“Europa era así”, un libro de viajes de Ofelia Rodríguez Acosta (segunda parte, final)
Este libro de Ofelia Rodríguez Acosta no puede faltar cuando se escriba la historia de la literatura de viajes en Cuba.
Ofelia Rodríguez Acosta publicó su libro de viajes Europa era así en 1941. Este recorrido por el Viejo Continente fue gracias una beca de estudios otorgada por el Estado cubano. La beca en cuestión provocó rencores en algunos miembros de las sempiternas “capillas literarias” insulares. Uno de esos detractares fue Jorge Rigol. En aquella época, apenas 1935, Rigol no había despegado todavía como diseñador de libros. Pero, a pesar de eso, no se detuvo para tildar a la escritora de “mediocre intelectual” que no merecía tal beca.1 Ese ha sido siempre, hasta hoy, el destino de la cultura cubana.
No era posible perdonarle, a la autora de La vida manda y Sonata interrumpida, su posición feminista, defendida en publicaciones periódicas como Social, Grafos, Carteles y Bohemia donde mantuvo, durante largo tiempo, la columna semanal “Campaña feminista”. Sus conferencias, ensayos, novelas y crónicas eran conocidas no solo en Cuba, sino también fuera de ella. La beca era, pues, un reconocimiento a su talla como intelectual.
La crónica de viajes como literatura
El recorrido por Europa comenzó en España y parece haber concluido en Bruselas. La autora escribe a partir de su experiencia cultural, no se olvide que todo viaje implica esto. Para un viajero no se trata simplemente de trasladarse en el espacio y en el tiempo, sino que es también una forma de reconocerse a sí mismo en ese otro espacio que descubre. La crónica de viajes suele ser, pues, resultante de una interpretación, en ocasiones ingenua, en otras interesada o violenta, de un espacio ajeno. Porque es una escritura de alteridad. Por eso, en el “Prefacio” de su libro, Ofelia Rodríguez, se siente obligada a decir cómo ella concebía el viaje y el relato:
He temido estropear, por una excesiva preocupación de escritor, ese desorden y excitación espiritual —provocado por la avidez— que “se sienten” en los relatos de mi recorrido por España y Marruecos. En cuanto a lo demás, he respetado también lo que hay de espontáneo en su primer impulso, no ya por la honradez, por la escrupulosidad en referir las cosas, sino por el empeño de superación, al que me instaba un cierto hábito o una cierta habilidad que para el viajar iba adquiriendo, en una forma de producción, dentro de la literatura, que era casi una prueba para mí.2
Ofelia Rodríguez Acosta, a diferencia de otras viajeras de la Isla, quiere dejar claro que sus observaciones no dejarán de ser, en modo alguno, literarias. Esa es la diferencia que establece entre lo que se escribe para el turismo y lo que nace como literatura:
Estas crónicas, felizmente, no pretenden ser eruditas ni recurrir a ilustraciones culturales que se hallan en cualquier libro, enciclopedia o folleto del Patronato del Turismo. Una impresión, en lo que pueda tener de interés, una determinada vibración de felicidad, un vuelo de la imaginación, esto es: la visión personal, es todo lo que se intenta ofrecer aquí al lector.3
Además, la autora conoce las características que tiene este tipo de escritura. Porque, en efecto, la literatura de viajes, en sus más diversos modos de realización textual, puede presentarse como: crónicas periodísticas, memorias, autobiografías o biografías, u otros géneros, con una gran variedad de estilos y formas. Ofelia Rodríguez Acosta muestra, pues, cómo diferentes autores, clásicos de la literatura de viajes, han trabajado los temas de la ciudad. Porque otra de las características del sujeto viajero es la atracción que siente por las ciudades, con sus instituciones, paseos y plazas, para desde ellas dar su propia cosmovisión. Se trata también de que la autora necesita dejar establecido, desde el principio, que su escritura de viajes será otra forma de representar los espacios que recorra. Por eso, haciendo gala, muy intencionadamente, de sus lecturas, presenta a una serie de escritores considerados clásicos en este tipo de literatura.
“La crónica de viajes suele ser resultante de una interpretación, en ocasiones ingenua, en otras interesada o violenta, de un espacio ajeno. Porque es una escritura de alteridad.”
Hay múltiples maneras, en la técnica y en la forma, de escribir sobre una ciudad o un país: la de Keyserling, según el alto estilo ensayista; la de Paul Morand, que abarca la historia, el arte y la psicología; la de Julio Camba, de amena y sutil ironía; la de Blasco Ibáñez, descriptiva, que tiene de reportaje y de crónica; la de Schreiber, anecdótica y narrativa. Hay tantas diversas maneras como clases de inteligencias, formas de disciplina, y naturalezas de sensibilidad se dan en el escritor. Pero hay, además de todas las conocidas, una: la propia, la siempre nueva y siempre distinta, el molde original en que el mismo eterno contenido ofrece aspectos inéditos.4
Para ella, el cronista viajero debe tener una determinada percepción del entorno. Y es que el relato de viajes, cuando se quiere con cierto grado de literariedad, se construye a partir de valoraciones sobre las realidades percibidas. Si algo distingue a este tipo de relato son las formas en que su autor logra un equilibrio entre el ver y el ir para valorar el espacio por el que transita. Es experiencia personal, única, a partir de su cultura:
Porque, a nuestro modo de ver, el cronista no es otra cosa que un viajero que capta el espíritu de las ciudades en su cuadro antiguo y en sus márgenes modernas: que marca todos los caminos con su curiosidad y su emoción. El historiador del arte, el de la Historia que puede haber en ciernes o en gusto profesional en el visitante. no debe rotular de intelectualismo, de sapiencia fidedigna pero asaz rigurosa, ese hermoso interés lleno de frescura, de ingenuidad y de despreocupación de lo trascendental del excursionista: un poco vagabundo, que va por esos mundos en una íntima actitud de estudiante y de explorador.5
“El relato de viajes, cuando se quiere con cierto grado de literariedad, se construye a partir de valoraciones sobre las realidades percibidas. Es experiencia personal, única, a partir de su cultura.”
El libro fue publicado ya en medio de la Segunda Guerra Mundial. Esa es la razón del tiempo pretérito en el título: “Europa era” y no “Europa es”. Lo cual le da un valor testimonial y político a su escritura. En el “Prefacio”, Ofelia Rodríguez Acosta hizo explícitas las razones por las que publicaba esas crónicas en aquel momento. Además, la cronista precisaba dejar sentada su clara postura antifascista:
Solo de Alemania depende que nos podamos dar sin reservas a la admiración de lo que en ella es digno de tal, a la simpatía de lo que en ella hay de amable. De ella y de nadie más depende. Pero hasta ahora no se ha mostrado muy comprensiva sobre el particular. Porque así, tal como hace las cosas, así no: así no nos hará nunca no solo admirarla y respetarla, sino ni siquiera tolerarla ni temerla.6
Las ciudades de Europa
La ciudad es para la cronista el punto de partida de su escritura. Ella concibe la urbe como un ser vivo con el cual se establece un diálogo espiritual y cultural. Lo cual la aproxima a una peculiar visión antropológica de los espacios urbanos. De esta manera señala que:
Una ciudad, indudablemente, no es una cosa muerta de la que se puede hablar haciendo omisión de sus habitantes; pero, a la vez, al referirnos a ella […] si se quiere, hay una implícita alusión al espíritu de la raza, a las características de sus hombres, a la manera de Keyserling, necesaria a la interpretación de la urbe […], y algo que alude a esta, a la manera analítica y crítica de Paul Morand […]. El Hombre y la Ciudad son inseparables, más aún: constituyen la fusión intrínseca cuya expresión espiritual y material nos esforzamos por entender y traducir. […]. Londres, pues, repetimos, es una ciudad que no sabe hacerse amar.7
Así, para la autora, Córdoba es “quietud y silencio”.8 Sevilla “no cabe en el hueco de una mano, en un minuto de evocación”.9 Berlín es “la gran moderna capital, es una ciudad pudiéramos decir opaca, sin relieve, sin atractivo”.10 Al referirse a Viena, al borde de la guerra, expresa:
No; ya Viena no es la ciudad que vive alegre y románticamente al compás, de rápida y elegante cadencia, de sus valses […]. Viena está hoy callada y taciturna, y los turistas que acuden todavía a visitarla no se acomodan a su nueva fisonomía extraña, a su pálida sonrisa misteriosa.11
Pero Praga acapara toda su atención. Es una ciudad que, una vez que se conoce, se lleva en las pupilas para siempre. Porque ningún entorno urbano se puede interpretar como mero documento histórico. Hay que verlos y sentirlos a partir de sus componentes impregnados de historia.12 Eso es lo que hace Rodríguez Acosta a través de sus crónicas y, especialmente, al referirse a Praga.
Hay ciudades que nos inspiran respeto o cariño, admiración, amor intenso, interés, indiferencia, hastío u odio. Según lo que nos ofrezcan: su grandeza o su simpatía, su gloria, su placer, su complejidad, su vanidad, su vulgaridad o su maldad. […]. Praga, corazón de Bohemia […]. Su sentido de la dignidad humana, del honor nacional, su concepto de patria y de la cultura propia, se sostienen a fuerza de fervor: del fervor de su verdad, que es su oración única: su historia misma. Símbolo de ello, a la vez plástico y viviente, es el Puente de Carlos […] y el paisaje de Praga: el físico y el espiritual fundidos en este puente.13
Por otro lado, Mallorca es el espacio donde permanece vivo el espíritu romántico de Chopin. Allí se conservan los manuscritos de Un invierno en Mallorca, de George Sand. Este libro es uno de los más importantes exponentes de la literatura de viajes. En él están las impresiones de aquel invierno triste en que Chopin empeoró su salud. En medio del campo, sin atención médica posible, alojado en una vieja edificación sin condiciones para vivir, y con dificultades para obtener los alimentos que necesitaba su familia.
George Sand escogió el peor de los lugares posibles para tratar de restablecer la salud de su amante. De ese lugar, la Cartuja de Valdemosa, donde Chopin, George Sand y los hijos de esta pasaron el invierno, dice Rodríguez Acosta:
en las celdas había una húmeda frialdad. Llegó enfermo y se agravó tanto, de hemotipsis en hemotipsis, que la celda pudo devenir para él cámara mortuoria. Y el reposo que necesitaban su cuerpo y su espíritu le fue negado por la compañía, egoísta y mortificante, de aquella mujer que para su desgracia amó tanto.14
Resulta de interés conocer que Dulce María Loynaz, amiga entrañable de Ofelia Rodríguez Acosta, escribió Un verano en Tenerife como una contra respuesta a aquel fatídico invierno de Chopin. A diferencia del gran músico, la Loynaz fue llevada por su esposo a la Isla de Tenerife en contra de su voluntad. Pero allí encontró un mundo hermoso junto a la persona que amaba. Fue el verano más feliz de su vida. Y su libro cerró de forma muy diferente a Un invierno en Mallorca. Escribió la Dulce María Loynaz:
Adiós valles y montes, leyendas y verdades del pasado y hora en que lo digo. Adiós morenas Vírgenes, cada una velando por su isla. Adiós, verano inolvidable, por cuyas golondrinas siempre espero.15
En el recorrido de Ofelia Rodríguez Acosta por diversos espacios de la geografía europea estuvo Montecarlo. Al describir el famoso casino, no dejó de evocar a Stefan Zweig y su novela Veinticuatro horas en la vida de una mujer. Para ella, era visita obligada la casa que Blasco Ibáñez comprara para convertirla en refugio de artistas e intelectuales. En esa casa, donde ayer hubo vida y bullicio, ahora hay silencio, miedo y apenas acceso. Es la guerra que amenaza y la estampida humana en busca de sitios más seguros. Por esa razón, la viuda del escritor español no recibió a los turistas interesados en ver el lugar.
La geografía humana está presente a lo largo de las crónicas reunidas en Europa era así. La autora se refiere a esa geografía en ocasiones con admiración, otras con ironía, y hay algo que le llama la atención: las modas, las disímiles maneras del vestir, el uso de los trajes tradicionales en los días de fiesta, o las nuevas maneras de llevar la ropa las mujeres. Por otra parte, está su mirada a la arquitectura y el modo en que ella devela al lector estilos y formas en dependencia de los espacios sociales. Pero, entre las cosas que más valen en estas crónicas, están las visitas a los museos. La viajera reconoce a pintores, escultores, y explica al lector sus características sin monótono didactismo.
Alemania en el umbral de la Segunda Guerra
Su entrada a Alemania fue por Núremberg. Donde afirma casi premonitoriamente que: “[s]e siente que el tiempo no tiene prisa, y que dura, dura largamente. Se siente, sobre todo, que Núremberg es esto: el nido de una época”.16
Luego, afirma sobre Munich: “Tierra fecunda, generosa, ha sido Baviera para el arte […]. Su vida artística e intelectual ha sido siempre intensa, renovadora, inagotable”.17 Pero, no pasa inadvertido para ella que:
Al costado, sobre la acera de la Residenzstrasse, hay otra placa en honor a los nacionalsocialistas caídos en la misma plaza cuando estalló el movimiento. Un soldado hace guardia permanente y todos los transeúntes deben saludar con el brazo extendido, incluyendo a los ciclistas y automovilistas. Ni uno solo, por distraído que vaya, deja de hacerlo.18
Y, con ese ojo agudo y crítico que la caracteriza, descubre cómo en Berlín se manifiestan ya los efectos nocivos para la cultura y el arte del nacionalsocialismo:
Para el viajero de otra mentalidad resulta irritante, por ejemplo, ir a comprar discos y encontrarse que las más lindas cancones populares y sentimentales alemanas —que las hay preciosas— están retiradas de las ventas por ser sus compositores judíos. O cuando pregunta en los museos por las obras de Van Gogh las tienen relegadas al sótano, porque su técnica pictórica o su sentido artístico evidencian una degeneración en el concepto de la plástica. Que al conversar de música en un café y pronunciar el nombre de Rubenstein, la gente que nos acompaña cuchichea una conminación al silencio, porque tal nombre no debe decirse alto. […] [E]n las calles trazan en el suelo una flecha roja y una exclamación insultante que es la señal para que el público asalte las tiendas o bien que ataque a la gente que acaba de comprar.19
Un libro impescindible
Este libro de Ofelia Rodríguez Acosta ha sido totalmente olvidado por la escasa crítica que ha abordado la literatura de viajes en Cuba. 20 Nunca volvió a publicarse desde 1941. La autora murió en Cuba, y no fuera de ella, en 1975. A pesar de ello, Europa era así es un texto que no puede faltar cuando se escriba, algún día, la historia de la literatura de viajes en Cuba.
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1 Cfr.: Zaida Capote: “Escritoras olvidadas de la República: Ofelia Rodríguez Acosta”, en: Fundación Alejo Carpentier [http:www.lajiribilla.cu], consultado el 18 de abril de 2024.
2 Ofelia Rodríguez Acosta: Europa era así, Editorial Botas, México, 1941, p.9.
3 Ibídem., p.20
4 Ibíd., p. 105.
5 Ibíd., p. 153.
6 Ibíd., p. 10.
7 Ibíd., p. 106.
8 Ofelia Rodríguez Acosta: ob.cit., p. 18.
9 Ibíd., p.31.
10 Ibíd., p. 187.
11 Ibíd., 204.
12 Cfr.: Carlo Ginzburg: El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso, lo ficticio, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2010, p. 14.
13 Ibíd., p. 222.
14 Ibíd., p.98.
15 Dulce María Loynaz: Un verano en Tenerife, Aguilar, Madrid, 1958, p. 400.
16 Ibid., p.153.
17 Ibíd., p. 168.
18 Ibid., p. 172.
19 Ibíd. p. 199.
20 Ni Nara Araújo, que inició estos trabajos en Cuba tuvo en cuenta ese libro. Su antología Viajeras del Caribe solo trató a aquellas mujeres que anduvieron por las islas. Su concepto de la literatura de viajes no fue inclusivo y lo cerró en parámetros muy rígidos. Luisa Campuzano ni siquiera se ha acercado a esta literatura desde una mirada teórica. Sus referentes solo son del siglo XIX; no así Nara Araújo, que fue, a pesar de sus limitaciones, más seria en sus análisis. Luisa Campuzano no pasa de lo epidérmico a la hora de referirse a las viajeras insulares.
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