Cuento ⎸Beatriz Villacañas: “Solsombra”

“La orquestación de toda sangre gana el combate contra los silencios. Quiero que oigas en mí la canción que está detrás de la palabra. No me dejes aquí amontonando soledades.”

Beatriz Villacaña
Mujer a contraluz. Foto: Openverse

Él creía que me había perdonado. No era así. El afecto no bastaba para detener la erosión que varias y pequeñas deslealtades habían producido en su coraza. Y es que su inteligencia y atractivo eran tan grandes que no me atreví a amarle. Cuanto más alta es la línea, menos firme es su base. Una torre es más vulnerable que una casa corriente. Los más inteligentes siempre están desafiando a la gravedad.

Así pensaba yo cuando le conocí. ¿Sigo pensando así ahora? Supongo que no. En realidad, carezco de certezas, y algunas de las certezas que he tenido, pese a que las llamo “certezas”, pueden ser errores de pensamiento, y me pueden haber llevado hacia territorios donde se puede resbalar muy fácilmente.

Ahora pienso en él. Y él ya no está. Ni siquiera sé dónde podría yo encontrarle. Ha desaparecido de mi vida. No, de mi vida no: ha desaparecido de mis ojos. Y no soy yo la única que ahora no sabe dónde está.

¿Ha huido de mí? ¿Ha huido de algo, de alguien? ¿De qué ha huido?

Le están buscando sus amigos. Y ellos ni siquiera me preguntan a mí si yo sé algo de él. Claro está que no sabría contestarles. Seguramente sé aún menos que ellos, pero ¿por qué me ignoran? Yo fui parte de su vida. Aunque, me temo, tendí más a ensombrecerla que a iluminarla.

Me vienen a la mente, con claridad inusitada, nuestras conversaciones. Palabras que hemos cruzado y que a veces se han metido como dagas en nuestros adentros. Sobre todo, las mías hacia él. ¿Alguna vez mis palabras han sido caricia? Creo que sí, algunas lo han sido, aunque no muchas. Cómo siento esto ahora.

Recuerdo aquello que me dijo la primera vez que nos vimos.

No diré “conocimos”, porque creo que no hemos llegado a conocernos nunca:

“Estás vestida de peligro.”

Sí, eso me dijo. Y me explicó después que esa fue su manera de mostrar su admiración por lo atractiva que yo estaba.

“¿Admiración o miedo?”

Esa fue mi respuesta-pregunta. Yo siempre haciendo gala de mi característica dulzura. Ironías aparte, las palabras de nuestras conversaciones siguen retumbando en mi cabeza, tanto es así que me duele. Me voy a tomar un calmante. ¡Qué palabra: “calmante”! No, un calmante quizá disminuya mi dolor de cabeza, pero no va a calmar a este pájaro inquieto que llamo corazón.

Una vez le acusé de cobardía:

“Huyes de mí, no te atreves a amarme (en realidad, era yo quien temía amarle a él, y así proyectaba sobre él mis miedos).

Es ridículo empeñarnos en vivir el amor sin sufrimiento. Amar es hacernos vulnerables. Por otra parte, ¿quién puede imaginar la libertad cuando se vive? Nacer es hacerse esclavo.”

¿Cómo podía yo decir cosas tan horribles siendo aún tan joven? Y decírselas, además, a él. Y él me mostró su disgusto:

“Yo, personalmente, odio una actitud así. Incluso aunque sea cierto lo que dices, es horrible escucharlo. Prefiero creer en cosas.”

Y yo insistí. Con una hiriente y violenta estupidez que me hiere a mí ahora:

“Lo que te digo es una verdad como una bala. Somos unos desgraciados cobardes que preferimos engañarnos.”

“Yo soy un hombre satisfecho.”

“¿Un esclavo satisfecho?”

“Eres demasiado joven y demasiado guapa para que te responda con contundencias aplastantes. Entonces, ¿cómo puedo defenderme?”

“Pensando un poco más en lo que te he dicho.”

“¡Que te lleve el diablo!”

Creí desmayarme cuando oí eso. Era como si la persona más dulce del mundo te atacara con un cuchillo. Sin duda, mi expresión le mostró el shock que aquello me había causado.

“Perdóname, nuestras conversaciones nos llevan a terrenos de arenas movedizas y, para rescatarme, tengo que dar patadas.”

“Eres el Titán vulnerable.”

“Y tú, que, cuando sonríes y dices cosas agradables (a veces lo haces, sí), me traes la luz del sol, cuando te adentras en pesimismos patológicos me tiñes la piel con sombras.”

¿Por qué no podía yo más veces ser sol para él? ¿Qué me llevaba a oscurecer nuestros encuentros? Había una luz ahogándose en mis pies. Como los ángeles, las estrellas también caen.

“Viajo de lo absurdo a lo terrible. A mí misma me duele lo que digo. Qué vulnerables los labios cuando una palabra puede quemarlos.”

“Y yo no soy un Titán. Tampoco soy tan vulnerable. Aprendo a sobrevivir. La vida es un aprendizaje de supervivencia. Y en eso creo haber aprendido bien las lecciones.”

“Y sé que eres feliz. Pero, ¿cómo puedes ser feliz ante las desgracias humanas, ante las injusticias, frente a la certeza de la mortalidad? Vives mirando estrellas y cavando tumbas.”

De nuevo se apoderaba de mí lo que él llamó “pesimismo patológico”. ¿Por qué las sombras, las sombras de mi empecinada negatividad, oscurecían nuestros encuentros? Yo era vehículo de esas sombras. Me viene a la mente la expresión “sadomasoquismo”. Yo misma era mi propio verdugo mientras le azotaba.

Él me habló ahora con cierta humildad, y también con una cierta dulzura que enmascaraba ataque a mi testarudez:

“Nunca discuto. A nadie se le convence de nada en que no crea anteriormente. Sólo unos raros especímenes humanos pueden llegar a cambiar de opinión ante argumentos racionales. ¿Si encuentro a alguno, dices? Entonces la timidez no me dejaría hablar.”

Quise entonces abrir puertas a la paz y a la luz para que hicieran hueco entre nosotros:

“Vamos a abolir las distancias. Volvamos al tiempo de nuestros encuentros luminosos. Una vez estuvimos tan juntos que el aire entre nosotros era tan sólo piel.”

Tan radical cambio le sorprendió tanto que, por unos instantes, me miró sin decir nada. Pero no tardó mucho en sumirnos a ambos en un abrazo largo y redondo que nos calmaba como una taza de leche tibia con vainilla.

“Eres tabla de salvación”, le dije, “y me aferro a tu cuello como náufrago alegre.”

Fue tan gozoso aquello que salí desencadenada de las ataduras del tiempo y mi cara recuperó sus veinte años.

Pero él se fue. Aunque me dijo: “Quiero leer el texto indescifrable de tu naturaleza cada día.” Y, sin embargo, sólo estuvimos unos días al sol de nuestros íntimos encuentros. Lo que no recuerdo es si yo ensombrecí la luz con las sombras que me habitan. Quiero romper las tinieblas con mis manos, pero en ellas las tinieblas me hacen herida. Y yo sé bien, demasiado bien, lo que es entregarse a la herida como a lo inevitable.

Ahora estoy sentada sola con mis miedos. El miedo de no saber dónde está. El miedo de haberle perdido. Aunque abandoné mi pesimismo enfermizo, aunque me liberé de él, siento aún miedo, el que me produce escalofríos retrospectivos al recordar tan vívidamente aquella tendencia mía a la autodestrucción.

Ahora he aprendido. Nos reescribimos sobre el rastro de los desengaños. Sólo cuando uno ha vivido sabe cómo habría debido vivir. Espero que mi aprendizaje no haya llegado demasiado tarde. Aunque me temo que sí.

Mis palabras, la mayoría, fueron sombra. La palabra-sol que le dije es palabra que huye, como el tiempo en las manos. Huye de mí y le persigue a él. Pero él no puede oírla. ¿Dónde está él?

Ahora vivo con alegría y con angustia. Me he liberado de lo peor de mí y sé que le amo: certidumbre sin miedos, luminosa.

Pero no puedo verle, ni hablarle con luz nueva, ni oírle a él.

Le hablo con la esperanza de que pueda repetir estas palabras teniéndole frente a frente ¿Llegara tal vez ese día?:

Crees que te fuiste solo. Crees que no te seguí, pero lo hice.

Bajaste a los infiernos. Pero yo fui detrás. Tu infierno fue creer que yo no te seguía y el mío fue saber que no te dabas cuenta de mi paso invisible tras los tuyos.

¿Cuándo vas a volver? ¿Volverás?                  

Quizá lo hagas cuando todas las sombras dejen salir la luz que las habita. La mía, mi luz propia, la que estuvo escondida, está saliendo y ya quiere tocarte, llegar hasta tus huesos. Ahora vivo con fuerza para sobrevivir, pero con sed de ti. Sed terrenal que clama al cielo. Estoy buscando tus destellos: tú fuiste como un rojo destello entre la niebla. Me dijiste que el sol puede quemar. Pero que siempre preferías quemarte con el sol que yo te daba, aunque eso fue tan breve, antes que quedarte helado en la tiniebla fría de mi zona oscura. La que ya no me habita.

La orquestación de toda sangre gana el combate contra los silencios. Quiero que oigas en mí la canción que está detrás de la palabra. No me dejes aquí amontonando soledades. Quiero darte mi sol, y recibir de ti los rayos del sol que te habitaba ¿Te habita todavía? En cuanto a mí, puede que sea una sombra la que cruza por mi jardín secreto, una sombra con todo su misterio y su luz escondida.

Quemémonos, al fin, con el fuego que aviva las entrañas, el fuego que nos hará afrontar juntos la certeza de la muerte y recorrer la vida con el paso más firme y con toda la fuerza de este amor implacable.

Después de perder lo que se ama, se ama mucho más al reencontrarlo. No sé si volverás. Quizá nunca lo hagas. Pero si un día apareces, será tan poderosa la unión de nuestras luces, que te sorprenderás cuando te diga, henchida de alegría ingenua y desbordante: “Despiértame, que estoy soñando con el sol en la espalda.”

Este cuento pertenece al libro Andando por la orilla movediza (Ediciones Deslinde 2021), de la poeta, ensayista, narradora y crítica española Beatriz Villacañas. De él también hemos publicado en Alas TensasLa voz desnuda”.

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