Emigración | «Crónica de una advenediza o, si ya no fuera una novela de M. Atwood, el cuento de la criada»

Testimonio de la editora y novelista cubana Yudarkis Veloz Sarduy sobre sus inicios como emigrante en España.

| Vidas | 07/05/2023
Castillo de arena con flores y manos de niño.
Playa Santa Cristina, La Coruña, Galicia. Imagen: Yudarkis Veloz

Hoy haces el papel de Hamlet, y mañana el de figurante…
K. Stanislavski

La previa

Esta es la crónica de una advenediza. Confieso que del mismo modo en que no me pongo música para no cultivar una emoción que sé que luego no podré domar cuando se haya desbocado, por tiempo también, tampoco escribo. Al reclamo de Ámbar, que ya me estaba entrevistando en mi cabeza antes de que me dijera «Necesito que me des una entrevista», empecé a responder así, casual, y esto cogió otro rumbo. Mientras viajaba de una ciudad gallega a otra en tren, y ella viajaba en metro por Madrid así le fui respondiendo.

Yo no sé otra persona, pero yo dejé mi casa del Vedado, con todas las comodidades y mi trabajo de Editora Principal de una de las editoriales más prestigiosas de Cuba porque necesitaba respirar. Ya me había dicho una amiga que una se lleva a sí misma a donde va, y que cargaría con todos mis yoes y mis asfixias a donde fuera. Pero sufriré comiendo bien, le dije, como la peor de las materialistas vulgares. Mi partida de Cuba fue en verdad emocional y no económica, pero en esa emoción iba implícito el no poder hacer más de lo que ya había hecho, y como en Cuba no puedes expandirte sin quemar las naves, candela con las naves.

Hace un año ya que me fui, Cuba se ha deteriorado mucho más, y mis padres, sobre todo mi padre, que lloró mucho cuando los senté a los dos para decirles «Me voy para España, y a quedarme», me dicen que no sé bien lo oportuna que fui, que ni en el Período Especial estuvo tan malo aquello.

Todos los días de mi vida extraño mi casa, el confort de mi sillón de mimbre, desde donde le movía las manos a las visitas, desde donde, como me repite mi abuela cada día, era una reina, pero cada día salgo con tres capas de ropa y un paraguas a sortear un clima que me mata, a hacer un trabajo que me abruma, a comerme un mundo que todavía no es mi mundo.

Cuando llegué tenía claro que tendría que trabajar, que tendría que partirme el lomo, y después de una semana italiana por Turín, Venecia y Verona, donde toqué el seno de Julieta según la tradición, también como signo de lo que estaba por venir, gracias a que una amiga me invitó y pagó todo, incluso una maleta llena de cosas que necesitaría, regresé a España y me fui de interna a una casa en las afuerísimas de otra ciudad, a vivir con personas que conocí a la vez que preguntaba «¿Dónde pongo la maleta?«, a cuidar a tres niños que jamás suplantarían mi ya resignada apetencia maternal, o un poco sí.

Presa, más de lo que en verdad podía reconocer, trabajaba veintitrés horas al día, haciendo, también, todas las labores de la casa, una casa gigante, con tres pisos, tres baños y cuatro habitaciones, una cocina inmensa con suelo blanco, listo para ponerse negro en cuanto yo lo dejaba reluciente, porque a aquellos primeros jefes míos cuidar la limpieza no les era prioridad.

Sin papeles, recién llegada, sin saber nada de nada, me eché a cuestas aquella casa y esos niños, y la primera oración que logré construir a la semana fue «Me duelen hasta las mitocondrias». No veía la hora de que me dieran mi hora. Porque no era en un momento fijo, y no era más que una hora.

A veces, los padres llegaban a las seis y me decían Hoy tenemos que salir, coge media hora y mañana coges el resto, y yo OK, porque a mí ya todo me parecía OK, porque ni tiempo de leer los derechos de las internas había tenido e, igual, creía que por no estar legal ya me daban bastante con esa hora, incluso con la mitad.

Moví horarios y costumbres, y ya tenía a los niños acostados a las nueve, pero la madrugada era mía, y al menos tres veces por semana había llanto de alguno, el toque del mayor con el «No puedo dormir», o el desconsuelo del más pequeño cuando se le caía el tete y había que buscarlo, siempre, debajo de la cuna.

Ya me había hecho dueña de los cuatro tetes que tenía, los atesoraba como el arma que me otorgaría la salvación: Grito, chupón nuevo, Grito, chupón nuevo. Y así evitaba los quebraderos de rodillas, que de tanto estar de pie durante el día, limpiando, fregando hora y media porque aquello no tenía nombre, se me rompían del dolor si las doblaba para agacharme.

No obstante, me hice de todas las canciones que me cantaba mi abuela cuando, de niña, me mecía en un balance y, desde La pájara pinta hasta Un cielo azul, y cualquiera que terminaba inventando para llamar la atención de tres niños de edades diferentes, me socorrieron todo lo que puede socorrer el ancestral arte de arrullar.

No pocas veces me detuve frente al verso siguiente cuando me daba cuenta de que al cantar «Oye, tú que dices que tu patria no es tan bella, oye, tú que dices que lo tuyo no es tan lindo, yo te invito a que busques por el mundo otro cielo tan azul como mi cielo, una luna tan brillante como aquella, que se oculta en la dulzura de la caña…», venía el «Y un Fidel, que vive en las montañas, un rubí, cinco franjas y una estrella». Entonces, por algo que no sé bien si era vergüenza o tino, para no parecer proselitista o «rara», me iba directo al «Cuba, qué linda es Cuba, quien la defiende la quiere más», y después corriendo, de nuevo, al «Estaba, la pájara pinta, sentada en su verde limón».

Con el tiempo los niños empezaron a quererme, incluso el del medio, que cuando lo conocí solo gritaba y tiraba cosas como un poseído, ¿Cómo has hecho para tranquilizarlo tanto?, me decían algunos de los amigos de los padres, a veces los padres mismos, y yo decía «Paciencia», cuando en verdad lo que tenía que decirles era «Le he dado amor».

Le di mucho amor a esos niños, incluso en las veces que tuve que alzarle la voz al mayor cuando sacaba lo peor de mí con sus regueros o sus resistencias a bañarse. Así habría tratado a mi propio hijo, me dije antes de dormir la noche que, preocupada porque lo había hecho llorar, me fui triste a la cama. Triste, por primera vez, por algo que no eran mis dolencias físicas o el «Ay de mí, tan lejitos de casa». Y allí comprendí que Dios tenía esos caminos de los que hablan todos: había muchas formas de ser madre, y a mí, por esta, hasta me pagaban, como me había hecho entender una sabia y gran amiga mía cuando me dijo «Tú piensa que es tu casa, son tus hijos, los que no tuviste, y métele con todo».

Pero el asunto estaba en que, además de que no eran ni mi casa ni mis hijos tampoco habría tenido yo JAMÁS ese desorden y esos malos hábitos alimenticios bajo mi techo, y, como en una casa mía, el orden y la limpieza, las rutinas y la disciplina me habrían eximido de aquellas largas horas tratando de entrar en caja aquello, hubiera tenido el tiempo de sentarme a editar, o a escribir, porque ardía allí el deseo de ser yo otra vez, pero me masacraban tanto los quehaceres que la hora en que podía ponerme a ser yo misma la usaba para dormir, una forma de matar, al menos por un rato, a la criada.

El tránsito

Mis jefes eran venezolanos. Las diferencias culturales y mi encierro, mis intercambios sociales sólo cuando ellos hacían fiesta y venían OTROS venezolanos, me hacían sentir en un limbo lingüístico, una previa a un futuro que no llegaba, un tiempo de misionaje o purga antes de entrar, de verdad, a España.

¿En qué círculo del Infierno estaría yo?, ¿por qué? A veces me parecía que en verdad estaba en Venezuela y no en España. Aprendí a hacer arepas y a rellenarlas con cosas que jamás se me hubieran ocurrido, y me di al placer del pabellón, que no es lo que en Cuba significa, y a los tequeños, que se han luchado un sitio en los menús de los Burgers King a fuerza de tanto venezolano por Galicia.

Así transcurrieron cinco meses. Y en algún que otro viaje que hice con ellos me decían «Coge ahora tu hora libre», y yo les daba mi móvil para que me hicieran fotos.

Salíamos en el coche y ellos ponían su música, me preguntaban qué música se escuchaba en Cuba, y yo que no escuchaba la música que se escuchaba en Cuba, como tampoco sé hacer congrí, les decía que no sabía bien, pero que de seguro esa misma que escuchaban ellos, que llevaban, a todo lo que daba, el «Titi me preguntó» de Bad Bunny. «¿No escuchas música tú?» Me preguntaron la primera vez que les comenté, y yo «Sí, sí, claro, pero es una música más de viejita», tuve que decir, hasta con vergüenza…

Pero un día pude editar, y entre gritos, mocos, lavadoras, ropa por doblar y colocar, biberones, limpia de nuevo la cocina que habías dejado impoluta y que han vuelto mierda estos desconsiderados, y un largo etc., me llegaron las traducciones de dos piezas francesas. Aquel trabajo, además de la carga emotiva por volver a dar ctrol E o poner en versalitas calzadas los nombres de los personajes, me acercaba de nuevo al traductor, la persona por la que, a la vez, partí y morí partiendo.

Aquí podría explayarme con mi teoría acerca de que los verbos modales los inventaron, con sus connotaciones, para mí, pero el hecho de que amar, temer y partir bien que podrían titular los últimos trece años de mi vida, aquí el cuento es otro, y lo verdaderamente importante es que volví a ser yo un rato, regocijada en el buen equipo que siempre habíamos sido, aunque recostada a una pared fría que no era el sillón de mimbre desde donde le alcanzaría mi pie derecho para que me lo fuera acariciando mientras le preguntaba por qué había decidido traducir esto por lo otro y no por lo de más allá; pero alguito era alguito, y ese alguito me dio un poco de felicidad.

Con ese subidón me planté y dije que me iba. Esperaron más de un día para preguntarme por qué, y ni siquiera lo hicieron frente a frente. Después de largas negociaciones llegamos al acuerdo de que ellos, al menos, bajarían los platos de su habitación y escurrirían los restos de comida en la basura, que los días en que yo librara fregarían lo que ensuciaran y cuidarían la limpieza, que me pagarían cien euros más ―antes me pagaban 1100 y ni siquiera tenían que pagar seguridad social por mí, que estaba ilegal― y que me darían dos horas en vez de una para descansar.

Había tenido un agosto durísimo, con los tres niños en la casa, el del medio con el fémur roto porque se había tirado de la cuna, el mayor haciéndome la fuerza de estar en Youtube all the time y el menor tranquilo, pero con las demandas normales de un niño de un año que empezaba a aprender a caminar, a comer solo, a querer más tiempo y atención para él.

La torre de Hércules. 
Foto: Yudalkis Sarduy
La Torre de Hércules, La Coruña, Galicia, España, tiene el privilegio de ser el único faro romano y el más antiguo en funcionamiento en el mundo, data del siglo I. Foto: Yudarkis Veloz Sarduy

Llegaba al fin septiembre, al fin mis dos horas, al fin cien euros más, pero lo del orden y la consideración fue, como lo sólido de Marx, desvaneciéndose en el aire. Hice bien en pedirle cien euros más, al final me sigo encontrando restos de comida entre las sábanas, me dije, y al mes exacto me sentaron para decirme que ya no me podían tener más, que habían quebrado, y que el dinero que debían pagarme me lo irían pagando poco a poco, que me podía quedar allí hasta que encontrara techo y trabajo, y que si tenía momentos libres y quería quedarme con los niños, pues a ellos les vendría bien.

Respiré, le conté a los amigos que siempre han estado al tanto, apagué el teléfono y dormí. Me levanté tranquila y empecé mi vida de errante hasta que quince días después encontré una habitación en un piso compartido y un trabajo. Sé que Dios estuvo allí, sé que he sido afortunada, que poco trabajo hay y que lo encontré en poco tiempo, y que lo debo cuidar, y cogerle la vuelta, como dicen mis amigos, porque aunque la primera semana terminé a diario con migraña porque era una casa inmensa y había que hacer mucho en muy poco tiempo y por lo tanto a gran velocidad, me toca agradecer.

La chica que me «contrató» me entrevistó por mi anuncio de niñera. Hablamos de las técnicas Montessori de las que me he informado tanto, de mis habilidades comunicativas y mi convicción de la menor televisión posible, de cómo les podría enseñar a sus hijos hasta francés, y pactamos que en lo que me llegaban los papeles me pagaría 1300 por cuarenta horas semanales y 1111 más la seguridad social una vez que ya estuviera legal. Ahora recojo, limpio, friego, seco, guardo, lavo, plancho y lo tengo que hacer todo a gran velocidad.

Cuando salgo a la calle sigo en modo fast, repitiéndome que bien que hubiera podido yo morirme sin tener que aprender a planchar fundas nórdicas, que quién me iba a decir a mí que tendría que buscar tutoriales para lograr entender cómo se meten dentro de ellas esos edredones gordísimos y para colmo de cama King Zise, y voy rompiendo el viento súper fuerte que hay siempre en esta ciudad, loca por tirar este cuerpo en mi camastrico de noventa centímetros que, además, cruje.

He empezado a tomar colágeno para el dolor de las rodillas, y todavía no hace el frío fuerte de invierno y ya me estoy poniendo tres capas y el abrigo más grueso que tengo. Me despierto cada día y apago la alarma antes de que suene, y ya digo «Al fin» cuando veo que son las 7:20 a. m., no porque esté loca por irme a trabajar, sino porque me paso la noche dando vueltas, tensa, en paradoja, porque quiero descansar.

Regreso al mediodía y como lo que me he hecho el domingo para toda la semana, me acuesto y me levanto para estar a las cinco allí otra vez. A veces me ha tocado llevar a los niños a una plaza donde van otros niños y sus «cuidadoras». Los niños se dicen unos a otros Me voy a chivar con tu cuidadora, las cuidadoras se dicen unas a las otras que tengan cuidado con fulana o mengana, que esto o lo otro o aquello y tal.

Yo me pongo en modo Interpretación de personaje, tiro de Stanislavski y miro cada un segundo el reloj a cuenta de obligarlo a que me dé primero las siete ―para subir y darles de comer y terminar de fregar y de volver a limpiar salón y cocina―, y luego las nueve, cuando vuelvo a partir rauda, y veloz, a tomarme mi yogur griego con arándanos deshidratados y uvas pasas, a ducharme en un cuadrilátero de cuarentaicinco por cuarentaicinco en el que me doy constantes golpes en rodillas, codos y brazos a falta del espacio que ―no sabía yo cuánto se gesticula en el acto del enjabonamiento― trato de optimizar, para luego caer de nuevo en mi camastro, moverme con sigilo para no molestar con los chirridos a los roomies y esperar a que sean, de nuevo, las 7:20 a. m.

Parezco triste, pero he podido mandarle frutos secos a mi abuela. Y verla reconocerlos, decirme, aunque a través de la pantalla, que estas son avellanas y estas nueces y estas almendras, y que allí ya no se encuentra ni el maní, que qué ricos están, y que ya no va a morirse sin haberlos vuelto a probar, me hace tirar para alante. Aprieto el ya sabemos qué, sigo en modo fast y no dejo de pensar en que volveré a ser reina porque allí ya no me quedaba tierra fértil y aquí acaso en esta primavera no florezcan los rosales, pero florecerán la otra primavera.


Pies de mujer en la arena.
Imagen: Yudarkis Veloz


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