Hacia Fina: su conciencia formal
Es difícil leer poesía, y acaso sea más fácil escribirla a fondo que verdaderamente apreciarla: se necesitaría el escandaloso silencio del Paraíso, donde espero que nos hayamos podido deshacer al fin de la poesía escrita, por no hablar de la crítica. Cada poeta que ingresa al ruido de las palabras de los otros viene, pues, casi condenado no sólo a que no le oigan en vida, sino además a no oírse a sí mismo por los problemas de transmisión en la línea, y sospecho que el servicio del crítico preparadisíaco no va más allá de tratar de restablecer el mínimo de interferencias entre las verdades del silencio que engendró el poema y los errores del multiloquio instalado en la oreja o el ojo del autor y del receptor. Cuando disminuye el alboroto, se incrementa el fragor del silencio, y la obra, en vez de perder significados, comienza a revelarlos abrumadoramente. Ha sido alcanzada la “masa crítica” —a Fina le interesa la Física—, y la obra felizmente estalla, liberando la energía de su miríada de quantas de presciencia.
Y: Fina engendra lectores, no críticos. Apenas se ha escrito sobre su obra, en comparación con el reconocimiento de que merecidamente goza: yo mismo acabo de releer sus más de veinte títulos de poesía y, para ser sincero, no tengo ganas de pergeñar nada. Si ella ha querido escribir con el silencio vivo, así se le ha leído, y con ese fin, por los mejores, que no siempre son los más profesores. Eliseo quería una poesía que sirviera —nada menos— que para vivir: la de Fina. Esta literatura que ofrece todas las más benditas malicias —lo veremos enseguida— es, sin embargo, una obra doméstica, manuable, para cuando urge sentir la Vida de v(¿V?)eras. ¿Voy a ponerme a comentar la poética de lo Exterior de Fina —diferente a la de Eliseo (el juego) y la de Cintio (el testimonio)—, cuando tengo en las manos la Ofrenda? Pero si una puesta de sol es mejor que un poema, el poema puede ayudar a ver la puesta de sol que no todos ven. Un poco menos de egoísmo y el servicio del criterio ayudaría a desatarle a otros —y a sí mismo— el sello de la riqueza de esa ofrenda, la calidad del escándalo de ese silencio.
Versos tocados por el rocío
Habría que comenzar por el principio, por el persistente zumbido de que Fina escribe casi mal, con algún inacabado —precioso para algunos—, con espiritual desmaño, lo que quizás provocaría “la irregularidad cualitativa de su obra”. Nadie menos que Eliseo Diego apunta en la contraportada de Visitaciones:
“Deslavazados”, dice en algún sitio de sus versos, y lo son, con ese descuido entrañable, que se quiere a oscuras, de Teresa de Jesús o de Miguel de Unamuno. Desaliño que le deja libres las dos manos, la que ella llama “mano de pintor” de la memoria [...] y la otra, reflexiva, conversacional, conceptuosa [...].
Todo cierto; y con la memoria en una mano y el concepto en la otra, vaya si puede permitirse uno no terminar de escribirse. Pero como no soy muy filólogo, he tenido que buscar en el diccionario qué significa “deslavazado”, lo que ya se me antoja extraño, pues no veo cómo una palabra más bien exquisita pueda servir para hablar mal de sí mismo. En todo caso, sería una muestra de competencia lexical. Deslavazar, deslavar: ‘lavar muy por encima’. Como cuando un aguacerito de primavera moja los naranjos. Pero no, se trata de que los versos no están muy limpios. ¿Sí?
Versos a los descampados
Nada me es más familiar que el descampado
donde se ven raíles de un tren que ya no cruza,
donde entre los yerbajos y las yerbas rociadas
un pajarillo apenas vistoso, nerviosamente brinca.
Un chivo agreste escoge un pequeño montículo.
Come papel, desdeña su alimento cifrado.
¡Ah, los chivos, amigos de Samuel!
Por los ralos predios de nadie esmáltanse amarillos y azules.
Un poco parecidos los encuentro a mis versos.
Algo deslavazados, ni bien ni mal del todo.
Acá un mate apagado, allá un fulgor humilde
y espacios que aún alientan entre arrumbados oros.
Nada me gusta más que ver en las mañanas
cuando voy al trabajo, los frescos descampados,
donde entre hierros viejos y deshechos que aún arden
florecillas menudas pálidamente brillan.
¿Tengo que creerme que este Arte Poética no está ni bien ni mal? Obsérvese cómo la primera estrofa escapa voluntaria y gloriosamente del esquema del alejandrino que luego va a dominar las restantes. De hecho el primer verso tiene catorce sílabas, pero los hemistiquios no son de siete sino de ocho y cinco; el último pudiera ingresar al canon si el “apenas vistoso” hubiese sido sustituido digamos por “mediocre”, lo que de veras hubiese sido mediocrísimo porque nos perderíamos el brinco nervioso del verso por encima del alejandrino. Es la poesía del descampado. Las estrofas siguientes asumen la estructura clásica con toda soltura y garbo, incluyéndola de tal manera en la dicción que apenas nos damos cuenta de que las sílabas están delicadamente contadas. Pero lo están. El chivo desdeña el “alimento cifrado”; el papel del poema no. Ni Samuel Feijóo, el agreste. Amarillos (“La tierra amarilla”) y azules (“Azules”). El verso final es una joya. Para colmo, la autora nos menciona casi descaradamente unas “yerbas rociadas”, deslavazadas por el rocío. ¡Ah, Luisa Pérez de Zambrana! ¡Ah, la modestia de la mujer cubana (de antes)! Sí, eres bella —¿Yo? Oh, no...
El espejo como conciencia
Ni descuido ni desaliño. Solo una conciencia formal muy acendrada pudo engendrar esos versos en que la libertad de todo lo prístino encarna en una obediencia tan concertada y fiel. Atreverse a crear un poema que esté deslavazado como la yerba por el rocío, eso es un reto mayúsculo. Y no se trata de este texto, sino de su obra en pleno; y no sólo de esta poética y su leal maestría, sino del imponente despliegue de formas consagradas por la inspiración y la sabiduría que esa obra contiene. Esta aparente descuidada se las ha arreglado para cantar en todo el arco de las sílabas, desde los versículos —“espacios que aún alientan”— de su juvenil “Transfiguración de Jesús en el monte” hasta los bisílabos de sus “Pequeñas canciones”, “florecillas menudas”; el octosílabo, el endecasílabo, el alejandrino son para ella moldes naturales de su discurso fervoroso o simpático —oros un poco arrumbados en la vulgaridad o la rigidez de los versificantes contemporáneos. Esta desaliñada clasifica como una innovadora del soneto y la décima: lo veremos enseguida. El poema en prosa le facilita su descubrimiento de la poesía en la realidad más inmediata y por eso más oculta. Otra vez en el extremo del arco, el epigrama de Fina indaga por las esencias, por las Ideas Madres, por lo enigmático o numinoso del Ser. El verso más libre le dibuja algunos de sus momentos de mayor emoción. Ni siquiera el prosaísmo coloquial, la “prosa picada” como verso, le es del todo ajeno, ironía incluida. Semejante variedad y propiedad del desempeño formal no se asimila a un no querer o no saber escribir, a versos que no están del todo bien o mal; nadie con esos propósitos, dudas o limitaciones podría enfrentar exitosamente el tremendo ejercicio de literatura de sus tres volúmenes de lírica publicados hasta el presente. Sus poemas están entre los más límpidos de nuestra poesía: nada hay en ellos que sobre o que afee la expresión, que es siempre clara, entregada, transparente, ausente de toda dificultad que no sea la de la percepción y la emoción del misterio. Ella escribe, naturalmente, desde lo natural en el alma. Su conciencia formal es un espejo.
La engañosa pobreza de la forma
Estamos aún muy lejos de haber calibrado mínimamente la conciencia de la poesía de Fina. Veamos ahora sólo algunos resultados de su conciencia formal, tanto para acabar con esos malentendidos como para empezar a acercarnos al umbral de su poiesis. Para dejar convenientemente deslavazado el asunto, centrémonos en su uso de la rima en los sonetos y las décimas. Se diría que Fina no sabe rimar: aunque alguna vez el soneto o la décima están “perfectos” en sus rimas consonantes, lo habitual es que mezcle consonancias y asonancias sin ningún orden visible. Ya Eugenio Florit, entre nosotros, había publicado sus “casi sonetos” en los que introducía la rima asonante, la variación de medida en los versos y el soneto sin rimas, pero en él la página seguía siendo pulcra, sin mixturas. Los “sonetos infieles” de Lezama habían dado quizás la pauta para estas audacias. Sólo que sus asonancias suenan fuertes, como si fueran consonancias, en el marco de un espectáculo de lucimiento verbal, de magistral gestualidad sonora: garboso desdén del maestro que se sabe por encima de la preceptiva. A Fina le interesa lo opuesto, la “Pobreza de la forma...” título de uno de los “Sonetos de la pobreza” de Las miradas perdidas: “¡Pobreza de la forma que consumas / en el rico verdor desposeído / del árbol libre! ¡Sol puro y ceñido! / Oh pobreza de ser, desnudez suma”. “Oh Dios, Tú eres el Pobre”, es el verso final del soneto “Los siete días”, como si el despojamiento incluyera la pérdida de cuatro silabas. El Ser es pobre porque le falta Dios y Dios es pobre porque se ha vaciado totalmente en el Ser. Las rimas insistentes y en participio y las asonancias cantan paradójica y lealmente la gloria de Dios.
Gloria de Dios
Aunque piense yo en ti, no eres pensado,
milagro de tenerte y no tenerte,
en mi imagen infiel puedo yo verte
sin que por ello seas humillado.
El árbol, estudioso de tus manos,
en donde yo creí poder leerte,
tan solo digresión es de mi muerte.
Tu cercanía en cambio es lo lejano
total, que asoma a un Rostro y lo convierte,
ajeno a mi ceniza y a la espera
y a la avaricia oscura de la muerte.
Oh lo Exterior al fin, oh lo Ofrecido,
como la luz inmensamente afuera
del hombro mutilado del sentido.
El árbol libre, la pobreza de lo creado, cede su poética a una otredad más completa, la que revela Jesús en la “Transfiguración al volverse” “[ ...] totalmente exterior como la luz”. ¿Una pobreza o una Gloria, una Gloria que vemos como pobreza? (Pedro proponiendo construir unas cabañas en el sitio y hora del Cristo transfigurado, como si la trascendencia pudiese ser habitada aquí). Luego de estas visiones el soneto mixto de Fina no se hace más pobre sino más rico, capaz de enfrentar el silencio mismo:
Quiero escribir con el silencio vivo.
Quiero decir lo que la mano dice.
Porque tú lees mejor el texto vivo
y el alma, en su guerrear callado, escribe.
A veces la ola blanca da en la roca
de espumeantes cavernas y sus fauces
orla con su girón que hace y deshace
letras que tú descifras. Que la boca
calle y entre a lo blanco en la esforzada
faena que se pierde. La luz poca,
mi alejarme de ti de cada día,
pausas son del sentido, inacabadas
imágenes de mí. La línea tosca
salta y completa tú la melodía.
Es la autora quien ha completado la música del soneto. La repetición de rimas o su carácter imperfecto (esforzada / inacabadas) apuntan a la voluntad de pobreza, pero lo que escuchamos son las nupcias de la rima, una consonancia más completa en que lo consonante queda como incluido en lo asonante, como si este fuera, por más amplio, lo incluyente. La superación de la mutilación del sentido en lo Exterior viene insinuada ya en esta ampliación de la noción musical de la rima. ¿Seguiremos admitiendo sin más que la rima consonante es la “perfecta”? ¿Por ser más estrecha, o más dura? ¿Machismo del oído? Fina propone una concepción maternal de la rima, amplia, envolvente, que incluye lo consonante como un caso de lo asonante, al igualar ambos recursos en el sonido del sentido (la rima jamás es protagonista en ella) y en el sentido del sonido (el todo musical es, a pesar de todo, una pobreza). A lo Ofrecido de Dios Fina responde con una Ofrenda pobre —libre, total, natural. Una pobreza que es una abundancia para nosotros, un tesoro que es una insuficiencia frente a la Luz Exterior.
La libertad como obediencia
Y así con no menor brillo, en la décima. Si a los “hierros viejos y deshechos que aún arden” del soneto ella les devuelve y les conserva la majestad, la densidad barroca de la espinela es transgredida por las asonancias juguetonas, de filo popular. En las “Décimas a Seboruco”, poeta del pueblo, se casan las dos rimas en la alegría de lo natural, lo espontáneo, lo auténtico:
Tú que escribiste estos versos
que tan hondas cosas viste,
tú que llevas nombre triste,
ridículo, de desecho,
(espejo del contrahecho
burlón, más que de ti mismo)
caballero de tu abismo
rompes con disparatado
refrán vulgar el costado
del Louvre en mil cataclismos.
Las décimas “infieles” de Lezama en Fragmentos a su imán tendrán la misma propiedad de sus sonetos en Enemigo rumor: el dominio de la consonancia. Cuando Fina le dedica unas décimas a Lezama recordando versos de este último libro en Habana del centro, llegamos a la misma totalidad del sonido que hallamos en los sonetos de Visitaciones: indistinción del eco:
¡Qué joven era aquel frío
de los otoños primeros!
y sus versos ¡qué flecheros
del ciervo que no va herido!
¡Cómo era claro el estío
y las letras relucientes!
¡Cómo hablaba la vehemente
alondra, la poesía,
que empezaba en una huída
y acababa en un gran puente!
Que una poetisa cristiana obedezca a las formas no puede extrañarnos, puesto que el cristianismo es la única religión en que Dios es obligadamente forma, la Forma del Amor, el Rostro. Pero Fina recrea la forma tradicional introduciendo la libertad en la obediencia para obtener una Ofrenda distinta, pobre y rica a la vez por inclusividad y por espontaneidad. En el centro de su conciencia formal está la libertad como obediencia, la obediencia como posibilidad de la libertad. Para ella la libertad es una de las claves del misterio de Dios y también del misterio de la patria. En sus “Poemas sobre temas norteamericanos” leemos estas líneas irrebatibles:
¡Debe ser una cosa terrible ser Dios! Uno tiembla
de pensar que el que hizo los océanos insondables
se detenga ante la libertad del hombre
y no quiera forzarlo ni aun al bien,
para que su inocencia no sea como el de las bestias
que no pueden ser sino inocentes,
para que su libertad sea una imagen y una semejanza.
[…]Pensad en su poder, y pensad luego en el don inaudito de nuestra libertad.
Qué precioso ha de ser cuando Él lo ha pagado
a un precio tan inmenso. Nuestras iniquidades
no han podido lograr que nos retire
el don terrible y puro. Lo forzamos
y delicadamente retrocede ante ese abismo
de sí mismo en nosotros, ese misterio
de nuestra libertad. No ha querido robárnoslo.
Ella ha obedecido, contemplando el árbol libre y el sol desnudo como maestros de su ofrenda. Ella ha recordado el areito de nuestros aborígenes, que “[…] fingían el movimiento del pez / en el momento de escapar, de escapar de lo extraño / asediando, hacia el ondeante azul, / su reino, el nuestro, el intocado eterno”. Ella deja “[...] algunos pensamientos / no escritos. / ¡A alguna ocurrencia bella, / déjala! / ¡Que algo escape, ciervo, / fuego, agua!”. Ni de la belleza seremos esclavos los cubanos. Sus estancias flotantes, el fraseo de la exclamación que alcanza en su libre impulsión su propio definitivo dibujo, el hueso trascendentalmente articulado de la gramática, la fidelidad y a la vez la reinterpretación de los cánones de la escritura, toda la conciencia formal de Fina denuncia el matrimonio perfecto de la libertad y la obediencia. No quiero deslavazar más mi ofrenda. Sueñen otros pueblos, si es válido, con la riqueza y el poder; que le obsesionen la muerte o el conocimiento. Los cubanos creemos, entrañablemente, en la libertad y en el amor. Qué casualidad que nuestra más alta poetisa, esta voz mundial que va al trabajo admirando los descampados, lleve en el corazón de su conciencia formal la alianza irrenunciable de la libertad y de la obediencia. El Rostro le guarde.
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Fina era mejor poeta que Cintio. Desde su silencio realizó mejor literatura que su marido, y jamás la vi en las poses serviles al gobierno en que sí observé a Cintio. Él se extinguirá y la llama de Fina permanecerá inmaculada.