“Últimos días de una casa”: el silencio y la soledad como escritura
En su largo poema de 1958, “Dulce María Loynaz asume la casa como un ser vivo. La describe como mujer que sufre el olvido a que ha sido condenada”.
Últimos días de una casa fue el último poemario de Dulce María Loynaz. Si la ciudad había sido en Jardín un tema de especial imantación para la autora, ahora la casa se convierte en el eje central sobre el cual gira el resto de los motivos que aparecen en el poema. El crítico y ensayista Alejandro González Alonso resaltó la dimensión del texto cuando afirmó:
Quizás no haya comienzo más desgarrador en la poesía cubana que estos versos que dan inicio al poema de Últimos días de una casa. La soledad y el silencio se tejen en un espacio abandonado para cubrir la casa, los recuerdos y la vida. Es un viaje sin regreso desde la memoria afectiva. El silencio con su aterrador sonido que es la soledad, se ha adueñado de todos los espacios. Comienza, pues, la historia difícil de un mundo que ha llegado a su fin.
No sé por qué se ha hecho desde hace tantos días
este extraño silencio:
silencio sin perfiles, sin aristas,
que me penetra como agua sorda.
Como marea en vilo por la luna,
El silencio me cubre lentamente.
Me siento sumergida en él, pegada
su baba a mis paredes;
y nada puedo hacer para arrancármelo,
para salir a flote y respirar
de nuevo el aire vivo,
lleno de sol, de polen, de zumbidos.
El carácter antropológico de la “casa” en la poesía cubana
Es importante decir que, la casa como tema, ha sido recurrente en la poesía cubana de diversas épocas. Sea Mariano Brull, María Villar Buceta, Rolando Escardó o Lina de Feria allí está la casa como espacio vacío, triste, difícil o lejano. También estuvo presente en las poetisas latinoamericanas de principio del siglo XX. Es el caso de Juana de Ibarbourou, amiga personal de Dulce María Loynaz, que no dejó de tenerlo en cuenta en poemas como “La casa”, “Tregua en el campo” o “La casa vieja”. Otras poetisas de América como Delmira Agustini y Alfonsina Storni también lo abordaron como tema.
Este poema de Dulce María narra la historia de una casa, donde esta alcanza un carácter metafórico, y la escritura se convierte en el hogar mismo de la tradición familiar.[2] La casa, pues, implica la distribución de un espacio; y cada uno de esos espacios cumple una función. Hay espacios que compartimentan de modo especial la vida de la familia: la sala de recibir; el comedor, propio para la reunión familiar más íntima; el patio, para el recreo, los juegos, los refugios de tristezas.
Todos y cada uno de estos territorios domésticos se convierten en pequeños eslabones de una cadena que marca la mecánica cotidiana de la familia. Por tanto, la casa tiene un carácter antropológico. El hombre es equiparado a su casa como un nexo que lo vincula en esencia a su patrimonio, a su identidad y a su nación. Esa dimensión antropológica de la casa fue advertida, desde el lirismo más fino, por Dulce María Loynaz cuando dice:
Y es que el hombre, aunque no lo sepa,
unido está a su casa poco menos
que el molusco a su concha.
No se quiebra esta unión sin que algo muera
en la casa, en el hombre… O en los dos.[3]
La casa es, pues, parte de una cultura y entorno de una nación; no en balde Martí en La Edad de Oro, visualiza que la historia humana está contada a partir de sus casas. Al pensar entonces en esta casa poetizada por Dulce María Loynaz, se reflexiona también en la historia insular. La casa de este poema es expresión de un patrimonio amenazado por el empuje de la modernidad. Llena de muebles y objetos que han pertenecido a generaciones diferentes, cada uno de ellos se ubica en un determinado espacio del recinto familiar. Esos sitios denotan también una microhistoria de la familia, a veces un desgarramiento que recorre todo el poema. La autora da voz y personalidad a esta casa que adquiere un carácter simbólico:
Pero nadie puede decir
que he sido una casa silenciosa;
por el contrario, a muchos muchas veces
rasgué la seda pálida del sueño
—El nocturno capullo en que se envuelven—,
Con mi piano crecido en la alta noche,
las risas y los cantos de los jóvenes
y aquella efervescencia
que ha borbotado siempre en mis ventanas
como en los ojos de las mujeres enamoradas.[4]
La “casa” de Dulce María es un ser vivo
La casa creada en el poema de la Loynaz, sitúa al receptor en un antes y un después marcado por la modernidad, sin que se divida el texto en dos nítidos segmentos, como en sus obras lo hicieron el cubano Mariano Brull en “La casa del silencio” y la uruguaya Juana de Ibarbourou en “La casa vieja”. La autora de “Canto a la mujer estéril” permite que en su texto pasado y el presente transiten de manera difusa. Así, en la memoria afectiva se traslapan uno y otro tiempo, como en una indetenible confusión de recuerdos, a través de los cuales, la entrada en la modernidad es percibida con la misma punzante exasperación con que lo hiciera Alfonsina Storni en la imagen de sus casas cuadradas:”
Casas enfiladas, casas enfiladas
Casas enfiladas. Cuadradas, cuadradas.
Casas enfiladas.
Las gentes ya tienen el alma cuadrada,
Ideas en fila.
Y ángulo en la espalda.
Yo misma he vertido ayer una lágrima,
Dios mío, cuadrada.[5]
Dulce María Loynaz asume la casa como un ser vivo. La describe como mujer que sufre el olvido a que ha sido condenada. Mujer que también deja atrás los recuerdos y le cuesta discernir entre pasado y presente. La casa en soledad descrita por Dulce María, como ella, está muriendo lentamente. Sólo queda esperar el fin. La muerte en soledad, porque no hay momento más solitario en el hombre, que la muerte:
Perdí hasta su memoria. No recuerdo
por el sol se le ponía.
No acierto si era malva o era púrpura
el tinte de sus aguas vesperales,
ni si alciones de plata le volaban
sobre la cresta de sus olas …No recuerdo, no sé…
Yo, que le deshojaba los crepúsculos,
Igual que pétalos de rosas.
Tal vez el mar no exista ya tampoco.
O lo hayan cambiado de lugar.
O de sustancia. Y todo: el mar, el aire,
los jardines, los pájaros,
se haya vuelto también de piedra gris,
de cemento sin nombre.
Cemente perforado.
El mundo se nos hace de cemento.
Cemento perforado es una casa.
Y el mundo es ya pequeño, sin que nadie lo entienda,
para hombres que viven, sin embargo,
en aquellos sus mínimos taladros,
hechos con arte que se llama nueva,
pero que yo olvidé de puro vieja,
cuando la abeja fabricaba miel
y el hormiguero, huérfano de sol,
me horadaba el jardín.
Ni aun para morirse
espacio hay en esas casas nuevas;
y si alguien muere, todos tienen prisa
para sacarlo y llevarlo a otras mansiones
labradas sólo para eso:
acomodar los muertos
de cada día.[6]
Concluye el ciclo de una historia y comienza el tránsito hacia la muerte: “Otro día ha pasado y nadie se me acerca. / Me siento ya una casa enferma, / una casa leprosa”.[7]
La casa es despojada de lo que la seguía sosteniendo
Los muebles comienzan a salir de un recinto que el lector no ve, sino que imagina más allá de la escritura. Estos objetos emprenden un viaje sin retorno:
Me pareció. No estoy segura.
Y pienso ahora porque es de pensar,
en esa extraña fuga de los muebles:
el sofá de los novios, el piano de la abuela
y el gran espejo con dorado marco
donde los viejos se miraron jóvenes,
guardando todavía sus imágenes
bajo un formol de luces melancólicas.
No ha sido simplemente un trasiego de muebles.
Otras veces también se los llevaron
—nunca el piano, el espejo—,
Pero era sólo por cambiar aquellos
Por otros más modernos y lujosos.
Ahora han sido todos arrasados
de sus huecos, los huecos donde algunos
habían echado ya raíces…[8]
El piano y el espejo, como sellos del mobiliario criollo, habían sido un testimonio de permanencia en los sucesivos cambios de menaje. Jardín evidencia una modelación espacial semejante, en la cual los objetos alcanzan una carga apreciable de significados añadidos, entre los que puede señalarse una identificación entre el mueble familiar y la ternura de un abuelo, en paralelo a la que Juana de Ibarbourou había establecido entre casa-abuela en el poema “La casa”:
Mi casa es un remanso donde me lleno de oro
Las manos alocadas que tiran su tesoro
Por todos los senderos. Mi casa es una abuela
Que para darme alientos constantemente vela.[9]
Aquí la uruguaya trazó unas ruinas marcadas por la ternura en la que se enseñoreaba la naturaleza con sus flores y sus aromas, que las convierten en perpetuo refugio potencial. La morada poética evocada por la Ibarbourou consiste en un rincón recreado por el sujeto lirico que ha optado por no regresar al seno doblemente maternal —la casa es una abuela—. En una imagen que tiene puntos de contacto con este poema, insisto, pero también diferencias notables, se convertirá la casa en el poema de Dulce María Loynaz.
Memoria en trance de letal fragmentación
Últimos días de una casa aparece como memoria en trance de letal fragmentación. Es este un tema fundamental en su obra, que se aborda con semejante intensidad en Un verano en Tenerife, obra construida a partir de un viaje, y que se aparta de la estructuración trivial de este tipo de escritura. No es ahora el momento de detenerse en este libro extraordinario de Dulce María, basta observar que termina con una imagen, no sólo nítidamente espacial, sino también esencialmente poética:
La destrucción de la casa era el final de una vida que encerraba otras muchas. Es, no cabe duda, una historia donde familia y patria son una sola cosa. La casa muere en soledad, como los hombres. Por eso, se me antoja que este poema fue una despedida de Dulce María Loynaz, que como Casandra pudo ver el futuro. Alejandro García Alonso, quien fuera su amigo personal, la caracterizó:
Y como la casa del poema, Dulce María Loynaz sabía que:
Los hombres son y sólo ellos
los de mejor arcilla que la mía,
cuya codicia pudo más
que la necesidad de retenerme.
Y fui vendida al fin,
porque llegué a valer tanto en sus cuentas
que no valía nada en su ternura…
Y si no valgo en ella, nada valgo…
Y es hora de morir.[12]
Y así fue, porque con Últimos días de una casa, Dulce María Loynaz concluía el recorrido —fundacional para la expresión literaria cubana— que había iniciado en Jardín: la conquista de un espacio, simultáneamente lírico y narrativo. Pero también, el más alto y auténtico peldaño, el más honesto, el más culto y el más humano de la poesía femenina, en una Cuba de todos los tiempos.
[1]Dulce María Loynaz: Poesía escogida. Selección y prólogo de Alejandro González Alonso. UNAM, México, 2012, pp. 4-5.
[2]Alejandro González Alonso ha aclarado en relación con la casa del poema loynaciano: “Es necesario aclarar para reparar las equivocaciones de algunas afirmaciones que, […] en “Últimos días de una casa” es la que ocupó con su madre y hermanos en la esquina de las calles San Rafael y Amistad, en el centro de La Habana, en los altos de lo que después fue una elegante joyería”, en: La dama de América. Textos y documentos de Dulce María Loynaz. Ed. Betania, Madrid, 2016, p. 32.
[3]Dulce María Loynaz: Poesía escogida. P. 11.
[4]Dulce María Loynaz: Últimos días de una casa. Serie Americana. Colección Palma, Madrid, 1958, p.8.
[5]Alfonsina Storni: Antología poética. Ed. Espasa Calpe. Buenos Aires, 1938, p.31.
[6]Ibíd., p.150.
[7]Dulce María Loynaz: “Últimos días de una casa”, en: Poesía completa, p. 152.
[8]Ibíd, pp. 151-152.
[9]Juana de Ibarbourou: Poemas.Ed. Espasa Calpe, Buenos Aires, 1947, p. 76.
[10]Dulce María Loynaz: Un verano en Tenerife. Ed. Aguilar. S.A. Madrid, 1958, p. 399.
[11]Alejandro González Alonso: “Prólogo” a: Dulce María Loynaz: Poesía escogida, p.5.
[12]Dulce María Loynaz: Poesía escogida, p. 24.
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