Emigración | Desprendimientos

"Calle arriba y calle abajo, voy con mi hija, rodando su coche. Los jóvenes que van hacia la universidad nos observan. Pudiera ser una de ellos o ellas, pero no lo soy"... Un testimonio sobre la emigración, la fe y la maternidad.

foto de madre y niña por camino largo
"El camino de una madre en la emigración". Foto: IA

Fe condicional

Volví a creer en Dios en el proceso de emigrar con mi hija a España. Cuando mi hija fue visada junto conmigo, creí en Dios otra vez. Cuando a mi hija se le quitó su primer catarro madrileño, luego de casi dos meses sin parar de toser como si padeciera asma, sentí que Dios estaba allí. Cuando apareció una guardería para ella y cuando pude rentar un apartamento cerca de la universidad, confirmé la existencia de Dios.

Dios no era más que la grieta, la brecha, el cristal, la dimensión que se abría para nosotras. Aquello que aparecía como un muro infranqueable y que, de pronto, se quebraba permitiéndonos el paso, o se manifestaba de alguna manera. Dios era creer y hacer posible aquello que me habían dicho que era imposible, era hacer ocurrir lo que nunca o infrecuentemente sucedía. Era ser testaruda, insistir. Ir más allá de mí, era no conformarme. Dios era poder estudiar, poder hacerlo todo a la vez. Era multiplicarme como los panes y los peces, fracturarme y diluirme. Dios era bajar de peso y tomar café en los días de ansiedad. Era mi cuello descocotado ardiendo de tantas horas buscando renta en el móvil. Dios eran mis horas nalgas estudiando de madrugada.

Pero a veces, es agotador estar cerca de Dios, porque Dios no se detiene. Dios es esta voz en mi cabeza que me dice “sigue, sigue”, y yo, un cuerpo imperfecto, mortal, que a veces sólo necesita descansar y abandonarse, un cuerpo que quiere rendirse de vez en cuando, o muy a menudo. Termina siendo duro estar cerca de Dios.

Dios no espera por nada ni por nadie. Es cierto que todo lo perdona, pero como todo lo ve, de sólo mirarte te recuerda lo que quisieras olvidar. Es difícil estar cerca de Dios, pero su compañía no es una elección, está ahí, siempre, incluso cuando cierro los ojos. Dios existe, antes lo dudaba y me enfadaba mucho con él, lo negué miles de veces. Cuando emigras, a veces, él es tu única esperanza y, se aprovecha porque sabe que, frecuentemente, no tendrás nada ni a nadie más que a él. 

Apego

Calle arriba y calle abajo, voy con mi hija, rodando su coche. Tomo la “guagua” número 827 y los jóvenes que van hacia la universidad nos observan. Pudiera ser una de ellos o ellas, pero no lo soy. Yo tengo una hija, casi que arrastro su coche o a veces es el “carrito” (como le dicen en España) el que me arrastra a mí.

En la universidad llego a sentirme estudiante, otra vez. En la biblioteca siento que dispongo de un tiempo distendido, pero sé que es sólo una sensación pasajera, una trampa. Estoy de paso, mi tiempo no es el de los demás, soy migrante. Tengo una fecha de regreso, una fecha que es un grillete. Antes de ese tiempo deberé tener un trabajo u otra beca, algo que me afiance a este país, a mí y a mi hija de 2 años. Cuando el reloj marca las 3:30 vuelvo a ser madre. Rápidamente corro a recoger a mi hija, y reanudo un ciclo de cuidados hasta el otro día.

«Cuando cambias de país siempre es distinto. Observas a la gente y piensas en la vida que habrías tenido tú si hubieras llegado en la infancia o adolescencia».

Recogida, dar merienda, tomar el bus, viaje, ver los muñequitos, conversar y jugar, preparar comida, baño, dar comida, seguir viendo muñequitos. En alguna brecha mínima de tiempo, responder algunos audios y entablar algunas conversaciones virtuales que suelo dejar a medias. Hacer cuentos para que mi hija duerma, bañarme, tomar té, intentar dormir, hablar con la familia del otro lado, dormir. Luego, levantarme a las 7:00 a. m., preparar a mi hija para llevarla a la guardería, y así cada día.

Le digo a todo el mundo que no quiero y, no voy a regresar a Cuba. También les aseguro que escribo, me miran pero no me creen. Por un lado, ven difícil que logre quedarme con mi hija, sostenerme, y por otro, no creen que pueda dedicarme a “ser escritora” o que tenga talento. Suponen que dadas mis circunstancias no lograré seguir con mi carrera, o, en cualquier caso, no les interesa.

Llevo 4 meses en España con mi hija. Primero estuvimos dos meses con la prima hermana de mi esposo, luego nos fuimos solas a vivir a una renta que logré conseguir al norte de Madrid, cerca de la universidad. Hemos estrechado nuestros lazos, solas las dos. Es duro, difícil, bestial, pero me he crecido descomunalmente.

Ya emigré una vez, dentro del mismo país, me decían “palestina”, porque así llaman peyorativamente a quienes vivimos en la zona oriental de Cuba. Por nuestro acento, dicen que cantamos al hablar. Sin embargo, aunque ya me desarraigué una vez de la tierra en la que crecí, esta emigración es distinta. Cuando cambias de país siempre es distinto. Observas a la gente y piensas en la vida que habrías tenido tú si hubieras llegado en la infancia o adolescencia. Contemplas esa vida ajena. Imagino que quieras o no, con el paso del tiempo, tratarás de imitarlos, y te dejarás transformar externamente, aunque en el fondo, seas el mismo, pero disfrazado con las máscaras sociales que te toque asumir en cada caso. ¿Somos órganos tratando de acoplarse a un organismo extraño? ¿Semillas trasplantadas intentando afianzar las raíces en una tierra nueva?

El frío es degradante. En la nueva renta hay mucho frío porque las ventanas no son de doble cristal. El pequeño apartamento está justo en una esquina. Es exterior, por lo que le entra mucha luz, unos pálidos rayos solares entran a través de la ventana de la sala en las mañanas, pero también está más expuesto al frío. En Cuba vivíamos en un apartamento interior, un poco oscuro, desde sus ventanas no podía ver la calle. Pongo la calefacción solo 4 horas porque debo ahorrar el dinero de la beca para que nos de para pagar todos los gastos. Hemos pasado frío.

«Entro en las tiendas con calefacción del barrio, busco calentarnos. Persigo el calor en medio de este invierno madrileño, como buscaba el fresco de los aires acondicionados en La Habana».

Mi hija tiene mucho catarro, la he llevado al hospital y por 45 euros la han auscultado, le han mandado un par de medicamentos y ha mejorado poco a poco. Los niños aquí, en invierno, tienen esa especie de catarro y mocos crónicos, no se les quitan. Entro en las tiendas con calefacción del barrio, busco calentarnos. Persigo el calor en medio de este invierno madrileño, como buscaba el fresco de los aires acondicionados en La Habana. Pagarse el calor o el frío parece ser lo más caro en cualquier lugar del planeta.  

La guardería en la que logré inscribir a mi hija es un encanto, un castillito a la entrada de la misma universidad en la que estudio. Recuerdo la mañana helada en la que, a través de los cristales empañados del bus, vi una fila de niños que iban cogidos de la mano y acompañados de la seño, rumbo a un huerto de la universidad. Se tiraban hojas secas unos a otros. Eran la imagen del milagro, la posibilidad de encontrar un lugar donde mi hija pudiera estar rodeada de otros niños y niñas como ella, y yo pudiera seguir mis estudios. En mi cabeza se alumbró algo: “por aquí tiene que haber una guardería”, pensé. Y les seguí el rastro.

El equipo de trabajo es maravilloso y la han acogido muy bien. Luego de más de 3 semanas ella está adaptada y yo puedo, con cierta tranquilidad, irme a la biblioteca. Adelanto algunos trabajos atrasados, aunque no mucho, debo comprar cosas para la casa, ocuparme de trámites legales, ser madre. La maternidad absorbe el tiempo.

Tres menos Uno

Mi esposo ha sido denegado dos veces en el consulado español. Su visado de estudios ha sido considerado sospechoso a pesar de que cumple con todos los requisitos. Es lo usual por estos años en que una gran masa de jóvenes acude al consulado a pedir visa para estudios. Todos suponen, imaginan, sospechan que terminarán en una migración. Nuestra familia de tres ha sido dividida en dos (mamá + hija) y uno (papá).

Nuestra familia es ahora mismo una ecuación en estado de resolución, una interrogante. Solíamos ser felices en Cuba, al menos, medianamente felices, hasta donde puede serlo la gente que se quiere ir. Ese pensamiento-afán-idea recurrente una vez que se instaura en tu mente no hace bien, filtra todo cuanto miras y sientes, matiza aquello con lo que convives y no te abandona jamás.

Fotografía de Frank Fernández en la que puede verse la felicidad de los padres con la hija todavía en el vientre gigante de la madre antes de la emigración.
Los tres. Foto: Frank Fernández

Mi esposo y padre de mi hija está pensando hacer la riesgosa y helada travesía ilegal por Serbia, no quiero que se someta a esa experiencia, pero le paso todos los contactos y explicaciones que alguien desde Cuba me pasó.

La travesía de mi esposo por Serbia es una decisión radical. Deberá invertir todos sus ahorros de más de tres años, atravesar 7 países de modo ilegal, burlar fronteras, policías, campos de refugiados y guardias. Tendrá que tomar transporte por mar, por tierra y por aire. Aviones, botes, buses, metros. Caminar kilómetros por terrenos nevados entre montañas, bosques, malezas, osos, lobos al asecho, y un sinfín de experiencias extremas. Todo un video juego macabro concentrado y previsto a realizarse en 8 días. ¿Qué hacer?

«Nuestra familia es ahora mismo una ecuación en estado de resolución, una interrogante. Solíamos ser felices en Cuba, al menos, medianamente felices, hasta donde puede serlo la gente que se quiere ir».

Somos una familia tradicional. Quizás serlo en estos tiempos es casi ser vanguardista. Somos una “familia heteropatriarcal normativa y hegemónica”, dirían algunas colegas feministas de mi grupo de Maestría.

Imaginarios

Yo soy una mujer de teatro y escribo. No pensé que hubiera algo más difícil de legitimar que el oficio teatral: mal pagado, subestimado, efímero. Sin embargo, últimamente, y con las herramientas que me ha brindado el Máster en Estudios Interdisciplinares de Género, he tenido que defender los feminismos y la lucha de las mujeres por la equidad con más fuerza de lo que he amparado, desde los 19 años, al arte escénico

Una vez que la trata de personas, la guerra y la prostitución infantil se han convertido en negocios altamente organizados y lucrativos, no creo que exista causa o ser humano incorruptibles. Es así de triste y brutal, pero precisamente por eso debemos seguir luchando, amén de retrocesos y personas que no están verdaderamente comprometidas con los feminismos y su agenda. El patriarcado es un mal que es necesario erradicar, y la igualdad de oportunidades sigue siendo una cuenta pendiente. Mi experiencia como madre y mujer, “me ha tirado”, literalmente, en la cara, lo enormemente difícil que resulta para una mujer, incluso hoy, estudiar.

Durante los dos meses que pasé buscando renta, comprobé que le tenían más fobia a los niños y niñas que a las mascotas. Los anuncios aclaraban con descaro “sólo para solteros/solteras”, “no se admiten niños”,  “mascotas sí, niños no”,  “ni mascotas ni menores de edad”. Recuerdo al menos tres propietarios de pisos en alquiler decirme por teléfono: “el problema es que los niños crecen».

foto de diente de león solitario a la orilla de un camino.
A la orilla del camino. Foto: Ámbar Carralero

Mientras intento convencer a “oídos sordos” de lo que para mí es el día a día irrefutable y natural, sigo estudiando y asistiendo a mi hija en su crecimiento. Mi estómago registra el vacío de nuestra familia dividida y la espera de alguna posibilidad de reunificación. Recibo correos electrónicos con la promesa de altas sumas de dinero por concursos de escritura que podría ganar desde páginas como Letralia y otras plataformas. Sonrío, caliento la leche.

«Mi experiencia como madre y mujer, “me ha tirado”, literalmente, en la cara, lo enormemente difícil que resulta para una mujer, incluso hoy, estudiar».

“No traiciones tus sueños”, dice Concha Buika en una entrevista, “el estado de alarma dispara el cortisol en el organismo y lo contamina”, asevera la psiquiatra Mariam Rojas Estapé, las escucho en lo que reviso las cifras de mi tarjeta de BBVA.

Hoy, luego de dejar a mi hija temprano en la guardería, he visto asomar, tímida, a la primera flor en el borde de la carretera. Aferrada a un minúsculo trozo de tierra seca, anuncia la primavera. No es pequeña la hazaña de esta flor que tiembla ante el efecto fugaz de los carros al pasar, pero aún así persiste en su gesto de brotar. La miro y pienso: Dios existe.

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