En la piel del sicomoro (nomadismos)

La fijeza de un árbol —el sicomoro— evoca en la caminante una reflexión sobre el exilio, el desapego y la memoria.

| Escrituras | 23/10/2021
"Lazos". Fotos: Nelly del Río

A primera vista creemos que los árboles no conocen el exilio: no pueden moverse, así que alguien debe hacerlo por ellos. Alguien debe decidir si estarán o no, y en qué lugar. Fijos, allí donde son plantados, o donde una semilla vino a caer, el árbol busca abrirse paso tan pronto sea posible. Pero aún cuando las fases del viaje no lastimen o aleccionen al héroe que es o decidió ser cada uno de ellos, damos por hecho que no han sentido el deseo de andar: fijos están, y no hay nada que lo cambie. 

«Marcas».

Otra cosa es que no conozcan la añoranza, el apego a un tipo de suelo, a un deje del aire, a una luz señalada. Que no extrañen a sus semejantes inmediatos, el sonido del sitio donde fue su nacimiento, un alma que los rozó de alguna forma, en qué terreno. Así es que debe pasar por algo muy difícil: no es quien decide el exilio, él es exiliado. Pero ¿y si el árbol fuera una especie de destino, un paradigma de serenidad y firmeza? ¿Si fuera un estoico? 

Madero fijo e inmortal 

En eso meditaba el día en que conocí a una especie de árbol cuyo origen se ha ubicado en el Norte de África (sobre todo en el antiguo Egipto), y que ahora puede encontrarse en muchos otros lugares del mundo; pero casi nunca allí. Son tan extraordinarios que pueden llegar a vivir varios cientos de años, y uno de ellos ha sobrevivido para contarlo, aun con las molestias de turistas ansiosos por conocer sitios sagrados.

Y esto se confirma, porque su madera es reconocida por una durabilidad casi eterna, tanto que fue usada para construir los sarcófagos de las momias de los faraones. Y también se les conoce porque sobre uno de ellos se subió Zaqueo para ver a Jesús. Hablo del sicomoro, familia de las higueras, especie abundante en la llanura de Judea según las Crónicas, los Salmos, y las descripciones de San Lucas o Isaías. Ante estos árboles, y justo allí, fue donde nació mi convicción de caminante.

«La madre».

Árbol de peregrinos

Pero no tuve que ir tan lejos para conocerlos: en una avenida a pocos metros del lugar donde he venido a vivir, encontré a los sicomoros, sin previo aviso. Solo unos días después de mi primera jornada de peregrina en busca de salud, había decidido cruzar una vía vibrante de tráfico (así lo sentí en aquellos primitivos pasos), para entrar en una zona residencial que no imaginaba tan cercana. 

Tras escapar de los autos, me encontré bajo un follaje fresco y oscuro. Mis sentidos escarbaron entre las plantas que apenas dejaban ver el edificio al que rodeaban, y aquello me pareció magnífico. Mi instinto era un buena guía: más que mirar, husmeaba en unos pequeños ambientes que, entre hojas de plátano y helecho, mostraban el gusto de cada habitante: desde unas mesitas con sus sillas como para sentarse a conversar, hasta un pequeño Buda sonriente, de piernas cruzadas sobre el suelo. Y pronto escuché una fuente, y unos pasos más allá pude verla a ella misma entre palmeras y otras especies tropicales, aunque el escenario fuera insistentemente español. Los edificios (y el nombre de las calles a partir de allí) me recordaron que la Florida fue conquistada por Hernando de Soto solo dos años antes de aventurarse en la búsqueda de la eterna juventud entre las aguas del Mississippi. Acababa de salir de mi entorno, y me sentí descubridora.

«Adolescente».

Fijeza del sicomoro

¿Qué es lo común, y qué lo extraño? La quietud como el movimiento, la vida como la muerte, ¿podrían ser estados más complementarios que opuestos? ¿Podemos cambiarlos, aunque la herencia y la costumbre lo hayan narrado así? Y de nuevo la pregunta: ¿qué es el exilio más allá del dolor? ¿Qué es, más allá de lo que nosotros creemos, o lo que nos han dicho? ¿Qué nos ofrece, sin más, el desplazamiento? A observar y meditar en eso vino a enseñarme el sicomoro de piel lisa, sorprendentes colores y expresividad casi humana. 

El tronco robusto lleva los ojos a unas ramas de hojas delicadas que logran hacer un techo convenientemente alejado, como para dar sombra y sobre todo frescura, sin afectar, o más bien estimulando la sensación de infinito. Son como unos seres del silencio, entre compasivos y piadosos. Albergan a todo el que llegue hasta sus pies o sus ramas. Aceptan en silencio la cuchilla del enamorado, cuya pasión lo lleva a herirlo. La marca, la marca nos obsesiona…Amoroso, tierno, gentil, creo que el sicomoro tiene la capacidad de ser “tocado”, no ya por las manos de alguien que quiera probar su lisura, o la variedad de sus relieves.

Hablo de esa capacidad de ser “tocado” en el corazón, en la sensibilidad más entrañable. Y cuando lo digo estoy evocando a un filósofo a quien leo con esperanza, aunque uno de sus temas sea la conciencia de la intemperie a la que estamos expuestos. Ser “tocado” nos dice Josep María Esquirol, es ser conmovido, ser movido con los otros (o con lo otro), vía eficaz de llenar el vacío de la intemperie.

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