Antes del cielo

| Escrituras | 24/01/2019

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Lo peor no es tener que partir. Lo peor es cuando aún no nos toca irnos y ya nada en este mundo logra convencernos. ¿Dónde está esa euforia ante la sensación del tiempo aún virgen, la curva tras la que acecha el futuro palpitante y promisorio? (…)

Hoy Yasse fue a la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, donde hace una larga cola para entrar a la sala de navegación, sentarse frente a una computadora que lo desquicia con su mouse disfuncional, la conexión ralentizada. Abre al fin mi buzón, copia los emails que me traerá en una memoria flash.

Le dije muchas veces adiós desde el balcón para exorcizar cualquier accidente (vertical u horizontal), aunque sé que ninguna liturgia es suficiente amuleto.

Yo me visto para ir con Kabir a ver a mami. Sé que debo apurarme porque he visto su pasaje al país del Alzheimer, donde la espera la infancia, la memoria a largo plazo, donde será libre de lo que nos queda a nosotros, la miseria biológica, mientras repetimos preguntas, demandas, cuidamos un cuerpo hermetizado en una doble gravedad, decididos a reunir los fragmentos de una identidad que huye.

De pie ante la ventana, miro el paisaje que insisto en atenuar con la transparencia de un tul raído, y me pregunto si realmente conocí a mi madre. ¿En qué fracción de segundo su reloj comenzó a girar en sentido contrario?

Tal vez cuando mi padre nos abandonó a las cuatro: ella y tres niñas que ignoran en esta foto el grave acontecimiento que les espera.

De izquierda a derecha: Mónica, yo en el centro, las manos posadas sobre las rodillas de mi padre, (una sensación que naufragó en mi subconsciente), y Moira, su preferida. Mami nos dijo que esa despedida fue una farsa, pues hubo un cambio de vuelo, así que de la separación real días más tarde, en el aeropuerto, no hay rastro en nuestro álbum o en mi recuerdo. Las tres, sin noción del presente o el futuro, llorábamos desconsoladas, por puro instinto.

De esas tardes en que mami nos mostraba el mar desde la azotea (la línea azul tras la que él había desaparecido), debo la tristeza que siento en las playas desde que tengo conciencia.

Es curioso que al final, la presencia deje un saldo igual de confusión, y para reconstruir a mami recurra a un proceso inverso de refracción, también a trozos.

Recuerdo cómo se resistía a dejarse aplastar por la miseria, transfigurándola. Pintó tres ciervos en la pared de nuestro cuarto que representaban a sus primeras tres hijas: Moira, Mónica, Verónica. En un vestido para mí reprodujo a Blanca Nieves y los siete enanitos. ¡Con qué envidia me miraban las demás niñas! Para proteger la imagen del jabón y la fricción, le puso barniz para muebles.

Hasta los abrigos de corduroy sin forro que no bastaban para impedirme temblar en la esquina de un aula con ventanas rotas, las medias tejidas, todo salía de sus manos. Una hora frente a la máquina de coser producía unos vestidos de muñecas que ayudábamos a vender y nos garantizaba la comida. Podía reparar una rotura simple en la plancha, el ventilador. Pintaba paisajes que colgábamos con orgullo en las paredes. Removía la percepción de la realidad alternando la ubicación de los muebles.

En los 90s, cuando se derrumbaron los sueños de justicia social, fue también su imaginación la que nos alejó del borde del precipicio.

Sobre maderos que yo había recogido en la costa alineó figuras de alambre y cubiertas con una pasta de poliespuma derretida en gasolina. Así surgía un pastor que soplaba la flauta para sus ovejas, un enamorado tañendo su laúd… Pozos cubiertos de conchas, molinos de viento. Y aunque parecían suvenires europeos, les pirogrababa CUBA, y al costo de un dólar (entonces 120 pesos), volaban de nuestra mesa, en el parque de G.

Mami, ¿te acuerdas de aquellos días en que nos montábamos en el M1? El aire frío de la mañana nos sorprendía armando la mesa de vender, alineando esas piezas salidas de tu última inocencia.

Nadie sabía que se plegaría a la inercia de la casa, a la falsa seguridad del estatismo. La inmovilizó el terror al “camello”, las rastras que reemplazaron a los autobuses. Nunca se adaptó al recorrido brutal, la claustrofobia contra cuerpos que reaccionaban con rabia al calor, al hacinamiento. Los cándidos colores con que intentaron suavizar su impacto en la población no surtieron efecto: eran el símbolo escandaloso del retroceso.

Pero ahora entiendo por qué no consigo enlazar el momento exacto en que mami empezó a huir, y es que yo también huía. De las discusiones, los apagones de ocho horas bajo 35 grados y mosquitos.

De un país que se hundía. Me paraba a la orilla de la calle (ahí, en el axis de ambas líneas, la vertical y la horizontal, donde puede pasar algo) y pedía aventones a los turistas.

Huía en autos con aire acondicionado y cuyos amortiguadores impedían sentir la fragosidad del pavimento. Aspiraba la embriaguez del movimiento, el olor a “afuera” de extraños sonrientes, ligeros como aves de paso.
Ese olor tan familiar desde las cartas de mi padre, olor a nuevo, a próspero, a pleno… Como prometían sus postales con besos, princesas y trenes de aguada. Trenes que van directo al encuentro, al abrazo (al tacto sólido) entre viñetas y polvo plateado.

4

Cuando me asalta el miedo al fracaso total, viendo los cuerpos que esperan, la ropa por lavar, los estómagos hambrientos… me he preguntado cómo mi madre sí pudo, y con cuatro hijas. Tres con frecuentes crisis de asma desde pequeñas.

Con 48 años, todavía me asusta saber que soy yo quien debe mantener el equilibrio. ¿Será eso lo que sale al final, con la impudicia del Alzheimer? ¿El naufragio de lo que sujetamos? Como la postal por el día de los Padres que Kabir hizo en la escuela, y al regresar a esta casa encontré tirada en el viandero, entre churre y comprobantes de pago.

Será la aceptación lo que sale al fin en forma de flaccidez, óxido, tristeza. La gravedad empuja hacia el centro de la tierra, la neuropatía atrofia los músculos y espolea con latigazos. Los cartílagos se desgastan, los huesos chocan, la cervical trae la náusea por el mundo, el pánico.

En esta foto, cuando mami (Enid) miraba a la cámara, no podía dar el salto a lo que sería este cuarto, esta cama, en un rincón del Cotorro. Una ciudad que ni quiso mirar cuando la paseamos en el sillón de ruedas, entre árboles centenarios, el ruido de los cláxones, el hollín apelmazado en el asfalto.

El tiempo hipnotiza, dijo Bradbury. Cuando tienes veinte años crees que siempre tendrás veinte años. La aceptación de la vejez ajena, incluso de la muerte, es parte del hechizo. Sabemos que nos tocará un día, ¡pero falta tanto! El estrago no se puede seguir de cerca, milímetro a milímetro. Se descubre de pronto un día, y sentimos que no, eso no somos nosotros.

Mami me sonríe en cuanto me paro en la puerta de su cuarto. La beso preguntándome si cree que podré salvarla de la caída, mientras yo misma empiezo a sentir la inconsistencia del piso. Mami, yo sé que nada tangible es un asidero. O peor, que nada es tangible.

Le acaricio el pelo, blanco y lacio, idéntico al de su padre, quien murió con hondas escaras en la espalda por la acumulación de horas en posición horizontal. Porque en el hospital tardaron demasiado en asignarle el colchón antiescara, y cuando sintió el alivio de la superficie móvil por efecto de ondas de aire, ya su cuerpo expedía el olor de la necrosis.

—Ay, Vero, no sabes cómo te he estado llamando con el pensamiento. Con toda mi fuerza, desde ayer.

—Yo lo sentí, mami, estaba desesperada por venir, pero hasta hoy no pude…

Por la ventana, de tablas roídas que ya no es posible cerrar uniformemente, veo una azotea tras una cerca, donde se enreda una buganvilla de flores moradas. Un gran tanque de fibrocemento y un gato gris, enroscado bajo su sombra.

—¿Quieres irte conmigo?

—¿A tu casa?

—Claro, a mi casa.

—No, Vero, yo no puedo hacerte esto. Moira me cuida bien lo que ella… ya sabes, tiene ese carácter…

—Si hubiera sabido esto… Nunca quise que estuvieras tan lejos, y ahora para colmo sin teléfono.

Mami tiene las piernas marcadas por un mal peor que la inmovilidad. Cerrada a la vida, como “El árbol viajero”. ¿Quiénes podremos ayudarte a emprender este viaje, qué cadena de amor te devolverá en historias susurradas al oído, el deseo de respirar?

—Y cómo está Surat? ¿Y los gaticos…?

Busco mi bolso, saco la memoria flash, la inserto en el video. En la pantalla del televisor desfilan fotos: el collage que imaginé hace seis años y al fin armé pegándolo con engrudo de harina. Fotos con muchos tramos de cielo, paisajes de Europa donde la luz sí es tenue.

Presiono el control: ahora Surat mira hacia la cámara, yo con mis gatos (sin Pity, que murió cuando vine de Francia, de insuficiencia respiratoria). El Capitolio con su aura metálica.

—Lo están reparando, dicen que ya no será la Academia de Ciencias sino el Parlamento. No reconocerías La Habana, mami, ha cambiado tanto desde que tú salías.

Sonríe, y me pregunto si se adaptaría a esta Habana de estatuas vivientes, mendigos, perros y gatos con ropa, obligados por sus dueños al estatismo, (cobran un dólar por foto), palomas que revolotean atormentadas por los chiquillos.

Le doy tres páginas impresas en computadora (el cuento del escarabajo que amaba las puestas de sol). Sostiene las hojas con sus dedos deformados por la artrosis. Pero las uñas son largas, bien cuidadas, en un último vestigio de vanidad.

—Es un proyecto con un cubano que vive en Maryland; lo publicará como libro interactivo, ¿sabes? Los niños lo leerán en su móvil, su iPod, su iPad…

Me mira, no sé si entiende. Este lenguaje extraño de los dígitos… nosotros, (los de la generación analógica) nos adiestramos en superficies donde botones y teclas marcan aún la distancia entre uno y el objeto. Ahora los aparatos se acarician, se guardan en la intimidad de los bolsillos, comparten nuestra propia incertidumbre.

—Yasse está haciendo las ilustraciones…

Asiente dulcemente convencida de que mi vida será distinta, que romperé la maldición que pesa sobre esta ciudad abandonada, sobre este país donde la gente muere antes, mucho antes de desplomarse un día súbitamente en una calle, en un hospital.

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