguno, según lo reportado, se arrepintió o pidió clemencia por lo hecho, simplemente ratificaron su derecho a exigir lo que exigieron. Sin violencia, sin romper inmuebles, sin golpear a nadie. La de las mellizas resultó a la postre la condena más alta: ocho años, ratificados en la apelación. Por lo que cuenta su madre, su hermana y otros testimonios en redes, creo comprender el porqué. Lisdiani y Lisdani tienen, como se dice en Cuba, la boca dura. Dicen lo que piensan. Aunque para el Código Penal cubano eso se traduzca en atentado, vandalismo, propagación de epidemias y desorden público.

Tanto Bárbara como Lismari narran que en todo este tiempo a ellas no les han entregado documentación del caso. Ni sentencias, ni resultado de apelación. Que los papeles están para La Habana, que no han llegado, que después se los darán. Dicen los abogados, los jueces, los responsables de la prisión. Dicen, es decir, callan. Arrestos domiciliarios, interrogatorios, hostigamientos de diversa índole se realizan desde hace mucho en la Isla sin que medien documentos legales. En Cuba hay más de 1000 prisioneros políticos, según han documentado medios periodísticos independientes y organismos de derechos humanos.


[i] Crónicas a destiempo, libro inédito de memorias de Gilda Vega Cruz, facilitado por ella al autor. 22/06/23.

Este texto, tomado de Anfibia, se trabajó en el Laboratorio de No Ficción Creativa llevado adelante por Revista Anfibia, el Doctorado de Escritura en Español de la Universidad de Houston y la Maestría en Periodismo Narrativo de Unsam entre septiembre de 2022 y mayo de 2023.

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