La pastora Marcela, un personaje irreverente y singular en “El Quijote”

Acusada de la muerte de Grisóstomo, por no corresponder su amor, Marcela aparece en el entierro para reclamar su libertad ante tal acusación: “Yo nací libre”, comienza su discurso.

La pastora Marcela, un personaje irreverente y singular en el Quijote.
Ilustración de Tony Johannot para una edición francesa del libro publicada en 1836.

“El Quijote como la Odisea, la Commedia o el Hamlet, nos enriquece como seres humanos, mos­trándonos que, a través de la creación artística, el hombre puede romper los límites de su condición y alcanzar una forma de inmortalidad; al mismo tiempo nos fulmina, haciéndonos conscientes de nuestra pequeñez, contrastados con el gigante que concibió esa gesta.”
Mario Vargas Llosa

Hay tres capítulos que siempre me han impresionado y me gustan especialmente de el Quijote. Son el relato de la pastora Marcela (Capítulos XII, XIII y XIV de la 1a parte), un icono de modernidad que no parecen escritos en el siglo XVII sino en el XX. El personaje de Marcela se sale de la clasificación social de su tiempo y aporta al texto una visión difícil de interpretar para sus coetáneos. Se basa en la libertad de elección de un personaje femenino para vi­vir a su manera.

Esta pretensión, tan lógica en nuestro tiempo no lo era en una sociedad en la que los rasgos masculino y femenino asumían unos roles establecidos. Además de ir en contra de los modos y costumbres de la sociedad de su tiempo, Marcela pro­pone una vida en libertad donde el individuo —la mujer— tiene derecho a decidir por sí mismo, enfrentándose con su decisión a los deseos de los demás.

Este planteamiento resulta novedoso no solo en un personaje femenino de la literatura sino en la sociedad. Recordemos algunos pasajes significativos de este texto. Cervantes presenta en primer lugar la muerte de un joven que se hizo pastor para seguir a su amada y no consiguiendo ser correspondido se suicida. (En este punto debo aclarar que Cervantes no afirma rotundamente el sui­cidio, sino que se sobreentiende.)

Veamos el pasaje:

—Pues sabed —prosiguió el mozo— que murió esta mañana aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se mur­mura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el Rico; aquella que anda en hábito de pastora por esos andurriales.

—Y es lo bueno que mandó en su testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro, y que sea al pie de la peña don­de está la fuente del alcornoque, porque, según es fama, y él dicen que lo dijo, aquel lugar es donde él la vio la vez primera.

No desea ser enterrado en el cementerio, es decir, en tierra san­tificada, porque quiere permanecer en el lugar en el que vio por primera vez a su amada. Su adoración por ella va más allá de su fe. Veamos ahora la descripción de los protagonistas de la historia.

Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era aquel y qué pastora aquella; a lo cual Pedro respondió que lo que sabía era que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de un lugar que estaba en aquellas sierras, el cual había sido estudiante muchos años en Sa­lamanca, al cabo de los cuales había vuelto a su lugar, con opinión de muy sabio y muy leído.

— …después que vino de Salamanca, un día remaneció ves­tido de pastor, con su cayado y pellico, habiéndose quitado los hábitos largos que como escolar traía; y juntamente se vistió con él de pastor otro su grande amigo, llamado Ambrosio, que había sido su compañero en los estudios. [...]

Ya en este tiempo era muerto el padre de nuestro Grisóstomo, y él quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, ansí en mue­bles como en raíces,[1] y en no pequeña cantidad de ganado, ma­yor y menor, y en gran cantidad de dineros; de todo lo cual quedó el mozo señor desoluto, y en verdad que todo lo merecía; que era muy buen compañero y caritativo y amigo de los buenos, y tenía una cara como una bendición. Después se vino a entender que el haberse mudado de traje no había sido por otra cosa que por andarse por estos despoblados en pos de aquella pastora Marcela, de la cual se había enamorado el pobre difunto de Grisóstomo”. Y quiéroos decir agora, porque es bien que lo sepáis, quién es esta rapaza: quizá, y aun sin quizá, no habréis oído semejante cosa en todos los días de vuestra vida.

—“Digo, pues, señor mío de mi alma —dijo el cabrero—, que en nuestra aldea hubo un labrador aún más rico que el padre de Grisóstomo, el cual se llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las muchas y grandes riquezas, una hija, de cuyo parto murió su madre, que fue la más honrada mujer que hubo en todos estos contornos. De pesar de la muerte de tan buena mujer murió su marido Guillermo, dejando a su hija Marcela, muchacha y rica, en poder de un tío suyo sacerdote y beneficiado en nuestro lugar. Creció la niña con tanta belleza, que nos hacía acordar de la de su madre, que la tuvo muy grande; y, con todo esto, se juzgaba que le había de pasar la de la hija. Y así fue; que cuando llegó a la edad de catorce a quince años, nadie la miraba que no bendecía a Dios, que tan hermosa la había criado, y los más quedaban enamorados y perdidos por ella. Guardábala su tío con mucho recato y con mucho encerramiento; pero, con todo esto, la fama de su mucha hermosura se extendió de manera que, así por ella como por sus muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo, sino de los de muchas leguas a la redonda, y de los mejores dellos, era rogado, solicitado e importunado su tío se la diese por mujer. Mas él, que a las derechas es buen cristiano, aunque quisiera casarla luego, así como la vía de edad, no quiso hacerlo sin su consen­timiento, sin tener ojo a la ganancia y granjería que le ofrecía el tener la hacienda de la moza, dilatando su casamiento. [...]

—Así es la verdad —dijo don Quijote—, y proseguid adelan­te, que el cuento es muy bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con muy buena gracia.

—La del Señor no me falte, que es la que hace al caso. Y en lo demás, sabréis que, aunque el tío proponía a la sobrina y le decía las calidades de cada uno en particular, de los muchos que por mujer la pedían, rogándole que se casase y escogiese a su gusto, jamás ella respondió otra cosa sino que por entonces no quería casarse, y que, por ser tan muchacha, no se sentía hábil para poder llevar la carga del matrimonio. Con estas que daba, al parecer, justas escusas, dejaba el tío de importunarla, y esperaba a que entrase algo más en edad y ella supiese escoger compañía a su gusto. Porque decía él, y decía muy bien, que no habían de dar los padres a sus hijos estado contra su voluntad.

Pero hételo aquí, cuando no me cato, que remanece un día la melindrosa Marcela hecha pastora; y, sin ser parte su tío ni todos los del pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo con las demás zagalas del lugar, y dio en guardar su mesmo ganado. Y, así como ella salió en público y su hermosura se vio al descubierto, no os sabré buenamente decir cuántos ricos mancebos, hidalgos y labradores han tomado el traje de Grisóstomo y la andan requebrando por esos campos; uno de los cuales, como ya está dicho, fue nuestro difunto, del cual decían que la dejaba de querer, y la adoraba. Y no se piense que porque Marcela se puso en aquella libertad y vida tan suelta y de tan poco o de ningún recogimiento, que por eso ha dado indicio, ni por semejas, que venga en menoscabo de su honestidad y recato; antes es tanta y tal la vigilancia con que mira por su honra, que de cuantos la sirven y solicitan ninguno se ha alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado alguna pequeña esperanza de alcanzar su deseo.

Que, puesto que no huye ni se esquiva de la compañía y conversación de los pastores, y los trata cortés y amigablemente, en llegando a descubrirle su inten­ción cualquiera de ellos, aunque sea tan justa y santa como la del matrimonio, los arroja de sí como con un trabuco.
Entierro de Grisóstomo. Pierre Gustave Eugène (1817-1882)
Entierro de Grisóstomo. Pierre Gustave Eugène (1817-1882)

A continuación, el pastor relata una costumbre que curiosamente sigue vigente en la actualidad, en la que los enamorados graban en un árbol las iniciales de su nombre dentro de un corazón:

No está muy lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela; y encima de alguna, una corona grabada en el mismo árbol. [...]

Mas, apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones del oriente, cuando los cinco cabreros se levantaron y fueron a despertar a don Quijote, y a decille si estaba todavía con propósito de ir a ver el famoso entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote, que otra cosa no deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y enalbardase al momento, lo cual él hizo con mucha diligencia, y con la mesma se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuan­do, al cruzar de una senda, vieron venir hacia ellos hasta seis pas­tores, vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano. En llegándose a juntar, se saludaron cortésmente, y, preguntándose los unos a los otros dónde iban, supieron que todos se encaminaban al lugar del entierro; y así, comenzaron a caminar todos juntos. [...]

—Aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo de Gri­sóstomo, y el pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó que le enterrasen.

Recibiéronse los unos y los otros cortésmente; y luego Don Quijote y los que con él venían se pusieron a mirar las andas, y en ellas vieron cubierto de flores un cuerpo muerto, vestido como pastor, de edad, al parecer, de treinta años; y, aunque muerto, mostraba que vivo había sido de rostro hermoso y de disposición gallarda. Alrededor de él tenía en las mesmas andas algunos libros y muchos papeles, abiertos y cerrados. Y así, los que esto mira­ban, como los que abrían la sepultura, y todos los demás que allí había guardaban un maravilloso silencio, hasta que uno de los que al muerto trujeron dijo a otro:

—Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas.

La descripción del pastor no puede ser más detallada:

—Ese es el cuerpo de Grisóstomo, que fue único en el ingenio, solo en la cortesía, extremo en la gentileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y, fi­nalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en todo lo que fue ser desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin una pastora a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no me hubiera mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra. [...]

Y, queriendo leer otro papel de los que había reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa visión (que tal parecía ella) que improvisamente se les ofreció a los ojos; y fue que, por cima de la peña donde se cavaba la sepultura, apareció la pastora Marcela, tan hermosa que pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio; y los que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían visto. Mas, apenas la hubo visto Ambrosio, cuando con muestras de ánimo indignado, le dijo: [...]

—Dinos presto a lo que vienes, o qué es aquello de que más gustas; que, por saber yo que los pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan los de todos aquellos que se llamaron sus amigos.

—No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has di­cho —respondió Marcela—, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos.

Fredo Arias y de la Canal, en la tercera edición de su libro Las fuentes literarias de Cervantes[2] señala el parentesco de la histo­ria de Marcela con la tradición griega, en concreto con Nonos, un autor del siglo V cuya obra titulada Dionisíaca presenta la his­toria de amor trágico del pastor Himnos y la ninfa cazadora Ni­caia. Está claro que Cervantes tenía una inmensa cultura y que pudo utilizar esta fuente para inspirarse en el personaje de Marce­la.

Arias demuestra esta fuente utilizada por Cervantes para la de­fensa de la pastora y su libertad de actuación reproduciendo en su trabajo la defensa de Nicaia contra la maledicencia de los pastores amigos de Himnos que querían vengarlo. En muchas ocasiones, Cervantes cita libros leídos y autores admirados y en otras calla los que utiliza. Véase su justificación en el excelente “Prólogo” de el Quijote donde “un amigo” le aconseja lo que tiene que hacer para citar libros o conseguir poemas que alaben su obra, como era costumbre en ese tiempo.

La pastora Marcela, según el grabado de Gustavo Doré
La pastora Marcela, según el grabado de Gustavo Doré (1832-1883).

Pero volvamos a la historia de Marcela:

Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera que, a que me améis os mueve mi hermosura; y, por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y, siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir “Quiérote por hermosa; me debes amar aunque sea feo”. Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos; que no todas hermosuras enamoran; que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las volunta­des confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar; porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como el Cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amarais? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermo­sura que tengo; que, tal cual es, el Cielo me la dio de gracia, sin yo pedirla ni escogerla. Y, así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda: que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca.

La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la ho­nestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al alma más ador­nan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que, por sólo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda?

Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos; los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas de estos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras; y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo ni a otro alguno, en fin, de ninguno dellos, bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: ¡mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese el engañado, desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confíese el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito.

El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por desti­no, y el pensar que tengo de amar por elección es excusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho; y entiéndase, de aquí adelante, que si algu­no por mí muriere, no muere de celoso ni de desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los desenga­ños no se han de tomar en cuenta de desdenes. [...]

Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo con­servo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas propias y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de sujetarme; ni quiero ni abo­rrezco a nadie; no engaño a este ni solicito aquel, ni burlo con uno ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera.

Y, en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se entró por lo más cerrado de un monte que allí cer­ca estaba, dejando admirados, tanto de su discreción como de su hermosura, a todos los que allí estaban. Y algunos dieron mues­tras de quererla seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaño que habían oído; lo cual visto por Don Quijote, pareciéndole que allí venía bien usar de su caballería, socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su espada, en altas e inteligibles voces, dijo:

—Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía. Ella ha mostrado con claras y suficientes razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán ajena vive de condescender con los deseos de ninguno de sus amantes, a cuya causa es justo que, en lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la que con tan honesta intención vive.

O ya que fuese por las amenazas de Don Quijote, o porque Ambrosio les dijo que concluyesen con lo que a su buen amigo debían, ninguno de los pastores se movió ni apartó de allí hasta que, acabada la sepultura y abrasados los papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas de los circuns­tantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio que había de decir de esta manera:

Yace aquí de un amador
el mísero cuerpo helado,
que fue pastor de ganado,
perdido por desamor.

Murió a manos del rigor
de una esquiva hermosa ingrata,
con quien su imperio dilata
la tiranía de Amor.


[1] Bienes inmuebles (o bienes raíces): Propiedades que no pueden moverse del lugar en el que están, tales como tierras, locales o viviendas.
[2] Arias y de la Canal, Fredo: Las fuentes literarias de Cervantes, 3a ed., México, Frente de Afirmación Hispanista, 2012.

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