Entrevista │ Lilita Sosa: “Escenario es donde uno decida pararse”

“Resiliencia no es aguantar sin quejarse, sino aprender a encender tu propia calefacción interior”, afirma Lilita Sosa. Esta es una lección crucial para el emigrante.

| Diálogos | 06/10/2025
Lilita Sosa. Foto: Dani Piedrabuena
Lilita Sosa. Foto: Dani Piedrabuena

Hay una foto en el perfil de Instagram de Lilita Sosa, semi-enterrada entre videos reflexivos y esporádicas historias de cafés bien servidos. Es una imagen de backstage. Ella, con el vestuario de El rostro de los días, sonríe con los ojos brillantes, el pelo aún alborotado por la secadora del equipo de maquillaje. El pie de foto adjunta la frase: “Agradecida siempre”. Tres años y un océano (físico y psicológico) separan esa sonrisa de la que me ofrece ahora en un café de Chamberí, donde trabaja de lunes a sábado. La misma luz en la mirada, pero con un mapa nuevo de experiencias grabadas en las retinas y en el alma. No es la mirada de quien perdió algo, sino de quien está en plena lucha por no perderse a sí misma.

Lilita llegó a Madrid con una visa de estudios para un curso de actuación y un currículum soñado por cualquier joven actriz de 24 años: formada en el semillero de La Colmenita, la importante y reconocida agrupación cubana de teatro infantil; protagonista de una telenovela que fue fenómeno nacional en Cuba y que la puso en la mente miles de cubanos; integrante del elenco estable de la serie Calendario; y el honor de haber trabajado con Fernando Pérez, uno de los cineastas cubanos más venerados, en El mundo de Nelsito. Traía consigo, en una maleta, los ecos de los aplausos. La realidad madrileña, sin embargo, tiene un sonido distinto, una banda sonora más áspera: el chirrido de la máquina de café, el tintineo de las copas, el murmullo constante de un bar a media mañana.

Acto I: “El maestro más exigente no es un director, es la vida”

Lilita Sosa como percusionista en La Colmenita.
Lilita Sosa como percusionista en La Colmenita.

“La hostelería es puro teatro”, me dice en un descanso breve, con la precisión de quien ha destilado una verdad profunda después de miles de turnos. “Tienes un personaje —la camarera amable y eficiente—, un escenario —el restaurante— y un público —los clientes— al que hay que conectar y emocionar cada día”. Para ella, este oficio no ha sido una renuncia, sino “el mejor masterclass intensivo en humanidad”. Aquí no hay guion, no hay ‛¡Corten!’. Aquí la actuación es en tiempo real, con stakes reales: una propina, una queja, la posibilidad de hacer que el día de alguien sea un poco mejor.

Esta transición radical, de las tablas a las mesas, tiene un pedigrí literario y artístico que a menudo olvidamos. El gran Harrison Ford, antes de ser el afamado actor que conocemos, pasó años como carpintero, al no conseguir papeles en el cine. En entrevistas, ha dicho que ese trabajo manual le enseñó la paciencia, la precisión y el respeto por la estructura —tanto de un mueble como de un personaje— que luego aplicaría a su arte. La ganadora del Oscar Mira Sorvino, hija del también actor Paul Sorvino, trabajó como recepcionista y traductora de chino mandarín (lengua que dominaba gracias a sus estudios en Harvard) mientras se presentaba a incontables audiciones. Incluso la española Penélope Cruz, hoy un icono global, compaginó sus primeros castings con trabajos como camarera y en una tienda de ropa.

La historia del artista que paga sus facturas con trabajos alimenticios es un arquetipo universal. La diferencia, para los emigrados, es que añade capas extra de complejidad: la burocracia de la obtención de una residencia, la soledad de empezar de cero lejos de la red de contención familiar, la sombra constante del “¿y si me quedo aquí atrapada?”.

Lilita no habla de “quedar atrapada”. Habla de “reinventarse”. Su discurso carece por completo de victimismo, un lujo que —sabemos— muy pocos emigrantes pueden permitirse. El victimismo te paraliza, y ella está en constante movimiento. “Renunciar sería quedarme en Cuba, lamentándome por lo que no tenía, o venir aquí y dejar que el orgullo me venciera. Esto es una carrera de fondo, y cada paso, por pequeño que sea, me acerca a la meta”.

Acto II: “En el primer invierno me forjé mi vestido de acero”

Lilita Sosa en backstage.
Lilita Sosa en backstage.

El momento de mayor ruptura, el punto donde la teoría choca con la práctica del desarraigo, suele ser simbólico y meteorológico. Para muchos caribeños, es el primer invierno. Lilita lo describe con una metáfora perfecta: “No solo por el frío físico, que también, sino por el emocional. Extrañar la calidez no es debilidad, es un dato”.

Ese “dato” es un muro de hormigón que se levanta frente a uno. Es la ausencia del bullicio familiar de los domingos, el calor humano que en Cuba es un clima permanente, la red que te sostiene cuando flaqueas. “Pero ese desafío me enseñó que la resiliencia no es aguantar sin quejarse, sino aprender a encender tu propia calefacción interior”. Esta es, quizás, la lección más crucial del emigrante: la autosuficiencia emocional. No se trata de no sentir frío, sino de saber abrigarse desde dentro.

Esa fortaleza encontrada en la adversidad es un tema recurrente en las biografías de los artistas. La cantante y actriz estadounidense Jennifer Lopez, antes de ser J.Lo, dormía en un sofá en el estudio de danza donde entrenaba, porque no podía pagar un apartamento. El actor y comediante Steve Martin pasó años trabajando en los parques temáticos de Disneyland, primero vendiendo guías y luego en shows, puliendo su timing cómico ante un público impredecible. Esa etapa, lejos de ser un vacío en su currículum, fue el taller donde forjó su personaje.

Para Lilita, la hostelería ha sido su Disneyland: un laboratorio de humanidad. “He descubierto que soy mucho más audaz y desinhibida de lo que creía. La actriz en Cuba era más técnica. La camarera en Madrid ha tenido que desarrollar un carisma instantáneo y una confianza en sí misma que ahora es parte de mí para siempre”.

Acto III: “Yo vivo en un ritual diario de no traicionarme”

Lilita Sosa durante su paso por Central de Cine (Academia de Actuación en Madrid).
Lilita Sosa durante su paso por Central de Cine (Academia de Actuación en Madrid).

¿Cómo se mantiene viva la fe? ¿Cómo se evita que la identidad de “actriz” se difumine bajo el cansancio de una doble jornada? Para Lilita, la respuesta está en la disciplina militante de lo pequeño. “La llama no se mantiene, se alimenta. Es una decisión consciente”. Su ritual es inquebrantable: lee guiones en el metro (“Es mi manera de seguir en contacto con el lenguaje”), ve obras de teatro en los días libres (“Estudio a los actores españoles, sus registros”), y practica la observación constante: “Cada cliente es un personaje potencial. Sus gestos, sus acentos, sus historias… Todo es material de estudio, todo es una clase; mejor sin son gratuitas”.

Este hábito de encontrar arte en lo cotidiano es un sello de la formación cubana, donde la escasez de recursos agudiza el ingenio. Es la misma inventiva que convierte una caja de cartón en una nave espacial en una obra de La Colmenita. Lilita no ha hecho más que trasladar ese principio a su nueva realidad. “Incluso en el bar, está trabajando la actriz”. Esta no es una declaración de derrota, sino de poder. Es la reivindicación de que un artista no deja de serlo por servir cafés; al contrario, se enriquece con un material humano que ningún guion puede proporcionar.

Su perseverancia me recuerda a la del escritor Stephen King, quien, en sus inicios, clavaba las cartas de rechazo de las editoriales en una clavadora en su pared, hasta que la pila de rechazos fue tan pesada que la clavadora se cayó. Él siguió escribiendo. O a la de la autora de Harry Potter, J.K. Rowling, una madre soltera que escribía en cafeterías porque era el único lugar donde podía mantener caliente a su bebé. El contexto de Lilita es otro, pero el mecanismo mental es el mismo: la terquedad sagrada de quien se niega a abandonar su vocación, por más que el mundo le diga que lo haga.

Acto IV: “Me ha tocado redefinir el éxito en moneda local”

El concepto de “éxito” es el primer falso ídolo que la emigración derrumba a martillazos. Lo que valía allí —la fama local, el reconocimiento en un ecosistema cerrado— aquí no tiene valor de cambio. Darse cuenta de eso es doloroso y liberador.

Lilita lo tiene claro: “El éxito ya no es un cartel con mi nombre. Hoy es autosuficiencia. Es pagar mi alquiler con mi trabajo. Es poder costearme unas clases de interpretación para seguir mejorando. Es la libertad de saber que me estoy construyendo con mis propias manos”.

Esta es, quizás, la lección más profunda y transformadora. El éxito deja de ser algo externo y conferido por otros para convertirse en una sensación interna de soberanía. Es la paz que ganas al saber que, pase lo que pase, eres capaz de salir adelante. Es un éxito tangible, medible en facturas pagadas y clases apostadas, que tiene un sabor mucho más real y perdurable que los aplausos. “Eso no te lo quita nadie”, sentencia. “Es el papel más importante que he aprendido a interpretar: el de mi propia representante y sostén”.

Acto V: “El próximo capítulo ya lo estoy escribiendo en mi presente”

Lilita Sosa. Foto: Yudith Carrión
Lilita Sosa. Foto: Yudith Carrión

Lilita no alberga ilusiones volátiles, pero sí una certeza férrea. “Esto no es el final, es el segundo acto, el de la construcción”. Su guion, dice, “se dirige inevitablemente hacia un escenario”. No sabe cuándo ni cómo, pero sabe que sucederá. Mientras tanto, cada turno en el bar, cada sonrisa a un cliente, cada euro ahorrado, es un escalón más en esa dirección.

Compagina su trabajo con una actitud que le permite mantener los músculos actorales en forma y, sobre todo, recordar por qué empezó este viaje. “Soy una actriz que trabaja en hostelería, no una camarera que alguna vez actuó”. La diferencia semántica es enorme. Define su identidad desde el centro de su vocación, no desde las circunstancias temporales que la rodean.

Epílogo

Al despedirse, Lilita vuelve a su barra. Se le ve sonreír, tomar una comanda, moverse con la soltura de quien conoce el espacio. Por un momento, los focos no se apagaron; solo cambiaron de color. Su historia no es la de una actriz que fracasó, sino la de una mujer que está ensayando, con una paciencia feroz, el siguiente acto de su vida. Y como en las mejores obras, la protagonista se ha fortalecido en la adversidad, y el público —aquellos que saben su historia— aguardan, expectantes, a que se alce el telón de nuevo. Porque en el teatro de la vida, el último acto aún está por escribirse.

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