Yo no era feminista…

| Opinión | 08/09/2017
Foto: Alina Guzmán Tamayo. Cortesía de: País de Píxeles.

Este asunto del feminismo es solamente una tirada de dados, me dije una vez; una imagen en el caleidoscopio, una salida hacia el avance del laberinto social, un gran rompecabezas a muchas manos. Cuántas piezas se juntan y separan sobre el tablero de la economía, la religión, los intereses de cada ser humano, la sociedad, los efectos de la guerra y la postguerra, el mundo.

1999, una avalancha de nieve. Llego a Suiza, con mis rizos caribeños, con mis rizos de ideas, con mis rizos de negra; casi sin darme cuenta que soy lo otro porque soy mujer. Casi sin saber que soy diferente, también, porque soy negra. Sin saber que tener derecho al voto, viene de orden natural; sin saber cuánto pesa que soy madre y que disfrutar de un año de maternidad pagada es asunto obvio en mi país y quizás creer que mi país es el mundo.

1999, Zúrich. Se reúnen mujeres y hombres feministas y solamente sé, unos meses más tarde, que yo había asistido y apoyado la toma por asalto a la constitución Suiza, que desconsideraba y lo hizo hasta ese momento, el derecho de las mujeres a satisfacer las necesidades de sus recién nacidos, a disfrutarlos, y a ser pagadas por ello. Mucho más tarde, también, supe que se trataba de una iniciativa de mujeres feministas y también hombres pro feministas que tomaban en sus manos una piedra de Sísifo hacia esa montaña escabrosa que es el derecho de la mujer trabajadora, la que ya se liberó de la esclavitud de la casa y necesita dejar de trabajar por unas semanas para cuidar de sus críos; esto había comenzado no sé cuántos años atrás y, finalmente, en el 2004, llegaba a mejor situación.

Lo que se conoce como Schweizer Frauenbewegung, es algo así: Movimiento de Mujeres Suizas, y tiene sus raíces en diferentes organizaciones locales que por disímiles razones y desde distintas situaciones se aúnan. La madre de mi esposo me habla del coro de la iglesia, de las mujeres en la guerra, de las que cosían y tejían, de las que empujaron contra los altos precios y los bajos salarios, me habla de las cestas de papas cocinadas para cuando los hombres regresaran. Porque en aquellos tiempos comían solamente manzanas de la tierra. Esencialmente, lo que no se considera natural, no lo suponemos en orden, ni legítimo; así que tomar acciones en el afán de componer “eso que es extraño” es lo que nos parece realmente nuestro.

Hacia el último cuarto del siglo XIX, se sitúa el comienzo de un movimiento que agrupa a las mujeres encargadas de los “asuntos de las mujeres”. Renglones fundamentales en aquellos años serían la manutención y la educación de los niños. Me ilustro en busca de un color, que complete mi cuadro actual sobre aquel momento. En el inicio hubo dos puntos de vista: uno trataba el asunto desde la diferenciación y el dualismo, es decir, reconociendo dos géneros; y el otro general, sobre la premisa siguiente: si todos los seres humanos somos “iguales”, la relación directamente proporcional desemboca en el bocadillo “los hombres y las mujeres son…”

Solamente en 1971 las mujeres llegan a tener el poder del voto y mi suegra sonríe y luego ríe de pena. Su esposo, el padre de sus hijos, lo sabía todo, para qué y por qué tendría ella también que votar.

Según recuerdo haber entendido en los primeros movimientos, existe el punto de vista de la dualidad y diferenciación: los hombres y las mujeres tenemos una diferente naturaleza, lo que se defiende como idea. Y por primera vez escucho la frase “monopolizar la maternidad“, prerrogativa que se toma la mujer frente al hombre y ante la sociedad. 

Sigo en el asombro de conceptos e imágenes que nunca estuvieron en el movimiento de mi caleidoscopio. Pero sé por las historias de mi suegra, que los hijos eran de ella, y que, claro, el padre era el responsable de salir a buscar el sustento. Cuántas madres con cuatro, seis, ocho hijos, en cuántos países del mundo contaron con esos conceptos, quién defendió este estado de cosas, cómo llegamos hasta ahí. Yo, madre de dos, colgada de un péndulo con extremos entre casa y trabajo, quedo fuera de toda esa vida que se está transformando afuera. Hay tantas vidas, y muchas mujeres ni siquiera vivimos una. Yo no era feminista, ni siquiera sabía qué era serlo, pero solamente el sufijo de la palabra me debe haber alejado de ser gregaria en pos del hecho.

En los 60 del siglo XX, también en las sociedades francesas y norteamericanas, algunas teóricas ya planteaban no solamente el problema de la igualdad o lo contrario, sino que los impulsos iban hacia un cambio de modelo de sociedad. Se dice que el agua se rompe cuando las mujeres, en su afán de defenderse, comienzan a tratar sus asuntos parapetadas en estos dos puntos de vista; con el tiempo las de más edad se apegaban a la dualidad de los géneros y a la diferenciación de estos, mientras que las más jóvenes hacían sus pronunciamientos desde la igualdad. De esta división en puntos de mira y quizás hasta de los intereses clasistas, religiosos, personales, sufren los movimientos de mujeres por los años 60 y 70. 

Una tarde, sentada a la mesa con amigas de diferentes nacionalidades y edades, no hubo consenso al respecto: ¿qué debemos defender?, ¿la igualdad?, ¿la marcada diferencia hombre-mujer?, ¿la obstinada teoría de “para criar el niño, la madre; el padre es el que sustenta…”?

En la mesa de una familia suiza tan tradicional como la mía, no se habla en términos de derechos sino de la naturaleza, de la cría de los niños, y ¿quién mejor que la madre? Y se habla de la historia sin saber. Y sin saber, como atraídos por imán, han llegado a la iglesia los sectores industriales y el estado, tomando cartas decisivas y definitorias a través de cierto sobre sin lacrar, que es el asunto de ellas, de nosotras las mujeres. Mujeres como María, de 87 años, que todavía, después de la muerte de su esposo, entrega su tiempo y sus ojos a otro hombre, un Dios, y apenas se entera que ya llega el siglo XXI y las mujeres quieren poseer y levantarse al igual que los hombres, tomar la avant-garde; que otras decidieran no deshacerse de sus vellos, vivir solas para “poder ser mujeres dueñas de casa”, para decidir qué hombre entra y sale o se queda en su reino; que, además, habían decidido no tener hijos o tenerlos con independencia, sin representante masculino.

Ganarse su propio dinero, bajarse del autobús sin inclinarse por ayuda; acusar a un admirador que verbalizara el asunto, entrar solas a los bares, defender los derechos de las prostitutas a cobrar y no pagar impuestos. Sin darnos cuenta, esa revolución que quizás institucionalmente o desde la moral tomara tongas de burocracia, había ido triunfando como la ola, en el va y ven de cada día y de cada una que comenzó a sentir la necesidad de vivir diferente.

Mi hija, allá conmigo, debe haberme dado fuerzas para estampar tantas firmas como fueran requeridas. Cuántas hubo de recogerse, cuántos hombres, hermanas, abuelas, maridos, amigos se reunieron, cuántas veces para mover la iniciativa, para volver a las urnas, para cobrar las decepciones otra vez. Yo voté para que mi hija, la futura mujer de mi hijo y los hijos de mis amigos, y todas las que la vida no te lleva a conocer, llegadas a la edad de gestar críos en aquel país, pudieran quedarse en casa y darles amor, y, además, recibir una parte del salario que habían venido devengando y repartiendo en impuestos y gastos de vida, un poco, el 80 %.

Ahora, al parecer, las mujeres tenemos suficiente de igualdad, suficiente de otredad. Pero el caleidoscopio sigue partiendo, fraccionando imágenes. Se cuenta de hombres que han sido tomados como sementales, de mujeres que como profesión parecen ser las esposas de los Señores… Ahora muchas cuentas son vaciadas por mujeres que dieron vuelta doble a la tuerca. Pero también ahora parece que la sociedad necesita mujeres “empadronadas“ y cuando dicen empadronar sigo pensando que se recurre al color hombre en el afán de encontrar calificativo a ese fenómeno que hace a la mujer fuerte, sobresaliente, con poder.

Hoy, en las salas del gobierno de la ciudad, la pelea la echan los hombres para tener derecho a quedarse en la casa también, a cuidar de sus hijos, a darle la posibilidad a su mujer de ser determinante en el curso de su carrera sin que el hijo y la familia sea un obstáculo. La oficina de “los asuntos de los hombres” comienza a tirar esa pita, toma prestado los bríos de Sísifo y otra rueda dentada comienza a rodar, mueve nuevos fragmentos. Lo fractal y lo infinito nos plantean el juego: seguir moviendo un caleidoscopio que parece nunca encontrar la perfección. 

Los hombres y las mujeres somos, desde nuestra diferenciación, igualmente seres humanos y deberíamos gozar los mismos derechos y, a la vez, dice una amiga suiza, cumplir los mismos deberes. Hoy día se debate también si no constituye una “esclavitud” eso de la maternidad. Y si hace diecisiete años la amiga Helena era feminista desde su familia poco peculiar entonces, dos hijos sin padre; hoy mi amiga Beat siente el índice de quienes ven en ella, que también tiene una hija sin padre, y debe tomar cartas en el asunto de la crianza, una esclava de la maternidad. Hoy son más y más las mujeres que prefieren no dar hijos al hombre ni a la sociedad y ello en acto de puro feminismo y de liberación de los deberes familiares y sociales.

La Habana, 2017. Una mujer tan negra como mujer, tan madre como académica me invita a hablar de “la raza”, a escuchar lo que se dice en un grupo que no se autodefine como feminista; cubanas a quienes, además, las une el aro del color, ese que rima con dolor, con ardor, con sabor; con un nivel de intelectualidad e instrucción sorprendente, ni siquiera comparable con el de un hombre, o el de una mujer blanca. Sonrío por la comparación negada pero subyacente. Con una preocupación y responsabilidad sociales como las de las mujeres que en los institutos donde trabajé, allá en Suiza, descubrieron los pliegues que hacían diferencia de género: menor salario a desfavor del femenino. Estas, SERES, discuten sobre dónde está “eso extraño” acá en mi país, esas pequeñitas piezas que cambiarían de lugar, de color, de luz, con un suave movimiento de los dedos, con el caleidoscopio y sus fragmentos, otra vez.

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