Madame de Sévigné, una perspectiva irreverente sobre la Francia barroca

Madame de Sévigné destaca como figura excepcional del Barroco francés del siglo XVII. Su notoriedad como una de las voces literarias femeninas más prominentes de su época radica en la maestría con que desarrolló la epistolografía.

imagen de madame de Sévigné con sus cartas al fondo
Madame de Sévigné (París, 1626 – Grignan, 1696)

Madame de Sévigné a los ojos de José Martí

Marie de Rabutin Chantal, marquesa de Sévigné, es una figura excepcional del Barroco francés, tanto por ser una de las más altas voces literarias femeninas del siglo XVII, como por haber alcanzado estatura artística en uno de los géneros más difíciles y menos iluminados por la crítica literaria: la epistolografía. Vale la pena sopesar si tiene que decirnos algo todavía a los lectores de esta era postmoderna.  

En su folleto Guatemala, publicado en México en 1878, Martí alude a ella; dicha referencia no solo testimonia un fino conocimiento de la gran escritora, sino también permite suponer una perspectiva en la cual la marquesa barroca parece resultarle una figura especial, en cercanía que lo impulsa a referirse a ella no como escritora en sentido estrecho, sino como símbolo de la cultura europea de su tiempo.

Martí, en ese texto destinado a destacar la feracidad inmensa de un país al que se vinculó con su amor característico de hispanoamericano esencial, dedica espacio, como era de esperar, al cultivo del café, campo temático que parecería, en principio —y sobre todo para quien desconozca la penetrante y abarcadora visión martiana de la cultura—, por completo ajeno a una autora francesa entre cuyas dotes estaba el más alquitarado refinamiento expresivo. Véase lo que apunta Martí:  

Por Gualán crece bien el cafeto, y el río Montagua, de famosa boca, arrastra en sus ondas las flores blancas del cargado arbusto. Y también crece en la parte fresca de las costas del Atlántico, aunque estas, más que para café, para caña están hechas, porque crece lujosa y se exportaría el azúcar fácilmente. Cultivándola anda por aquellos rumbos, y él mismo es maestro de azúcar, humilde puntero, uno que fue gobernador de Nueva Orleans: Cincinati Sino.
Y por Cobán se da el fruto nectáreo, con mejores condiciones en los lugares apartados de la cabecera.
¡Oh, café rico, generoso don de América, que en corrientes de vida vuelve a Europa el mal que entre tan preciosos bienes le hizo! Mme. de Sévigné, la de las bellas cartas, no debió tomar nunca buen café”.[1]

Es evidente, en simple inspección de la estrategia semántica de Martí, que precisamente porque su texto se dirige a presentar el café como néctar, especial licor destinado, en la remota actitud mítica helénica, al deleite de los dioses; la implicación está latente: la Sévigné, quintaesencia del exquisito barroco francés, no alcanzó a disfrutar el café real y efectivo de América. Esa condición de suave refinamiento es el puente que lleva su pensamiento a señalar que la Sévigné, a pesar de su prosa de reconocido acabado, no pudo, sin embargo, por su condición de europea —en una época en que apenas se consolidaban los contactos entre Europa y América— paladear un néctar de tan fina excelencia como el café americano.

imagen de páginas de portadilla de la una edición francesa de Las cartas de Madame Sévigné.
Edición francesa de Las cartas de Madame Sévigné.

"En su folleto Guatemala, (...) Martí alude a ella (...) no como escritora en sentido estrecho, sino como símbolo de la cultura europea de su tiempo".

No es posible considerar que esa imagen sutil —la Sévigné como emblema de la más destilada cultura francesa— se trata de una mera alusión ocasional, por más que Martí se refiera a la Sévigné sólo en tres ocasiones en toda su obra.[2] Una de ellas, en Escenas norteamericanas, me parece dudosa: está entremezclada con un comentario sobre un discurso de Robert Charles Winthrop, al parecer representante de Gran Bretaña en ocasión del centenario de la batalla de Yorktown; este es quien parece haber aludido a la francesa, pero tal vez la confunde con otra célebre escritora del país galo, Madame de Staël, dado que parece referirse a alguna conversación de esta con Benjamín Franklin durante su estancia en París, donde, en cambio, parece más que problemático que la Sévigné hubiera podido conocer a un distinguido americano del siglo XVII:

Con donaire de Academia y galanterías de hidalgo dijo su discurso celebrado el caballero Winthrop. «Digamos —exclamó— Dios salve a la Reina», puesto que aún se oye el grito generoso con que la Reina nos dijo en nuestra hora de agonía: «Dios salve al Presidente». «Manteneos en la fe de nuestros padres», dijo a los Estados. «Sois la vanguardia de la raza humana: el mundo venidero es nuestro», dijo una vez Mme. de Sévigné a un distinguido americano: «¡alcémonos a un completo sentido de esta responsabilidad inmensa, y mantengamos el progreso de la Libertad en todas las tierras y en la nuestra!». Culto y hermoso fue el discurso de Winthrop.[3]

En cambio, es muy sugerente la referencia última que hace Martí a la Sévigné, en Patria, el 28 de enero de 1893. Esta alusión, de alta destilación semántica, es la de un hombre que está muy al tanto de peculiaridades esenciales  de las cartas de la eminente autora barroca —incluso de la fuente creativa desde la cual se construyen sus textos—. Escribe el Apóstol sobre una velada en Nueva York:

Allí tuvo su baile el martes la sociedad «Entre Nous». Y el nombre es bueno, porque cada día entendemos mejor que, hoy como cuando el Dante, es salobre de veras el pan extranjero, y áspera de subir la escalera extraña; porque a la Sévigné la echaba todo de su casa, y a nosotros todo nos echa, con más cariño cada día, a los unos en brazos de los otros. Allí cubanos e hispanoamericanos; allí Santiago al brazo del Guaire, y un abanico del Camagüey junto a un guante del Perú; allí, como las flores que suele el viento dibujar en la nieve, una u otra norteña de pecho tropical. Allí la conversación amena de la familia, y el baile discreto y brillante de la juventud. Y la cena, y la plática, y las cuadrillas bulliciosas duraron hasta la estrella de la madrugada.[4]

Pues Mme. de Sévigné, por una parte, gozaba con fruición la espiritual compañía de un círculo selecto y recoleto de escritores aristocráticos de su tiempo —el duque de La Rochefoucauld, la condesa de Lafayette—, pero, al mismo tiempo, lleva una vida social —para decirlo con mayor exactitud, de “círculo cortesano”— que forma el encuadre dinámico y trepidante de sus cartas.

"...es muy sugerente la referencia última que hace Martí a la Sévigné, en Patria, el 28 de enero de 1893. Esta alusión (...) es la de un hombre que está muy al tanto de peculiaridades esenciales  de las cartas de la eminente autora barroca".

Esa aparente intensidad, empero, en una vida frívola, respondía a un especial drama afectivo: su hija idolatrada, al casarse con un relevante personaje de la política del siglo de Luis XIV, el conde de Grignan, acompañó a su marido a la entonces muy lejana Provenza, donde él desempeñaba altas responsabilidades de gobierno. Las cartas torrenciales de la madre obedecen tanto a la necesidad de estar en contacto con la hija ausente, cuanto a la obligación de tenerla al tanto —y también a su yerno— sobre los más minuciosos movimientos de la política cortesana y sus protagonistas.

Así pues, tenía razón Martí: el vacío y la nostalgia maternal, tanto como la impuesta necesidad de informar los latidos sociopolíticos parisinos, “echaban de su casa” a la Sévigné, y la obligaban a alternar en medios de hirviente cotilleo social, que en el fondo no le interesaban tanto como mantener, en cabal hondura espiritual, la comunicación con su hija.

De algún modo sutil, Martí establece un paralelo entre las crónicas sociales de Marie de Rabutin Chantal, y su propia crónica de un baile en una institución de recreo de nombre francés, pero de cabal esencia latinoamericana. También él, menos dado que nunca a festividades sociales en ese año 1893, marcado por su propia y febril actividad revolucionaria, se ve obligado a pisar una escena de intercambio social, que es interpretada por él con mirada escrutadora —más allá de su epidermis— como un ámbito que, sobre todo, posibilita la unidad afectiva de los hispanoamericanos.

Ilustración en la que se ve a Madame Sévigné. Imagen de portada para edición de Cartas a la hija.
Portada de Cartas a la hija, de Madame Sévigné. Editorial Periférica, 2022.

Al cabo, entonces, ¿cómo asomarse hoy —y bajo auspicios martianos— a las epístolas formidables de aquella dama del Barroco francés? Conviene revisitarla, porque su magnetismo literario, y su capacidad crítica, siguen ejerciendo una fascinación para el lector actual. Una de las características más tangibles del sentido barroco de esas cartas apasionantes, es su profundo sentido pictórico. Por ejemplo, en la carta del 20 de febrero de 1674, escribe a su hija acerca de un incendio en la casa de uno de sus vecinos, Mr. de Guitaud:

Sabréis, hija mía, que anteayer miércoles por la noche, después de venir de casa de Mr. De Coulanges […] pensaba acostarme. Esto no tiene nada de extraordinario; pero lo que sí lo es mucho, fue que a las tres de la madrugada oí gritar: ¡Fuego!... ¡Ladrones! Y estos gritos tan cerca de mí y tan repetidos, que no dudé de que era en casa […]; pero vi la casa de Guitaud ardiendo; las llamas pasaban por encima de la casa de Mad. de Vauvineux: se veía en nuestros patios, y sobre todo en casa de Mr. de Guitaud, una claridad que daba horror: todo eran gritos, confusión y un ruido espantoso de los postes y los maderos que caían. Hice abrir mi puerta y envié mi gente al socorro.[5]  

Nótese la prioridad del movimiento por encima de los detalles, así como la vitalidad interna del texto: la autora disfruta, no el desastre en sí, sino el delineamiento de lo narrado: “yo estaba como en una isla, pero me daba mucha lástima de mis pobres vecinos”.[6]

"Martí establece un paralelo entre las crónicas sociales de Marie de Rabutin Chantal, y su propia crónica de un baile en una institución de recreo de nombre francés, pero de cabal esencia latinoamericana".

A la descripción de la luz aterradora y del movimiento de los personajes, se agrega la percepción psicológica sobre los protagonistas del desastre: “[Mr. de Guitaud] inspiraba piedad: quería ir a salvar a su madre que ardía en el tercer piso; pero su mujer se agarró a él y lo retuvo con violencia; él estaba entre el dolor de no socorrer a su madre y el temor de herir a su mujer embarazada de cinco meses; en fin, me rogó que contuviera a su mujer y lo hice”.[7]

El dinamismo narrativo crece con sutileza en este pasaje: “él encontró a su madre que había pasado a través de las llamas y que estaba salva. Quiso salvar algunos papeles, pero no pudo aproximarse al sitio en que estaban […]. Se llamó felicidad a lo que quedaba de la casa aunque haya para Guitaud una pérdida de diez mil escudos”.[8]

El Barroco de Madame de Sévigné

En realidad, buena parte de la epistolografía de la Sévigné está dotada de una capacidad de captar una dinámica muy honda —de vida social, de ideas, de emociones—. Al describirle a su hija el incendio de la casa de señor de Guitaud, el momento final tiene una carga integrada de humorismo y sensualidad barroca —ese regusto por la asociación de elementos contrapuestos, esa visitación constante de la paradoja— en verdad deslumbrante:

Pero, si se hubiese podido reír en una ocasión tan triste, ¡qué retratos no se hubieran hecho del estado en que nos encontrábamos todos! Guitaud estaba desnudo, en camisa, con calcetas. Mad. Guitaud estaba con las piernas al aire y había perdido una de sus zapatillas. Mad. Vauvineux estaba en enaguas; todos los lacayos y todos los vecinos, con gorro de noche; el embajador [Nota: de la Serenísima República de Venecia, otro de los vecinos] estaba en traje de dormir y con peluca, y conservó muy bien la gravedad de la Serenísima; pero su secretario estaba admirable. Habláis del pecho de Hércules: verdaderamente este era otra cosa muy distinta; se veía todo entero: blanco, grueso, abultado, y, sobre todo, sin ninguna camisa, pues el cordón que debía sujetarla se había perdido en la batalla.[9]

Porque, en verdad, las suyas eran unas bellas cartas, pero también un resplandeciente laboratorio del estilo barroco. Nótese lo que apunta Arnold Hauser respecto de una característica esencial del Barroco histórico:

La lucha por lo «pictórico», esto es, la disolución de la forma plástica y lineal en algo movido, palpitante e inaprensible; el borrarse los límites y contornos para dar la impresión de lo ilimitado, inconmensurable e infinito; la transformación del ser personalmente rígido y objetivo en un devenir, una función, un intercambio entre sujeto y objeto, constituye el rasgo fundamental de la concepción wölffliniana del Barroco.[10]

Más importante, sin embargo, en esta autora admirada por Martí, es —tanto en los pasajes antes citados como en el conjunto cabal de sus cartas—, es la mirada ahondadora —rasgo que, salvando las enormes distancias epocales y personales, compartía el prohombre cubano y la genial escritora francesa—. La Sévigné quiere ante todo crear imágenes tridimensionales, en las que pueda advertirse una hondura; en su crónica del incendio, de la mención, rapidísima, del fulgor espantoso de las llamas, se pasa gradualmente a la interiorización, incluso a la incisiva penetración en los personajes del drama; se trata de un rasgo barroco en toda la línea:

La tendencia desde la superficie hasta el fondo expresa el mismo sentido dinámico de la vida, la misma resistencia contra lo permanente y contra todo lo fijado de una vez para siempre, contra lo delimitado; con ello el espacio es concebido como algo que se va haciendo in fieri, como una función. El medio preferido por el Barroco para hacer sensible la profundidad espacial es el empleo de primeros planos demasiado grandes, de figuras que se acercan al espectador en repoussoir, y de la brusca disminución en perspectiva de los temas del fondo. El espacio gana así no sólo un carácter ya de por sí movido, sino que el espectador siente, a consecuencia de la elección demasiado cercana del punto de vista, que la espacialidad es una forma de existencia dependiente de él y por él creada. La inclinación del Barroco a sustituir lo absoluto por lo relativo, lo más estricto por lo más libre, se manifiesta, sin embargo, con la máxima intensidad en la preferencia por la forma «abierta» y atectónica. […] Las composiciones atectónicas del arte barroco producen, por el contrario, siempre un efecto más o menos incompleto e inconexo; parece que pueden ser continuadas por todas partes y que desbordan de sí mismas […]. Siempre un lado de la composición es más acentuado que el otro, siempre recibe el espectador  en lugar de los aspectos «puros», de frente y de perfil, las visiones aparentemente casuales, improvisadas y efímeras.[11]
Imagen de página de portadilla de la edición portuguesa de Las cartas de Madame Sevigné.
Edición portuguesa de Las cartas de Madame Sévigné.

De aquí deriva la aparente paradoja de que estas cartas íntimas se presenten, para el lector contemporáneo, como verdaderos y deliberados montajes cinematográficos, sobre todo a la manera de directores como Tarantino —tan neobarroco, por lo demás—. Hauser interpreta este hecho con acierto:

«En última instancia —dice Wölfflin— existe la tendencia a presentar el mundo no como un trozo de mundo que existe por sí, sino como un espectáculo transitorio en el que el espectador ha tenido precisamente la suerte de participar en todo momento… Se tiene interés en hacer aparecer el conjunto del cuadro como no querido». La intención artística del Barroco es, en otras palabras, «cinematográfica»; los sucesos representados parecen haber sido acechados y espiados; todo signo que pudiera delatar interés por el espectador es borrado, todo es representado como si fuera aparente voluntad del acaso.[12]

Alejándome con el mayor cuidado y énfasis de aquellas tentaciones de la crítica positivista de identificar a toda costa fuentes de influencia, no puedo dejar de pensar que hay ciertas consonancias entre la dama francesa y Martí, quien, al describir el desastre —mucho mayor en magnitud y consecuencias— del terremoto de Charleston, lo hace un estrategias de estilo que aparecen marcadas por un dinamismo similar, una capacidad de moverse de lo estrictamente objetivo a la hondura de lo psicológico.

"Porque, en verdad, las suyas eran unas bellas cartas, pero también un resplandeciente laboratorio del estilo barroco".

Esta observación se dirige más bien a subrayar una posible explicación para el comentario admirado del Apóstol sobre la francesa barroca: hay una determinada consonancia. Esta puede observarse del mismo modo en la capacidad de dinamismo, en la gracia —tan especial— de construir una carta de manera que el destinatario aparezca incluido de algún modo, desafiado, incluso, a participar en el texto: cada carta de la Sévigné, como la inmensa mayoría de las de Martí, resultan una invitación al diálogo interior entre emisor y receptor.

Con tal de alcanzar esa cercanía espiritual, la Sévigné apela a recursos de una finura y un acierto incisivo, que siguen siendo fascinantes como lo fueron en su día. Marie de Rabutin-Chantal escribe, una carta a Mr. de Coulanges, la crónica de un hecho —entre sentimental y político— que conmovió en su día a la corte francesa: el intento de matrimonio entre la Duquesa de Montpensier, prima hermana del rey Luis XIV, y un simple noble francés, enlace que, dados los prejuicios nobiliarios de la época, constituía una ruptura de esquemas sociales.

"(...)se hace evidente que la Sévigné exige a sus destinatarios una participación activa en la carta como conversación gustosa".

Vale la pena transcribir in extenso ese derroche de estrategias discursivas para lograr el complejo y vital dinamismo del barroco —su afán por la paradoja, por la integración de contrarios, por la caracterización múltiple y cambiante—, aquí realzado por una técnica que, de nuevo, habría que considerar al menos como precinematográfica, carta en la cual, con claridad meridiana, se hace evidente que la Sévigné exige a sus destinatarios una participación activa en la carta como conversación gustosa, en la que da por supuesto que Mr. de Coulange está leyendo en voz alta su carta, al menos a su esposa:

Voy a comunicaros la cosa más admirable, la más sorprendente, la más maravillosa, la más milagrosa, la más triunfante, la más aturdidora, la más inaudita, la más singular, la más extraordinaria, la más increíble, la más imprevista, la más grande, la más pequeña, la más rara, la más común, la más deslumbradora, la más secreta hasta hoy, la más brillante, la más digna de envidia; en fin, una cosa de la cual no se encuentra sino un ejemplo en los siglos pasados, y aun este ejemplo no es justo; una cosa que no podríamos creer en París —cómo se ha de creer en Lyon—. Una cosa que hace gritar misericordia a todo el mundo, una cosa que llena de alegría a Mad. de Rohan y Mad. de Hauterive; una cosa, en fin, que se hará el domingo y que los que la vean creerán tener la vista turbia; una cosa que se hará el domingo y que acaso no esté hecha el lunes. Yo no puedo resolverme a decirla; adivinadla: a la una, a las dos, a las tres; ¿Echáis vuestra lengua a los perros? Está bien; es preciso decírosla: Mr. de Lauzun se casa el domingo en el Louvre. Adivinad quién es la novia: a la una, a las tres, a las cuatro, a las diez, a las ciento. Mad. de Coulantes dice: esto es bien difícil de adivinar. ¿Es Mlle. de La Vallière? —Nada de eso señora. ¿Es, pues, Mlle. de Retz? —Todavía menos. ¿Es Mlle. de Créqui? No acertáis. Es preciso al fin decíroslo. Se casa el domingo en el Louvre, con permiso del Rey, con madaemoiselle, mademoiselle de…., mademoiselle…, adivinad el nombre; se casa con mademoiselle, por mí fe, os lo juro: MADEMOISELLE, la gran mademoiselle, hija del difunto Monsieur, mademoiselle nieta de Enrique IV, mademoisello d´Eu, mademoiselle de Dombes, mademoiselle de Montpensier, mademoiselle d´Orléans, mademoiselle, prima del Rey; Mademoiselle destinada al trono; Mademoiselle, el solo partido en Francia que fuese digno de Monsieur. He aquí un buen tema para discurrir. Si gritáis, si os ponéis fuera de voz mismo, si decís que hemos mentido, que esto es falso, que se burlan de vos, que es torpe imaginar esto; si en fin nos decir injurias, encontraremos que tenéis razón, porque nosotros hemos hecho lo mismo antes que vos.[13]

Así se encarna en esta mujer, a quien Martí llama “la de las bellas cartas”, la poética esencial del Barroco clásico francés. Y en su encanto femenino y literario, en su indomable don literario, se mantiene viva, hasta hoy, lo mejor de la expresión barroca, esa que el prohombre cubano disfrutó con no disimulada intensidad.


[1] José Martí: Obras completas. Ed. Ciencias Sociales. La Habana, 1971, t. 7, p. 137.

[2] Cfr. José Martí: ob. cit., t. 5, p. 408; t. 7, p. 137; t. 9, p. 92.

[3] Ibíd., t. 9, pp. 91-92.

[4] Ibíd., t. 5, p. 408.

[5] Marie de Rabutin-Chantal, marquesa de Sevigné :  Cartas escogidas de Madame de Sevigné.  Notas de Mr. de Sainte Beuve. Ed. Garnier. París, s. f., p. 58.

[6] Ibídem, p. 59.

[7] Ibíd.

[8] Ibíd.

[9] Marie de Rabutin-Chantal, marquesa de Sévigné: Cartas escogidas de Madame de Sévigné. Notas de Mr. de Sainte Beuve. Ed. Garnier. París, s. f., p. 60.

[10] Arnold Hauser: Historia social de la literatura y el arte. Ed. R. La Habana, 1977, t. 1, p. 425.

[11] Ibíd., t. 1, p. 425.

[12] Ibídem.

[13] Marie de Rabutin-Chantal, marquesa de Sévigné: ob. cit., pp. 41-43.

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