Aurelia Castillo: el modernismo en su crónica viajera

Aurelia Castillo, gran intelectual del siglo XIX cubano, revela la realidad política de su patria y su continente a través de su eficaz y seguro manejo del lenguaje periodístico. En este análisis, Olga García realiza un acercamiento comparativo entre la crónica de Aurelia sobre la Exposición de París de 1889 y la de Martí.

| Opinión | 18/09/2023
Detalle de "Lady escribiendo una carta" óleo sobre panel de Albert Edelfelt, donde puede verse una mano femenina con una pluma de metal escribiendo sobre una hoja de papel.
Detalle de "Lady escribiendo una carta" óleo sobre panel de Albert Edelfelt (1854-1905).

Desde muy temprano en Cuba, se constata el tema del viaje en el discurso literario femenino. Tales textos tienen el interés específico de que, por su carácter, están obligados a la construcción de ámbitos que, en su esencia son imágenes de alteridad.  Las primeras viajeras insulares en nuestra literatura fueron la Condesa de Merlin, Gertrudis Gómez de Avellaneda y Aurelia Castillo de González. Cada una, a partir de su escritura, nos adentra en mundos, gustos, espacios y lugares donde se produce una serie de reacciones diversas que, en última instancia, también están condicionadas culturalmente.

La literatura de viajes, en sus más diversos modos de realización textual —crónicas periodísticas, memorias, cartas, mezcladas o no con elementos de autobiografía o biografía—, no debe definirse en función de los asuntos o elementos temáticos abordados —que son, en esencia, compartidos con la literatura de ficción—, sino a partir de una característica estructural. Se trata de textos en los cuales el lugar tiene una condición dinámica, permanente y destacada, sin que ello excluya la presencia también dinámica y funcional del espacio. Es importante tener en cuenta, como en su día apuntó Michel de Certau “Todo relato es un relato de viaje, una práctica del espacio”[1] en la literatura de viajes se puede identificar con una concentración y una densidad mayores.

En el relato de viajes, por tanto, se integran los lugares y los espacios, la experiencia de hacer valoraciones sobre las realidades percibidas en la alteridad, las cuales se formulan a partir de comparaciones, explícitas o implícitas, con los valores culturales y experiencias propias del autor. El narrador de viajes —y en mayor medida cuando construye su texto con aspiraciones de dotarlo de literaturidad—, establece una fuerte y móvil interrelación entre esos dos modos de construcción del texto.

Aurelia Castillo fue continuadora de esa literatura de viajes, y, en esa prosa de periodista, que representó en calidad de corresponsal al periódico cubano El País, alcanzó sus más altos logros como escritora. En realidad, fue una cronista nata. Mientras su poesía se mantiene cuidadosamente sometida a cánones prestablecidos, su prosa tiene un marcado sello personal, una fluencia y energía propias de un estilo cuajado.

En sus crónicas, deja brotar Aurelia Castillo lo que hay de más agudo, refinado y dinámico en su personalidad literaria. Ella, que en el verso no supo entender mucho de la renovación modernista, pero respetó el estilo de su amigo Julián del Casal, en cambio, en su prosa dejó ver, quizás sin que ella misma se percatara, muchas de las posiciones estéticas del modernismo.

No hay que olvidar, por lo demás, lo que en su día señalase Iván Shulman, el modernismo tiene su origen no en el verso, sino precisamente en la prosa periodística de Manuel Gutiérrez Nájera y de José Martí. Y, en efecto, Aurelia Castillo se proyecta en sus crónicas precisamente como una criatura del modernismo, no tanto por el trabajo de la palabra, como porque ella revela, en sus Cartas de viajes, una coincidencia esencial con la actitud de los escritores modernistas ante la cultura. Tal como expresara Saúl Yurkievich:

Si por la recreación arqueológica o la fabulación quimérica, los modernistas se liberan de la quieta realidad ambiente, son también los primeros en reflejar una realidad que los llena de fervor. Por eso, se dejan penetrar por el culto del cambio que suscita la aceleración de la era tecnológica; se impregnan de ese historicismo optimista predicado por la religión del progreso.[2]

Ese optimismo entusiasta, ligado al fervor y confianza en la tecnología y la ciencia como factores de cambio, es lo que matiza una y otra vez las Cartas de viaje de Aurelia Castillo de González que, entre decenas de pasajes, escribe el siguiente el 29 de julio de 1893:

Declaro con sincera alegría que las voces de alerta dadas por mí a los mexicanos en mi carta anterior eran completamente inútiles, porque ellos alertas están. Los días transcurridos desde que escribí aquello se han aprovechado muy bien para echar investigadoras miradas a México por dentro, y este examen, aunque rápido, nos ha convencido de que la parte selecta de esta población, selecta por la inteligencia, depuestas apenas las armas, se ha dedicado a la ardua empresa de la propia educación, a convertir el campamento en laboratorio, a borrar las asperezas de la guerra para que puedan brotar lozanas artes e industrias.[3]

Para comprender mejor las crónicas de viaje de Aurelia Castillo, hay que tener en cuenta, como ya se ha aludido antes, las características del modernismo latinoamericano. El modernismo, en efecto, señala para América hispánica el término de una secular confinación regionalista: es la hora de abrirse a un mundo transido de inquietudes y renovaciones tecnológicas, tanto culturales como artísticas.

Aurelia Castillo, en sus crónicas, se incorpora a esta inmensa oleada; sus crónicas epistolares acusan determinados elementos que, en su voz equilibrada y serena, transparentan ecos de la inmensa apertura estilística. La escritora descubre un mundo donde todo le importa, especialmente, todo aquello que refleje contemporaneidad. Su pluma se detiene en las multitudes, en el turismo entre otros aspectos de la vida finisecular.

Aurelia Castillo, sin asumir el preciosismo lujoso de la crónica modernista, ejerce una escritura vinculada a la mentalidad modernista, sobre todo si se tiene en cuenta que, desde el punto de vista del estilo, la crónica periodística de la segunda mitad del siglo XIX se fue alejando de la descripción meramente externa, para ir permitiendo poco a poco un protagonismo del sujeto que ejecuta la organización del texto. Se otorgaba, de manera gradual, mayor autoridad a una especie de realismo en la crónica y se asordinaba gradualmente, hasta desaparecer, el interés concedido al dato curioso, a la imagen pintoresca, más o menos emotiva, descripción mimética de un espacio-tiempo determinado. La crónica de plenitud modernista insistió en un énfasis definitivo en la subjetividad para diferenciarse de los reporteros.

Las crónicas de Aurelia Castillo expresan su personalidad con una nitidez y una espontaneidad verdaderamente deliciosas, y, según ya se señaló, en sus crónicas alcanzó su estatura cabal como escritora. Con precisión digna de los primeros pensadores cubanos, tan interesados por la tecnología extranjera en lo que podía servir de acicate a la economía insular, va interesándose Aurelia Castillo por diversas cuestiones técnicas, con una fascinación por el progreso tecnológico que es una de las características más señaladas en sus textos. Se identifica un tono entre ingenuo (como cuando se refiere a los tranvías de San Antonio, en los Estados Unidos) y ardiente, defensor de la importancia científica del maquinismo de fines del siglo XIX.

La seriedad de su interés por la tecnología no le impide emplear uno de los rasgos más sabrosos de su estilo, la ironía. Por ejemplo, en la extensa cuanto dinámica relación de su visita a Chicago en la época de la famosa exposición del siglo XIX, escribe con indudable gracia una alusión a Julián del Casal, que lo muestra distanciado de la modernolatría típica de los modernistas, que en cambio, la periodista defiende:

[…] y entre todo eso, lo que a mí más me encanta y quisiera llevar a cada casa de Cuba son ventiladores eléctricos, que, en forma de molinos, con un diámetro de un tercio de metro, y girando, con tal velocidad que las aspas desaparecen a la vista se distingue un transparente disco, suprimen el calor hasta el punto de sentirse frío. Y a los establecimientos llevaría otros ventiladores que empecé a ver, experimentando sus deliciosos efectos desde San Antonio Tejas. Son postes metálicos (muy bonitos, por supuesto) de un metro y medio de altura, que en la parte superior y colocadas horizontalmente, tienen dos grandes aspas, a manera de remos, las que giran sin cesar, merced a oculto mecanismo que aun ignoro cuál sea. Una media docena de ellos en un regular comedor, o en un establecimiento, hacen muy buen servicio. Pónenlos también en las barberías, uno sobre cada silla, o bien, por otro mecanismo, van y vienen sobre la cabeza del mimado parroquiano, abanicos de guano, chinescos, en grupos de dos o tres. Quisiera yo a Casal afeitándose de este modo en La Habana y en el mes de agosto, y preguntarle entonces si reniega del progreso.[4]

Aurelia Castillo y José Martí miran distinto la célebre Exposición Universal de París

El donaire de estilo y la firmeza intelectual patentes en sus crónicas de viajes por México y Estados Unidos, en 1893, también marcan sus Cartas de viajes sobre su travesía por Europa, igualmente destinadas a El País durante el año clave de 1899, en las cuales se había ya modulado el tono estilístico general de la literatura viajera debida a la autora. Esas crónicas europeas, por lo demás, tienen el interés extraordinario de que dedican una buena parte a otra gran exhibición: la de París de ese mismo año, la cual mereció un texto de Martí en La Edad de Oro.

Es apasionante comparar ambos textos dedicados a la Exposición de París en 1889. El contraste entre el de Martí, que no visitó la famosa muestra, y el de Aurelia, que la recorrió palmo a palmo, es impresionante. Las crónicas de la escritora principeña comienzan con una directa orientación hacia el sentido de la utilidad social, y manifiestan un sentido realista de la narración:

Acabamos de mirar en Vichy la industria y la ciencia en lo menudo, en lo infinitamente pequeño, por decirlo así, y ahora, traídos a la gran ciudad por un tren rápido como una centella que nos hizo pagar con una verdadera lluvia de carbón de piedra el gusto de salvar la distancia que de ella nos separaba en el menor tiempo posible, nos encontramos con la ciencia y la industria en lo infinitamente grande, con el magno congreso de las naciones fraternizando dichosas en esta atmósfera de libertad que respira hoy Francia a plenos pulmones.[5]

En Martí, a pesar de su admiración por el progreso y la tecnología, no se observa la misma intensidad. Él prioriza, por encima de cualquier otra cosa, los factores temáticos como lo político, ético y estético. Su crónica–ficción se centra en los pabellones latinoamericanos descritos con una fuerte expresividad modernista. En cambio, Aurelia Castillo comienza sus Cartas de viajes con una evocación literaria entusiasmada y preciosista de la torre Eiffel, construida especialmente para esta exposición. En la imagen literaria, la referencia al puente de Brooklyn, descrito admirablemente por Martí, revelan las coincidencias de perspectivas entre ambos cubanos:

Yo había visto de todo eso en Vichy, en Barcelona y Valencia hasta la saciedad, y al hallarme bajo la inmensa cúpula que deja entre sus enormes pies o estribos, comprendí que no tenía idea más que de su forma; aquel hermoso tejido de hierro se me presentaba de nuevo enteramente, y el puente de Brooklyn era lo único que entre mis recuerdos evocaba en parte la elevadísima torre.[6]

A pesar de su interés por el progreso y la tecnología del siglo XIX, la autora no está ajena a la importancia y grandeza del pasado indoamericano, ni deja de comentar lo que de esa herencia puede identificar en los pabellones de la Exposición Universal:

En aquella rápida ojeada lo que más nos detuvo después de la torre y de los monumentales arcos que dan entrada por ambos extremos a la galería de las máquinas, compitiendo en arrogancia con la obra de Eiffel fueron los pabellones argentino y mexicano. El primero amplio y lujoso dando muestra del grande incremento que ha alcanzado en pocos años aquella república feliz imitadora de los Estados Unidos. El segundo evocó enseguida en nuestra mente los teocalis aztecas. No es teocali propiamente dicho, pero el estilo del monumento es, sin duda alguna, de aquella época […][7]

Martí, en su imagen literaria de la Exposición, agrupó en una secuencia narrativa continua los pabellones latinoamericanos, de manera que su estructuración del espacio sirviese como arma de expresión de un mensaje americanista con marcado énfasis poético. Aurelia Castillo se limita, de forma objetiva, a recorrer los pabellones en la distribución real que tuvieron en la Exposición de París. Esa fidelidad a la realidad del espacio físico de la exposición parisina, convierte la narración de trayecto en un texto muy distinto al de Martí.

Cartel de la Exposición Universal de París de 1889 acerca de la que Aurelia Castillo escribe una crónica. En el centro puede verse la Torre Eiffel.
Cartel de la Exposición Universal de París de 1889.

Mientras el del Apóstol constituye una hermosa página literaria modernista y una especie de extraordinario manifiesto sobre la cultura latinoamericana, tan hondamente sentida y pensada por él, el texto de Aurelia Castillo es una relación cuidadosa y certera, en la cual se trabaja continuamente el texto como sintaxis de lugares, sucesión de descripciones de sitios reales y concretos que, allí y allá, son transformados en espacio literario, para hacer patentes otras funciones. La cronista no está ajena a la preocupación por la patria continental; muy al contrario, en ella piensa y sobre ella escribe, sin dejarse deslumbrar.

Es muy curioso que de estos dos textos cubanos sobre la Exposición de París de 1889, el de la mujer es el que asume el punto de vista más cercano a lo supuestamente masculino, por su percepción de lo utilitario y su detenimiento en la captación de las innovaciones tecnológicas. No es que sea, como le atribuyeron sus colegas cubanos, una mentalidad viril: es sencillamente que se trata de una intelectual que desea focalizar ante todo la cuestión del progreso asentado en la educación y la tecnología, que ella estimaba necesaria para toda América Latina, pero en particular para Cuba.

No es posible en estas páginas valorar todas las impresiones de nuestra cronista viajera sobre la exposición parisina. Pero es imposible cerrar estas valoraciones sin acercarnos a la impresión que dejó en ella Cuba. La Cuba de la que no habló Martí en su trabajo sobre esta exposición de 1889. Ella escribe sobre Cuba después de haber hecho una carta-epílogo sobre la exposición. Porque ella misma no encontró la representación de su patria en este encuentro parisino. El día 24 escribe en su carta viajera:

No lejos de allí [la autora se refiere al pabellón de España] hay otros destinados a las colonias: Cuba ―¡por fin la hallamos!―, Puerto Rico y Filipinas. Muy mal todas. Yo, que he visto la exposición de Filipinas en Madrid, sé que aquel país puede presentar muy buenas cosas. Sus conchas son bellísimas y se puede bañar en ellas con todo desahogo un niño recién nacido. En bordados no he visto nada como sus bordados en nipe, que parecen hechos por dedos de hada […] De Puerto Rico no hablemos. O yo soy ciega o lo que hay de esa isla es tan poco, que pasa inadvertida.
De Cuba hay algo más. Mucho tabaco, de todas las fábricas de La Habana, expuesto en grandes vidrieras, como en cualquier tabaquería. Las hermosas esponjas de Batabanó, tan buenas y tan baratas, forman artística gruta al frente de la entrada. No quiero observar que en vez de agua tiene un cristal en dos pedazos y gotitas, de cristal, de cristal también, que quieren caer de lo alto y… no pueden. Pase que, para dar a la gruta su color natural y toda la rusticidad apetecida (ay! parece que nos encontramos en lo rústico como pez en el agua), se dejasen las esponjas en bruto; pero señor, ¿no se podía presentar en otro limpias y bonitas, puesto que las iba a ver la gente? Pero todavía esto no es nada, porque hay algo aún más ridículo, por lo mismo que es más importante. Hay nueve muestrecitas de mascabados y azúcares; ninguno refinado, ninguno en panes (no hablemos de estatuas ni columnas). El que está partido no lo está mecánicamente, sino a cuchillo y martillo, o piedra, como lo hacían nuestros bisabuelos. Ni siquiera una de aquellas magníficas cañas, para dar muestra de la feracidad, para dar muestra de lo que puede valer nuestra isla como país azucarero; ni siquiera un trago de los caldos que producen esas cañas; ni siquiera un coco de aquellos que restauran al fatigado caminante sin preguntar si es de los que aman al país , o los que miran con indiferencia el desvío; ni siquiera una piña, un mamey-zapote, un corojo…[8]

No aparece Cuba en el trabajo martiano de La Edad de Oro. ¿No quiso imaginarla o nunca supo que estaría presente? ¿Leyó alguna vez Martí a Aurelia? No se puede conocer hasta el momento. No hay una sola referencia a Aurelia en las obras martianas publicadas hasta el momento. Lo que sí es posible afirmar es que las visiones de Martí y Aurelia acerca de la Exposición de París son opuestas.

Martí trabaja con un refinamiento de escritura que persigue el despliegue fabuloso de un estilo puesto en función de trazar bellamente una función política. Aurelia Castillo emplea un estilo donde es el plano semántico el que se orienta hacia lo modernista, mediante la precisión científica y el afán del progreso moderno. En la crónica martiana, la creación subjetiva está en la imagen, espacio imaginario no de un sector urbano de París, sino el de un continente; en el texto de Martí se suprime el espacio real nunca visto por el autor, por la adición de un ámbito ideal, concentración de proyectos y aspiraciones, no de un individuo genial, sino de todo un conjunto de naciones americanas.

El Apóstol logra, con su manera espléndida, hacer traslúcido su proyecto para América. Aurelia Castillo, esa gran figura intelectual femenina del siglo XIX cubano, con su sentido del equilibrio, su contención y, sobre todo, su eficaz y seguro manejo del lenguaje periodístico, evidencia una sabiduría cabal, puesta en función de levantar también, en este espacio literario de sus cartas, sobre un lugar prodigioso e irrepetible, la Exposición de París de 1889, su personal visión de la realidad política de su patria y su continente.


[1]Michel de Certau: La invención de lo cotidiano. I. Artes de Hacer. Universidad Iberoamericana, México. 1996, p. 128.

[2] Saúl Yurkievich: Les Avant-gardes litteraisres au XX ème siècle. Vol. II. Centre d´Etudes des Avant-gardes Litteraires de l´Université de Bruxelles, 1986, p. 1076. Traducción de O.G.Y.

[3]Aurelia Castillo de González: Escritos. Imprenta Siglo XX, La Habana, 1923, t. III, p.31.

[4]Ibídem., p. 77.

[5]Ibíd., t. II, p. 153.

[6]Ibíd., t. II, pp. 153-154.

[7]Ibíd., t. II, pp. 155.

[8]Ibíd., t. II, p. 203.

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