Cuento | Palitos en el té

"Hoy que ha vuelto a aparecer un palito en el té lo miro, como si fuera la primera vez y cierro los ojos, pero no deseo nada. Porque todo en la vida es transitorio, hasta los sueños".

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Imagen: Pixabay

Hoy, por segunda ocasión en toda mi vida, volví a encontrar palitos en el té, un junco breve de esos que flotan de pie, y que algunos dicen que traen la buena suerte. Es también la misma taza. La otra vez estabas ahí. Me hiciste mil historias, la de los palillos de té, pero además una de Buda, que ahora no recuerdo más. También bebías un sorbo cálido. Habías llegado feliz con las tazas ancianas, ambas sin asas, un poco rústicas, con matices desiguales. El viejo había dicho que solo lo transitorio era bello. Y habías preparado ese té sin azúcar porque así se bebía en el país del sol, tal como aprendieras de él. De casualidad vi un palito en el té y como no sabía si pasaba igual que con las estrellas fugaces cerré los ojos. Pensé un deseo. Preguntaste entre risas qué me ocurría. Recurrí al engaño cuando dije que el sabor era acre, para no delatar mi anhelo. Entonces se derramó un poco sobre tu blusa y casi gritas: ¡Por fin un duende! En seguida, te pusiste a pintar.

Habrá que comprar una tetera. Una vieja, de hierro, para no calentar el agua en cualquier parte. Fue la expresión de tu codicia. Y recuerdo que fui feliz en ese momento como nunca, con aquella taza cálida entre mis manos. Pensé un poema rápido en que tus ojos eran lo más importante, mas lo olvidé enseguida, sin preocuparme, porque sabía que era posible. Escribiría siempre. Y te amaría. Éramos libres.

Pero después hubo un cambio. Andabas como sin rumbo y sonreías menos. Supe que tendrías un hijo. Sufrí como loca. Tus cuadros eran también vida de tus entrañas. Y sin embargo ahora decías que te ibas porque querías seguir fiel a ti misma. La creación existía al presente en aquel hijo, que llevabas dentro, hijo que odié entonces porque no era mío y te alejaba de aquello que hasta entonces fueras. Dejarás de pintar. Llegó el fin. Mencioné. Y sin verme siquiera empezaste a empacar. O el inicio. Preciso vivir. Fue la respuesta y tuve miedo. Puede ser nuestro si quieres. Con serenidad fuiste quitando los cuadros de las paredes. En la esquina quedó solo uno, el del duende. Para que me recuerdes, cuando ya sea posible. Y tomaste la taza, la que te vendió el viejo de ojos rasgados. Yo dije para provocar: Mejor le llevas la mía también. Esas fueron las palabras finales. Tus ojos emanaban ira, la última vez que me miraron. Solo lo transitorio es bello. Pensé, y la taza quedó ahí, abandonada como yo.

Después supe por los amigos que vivías feliz. Brillabas adorada por tu marido. Pero no habías vuelto a pintar y el hijo que esperabas antes, era ya una niña, que llevaba mi nombre. Te deseé lo peor. Escribí más que nunca. Y el estudio que antes compartíamos se volvió similar a una casa. Busqué en la feria al viejo que vendiera las tazas, pero no estaba ya. En el mismo puesto encontré a un joven, lindo como una porcelana, que dijo ser su nieto. El anciano era ahora un fragmento de lo eterno y eso no debía apenarme. Me dijo y aprovechó para venderme una tetera de hierro y otros útiles. Sin embargo, no volví a tomar té. Adquirí un nuevo hábito: Llenar la taza con agua abrasadora. Echar en ella las hojas. Y quedarme viendo el agua colorearse, para después derramarla de a poco en la vasija de crisantemos que nunca llegarás a conocer.

Me juré que no volvería a amar. Hasta hoy creo que lo he cumplido. El cuadro del duende, que viste aquella vez en la mancha, preside el salón. Poco a poco mi odio se disuelve, pero no alcanzo a comprender.

Hoy que ha vuelto a aparecer un palito en el té lo miro, como si fuera la primera vez y cierro los ojos, pero no deseo nada. Porque todo en la vida es transitorio hasta los sueños. Pero a la vez es indeleble.

Ella me buscó. La que lleva mi nombre. Dijo que había descubierto un retrato y por eso quería conocerme. Se paró frente al cuadro y le sacó una foto sin pedir permiso. Luego lo observó un rato. Le conté su historia. Nunca antes había visto una obra de su madre. Para ella era importante porque también pintaba. Aunque no entendía como alguien podía haber abandonado todo así. Después vio los crisantemos, quiso saber si era nuestra flor. Yo le expliqué que no, que compré la maceta tras tu marcha, para apreciar cerca algo vivo. Ella dijo que era raro. Le pregunté por qué. Me explicó lo que dejaras por escrito. Habías pedido justamente esas flores, y ella pensó. Pero no, era tan solo una de esas casualidades que uno a veces halla en el camino. Quise cambiar el tema, por ello le brindé un té. Dijo preferir el café, era un hábito que aprendió de su madre. No logré alejar una sonrisa. Indicó que compró mis libros por curiosidad. No se parecía a ti. Hablaba sin rodeos, pero también, un poco, sin poesía. Vengo aquí y no reconozco a la que fue. Agregó y me dio cierta pena. Sentí que tal vez ella nunca te conoció. O quizá era yo, quien no alcanzó a entender como eras. ¿Me darías un abrazo? Preguntó sin mirarme. Fue raro tenerla entre mis brazos. Ella es ahora lo que queda de tu esencia. Sentí lágrimas en el cuello y pensé en gotas de té. Quisiera algún día conocer un amor así. No respondí… No era certero llenar el silencio con palabras. Quizá un día vuelva, si quiero ver el cuadro. Me dijo antes de marcharse.

Palpo de nuevo la taza caliente entre mis manos y una sensación dulce me invade. Veo el tallito incluso con los ojos cerrados. Entonces escucho una voz muy baja. Dices que Buda se hallaba en meditación y le dio sueño. Por eso se escindió los párpados. Nació el arbusto y sus hojas sirvieron para mantener despiertos a los hombres. Bebo un sorbo por primera ocasión en muchos años, sin abrir los ojos. Por miedo a no verte. El sabor agradable, aunque un poco amargo se deshace en las papilas, como si fuera hoy aquella vez.

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