Narrativa francesa | Anaïs Nin: “Pájaros”

“Con una imprenta rústica Anaïs Nin publicó sus novelas iniciales, convirtiéndose en la primera mujer escritora de literatura erótica en Occidente.”

| Escrituras | 29/06/2024
Svetlana Melik-Nubarova: "Pájaros" (2019), fragmento,
Svetlana Melik-Nubarova: "Pájaros" (2019), fragmento,

Manuel y su esposa eran pobres, y la primera vez que buscaron piso en París solo encontraron dos habitaciones oscuras, por debajo del nivel de la calzada, que daban a un patiecito sofocante. Manuel se entristeció. Era artista y allí no había luz para trabajar. A su esposa no le importaba. Ella salía diariamente a hacer su número de trapecio en el circo.

En aquel lugar bajo tierra, toda su vida pareció convertirse en un encarcelamiento. Los porteros eran muy viejos y los inquilinos del inmueble parecían haberse puesto de acuerdo para convertirlo en un asilo de ancianos.

Así que Manuel vagabundeó por las calles hasta toparse con un cartel: “Se alquila”. Lo condujeron a un ático de dos habitaciones que parecía una choza. Pero una de las habitaciones daba a una terraza y, cuando Manuel salió, lo saludaron los gritos de unas colegialas en el recreo.

Había un colegio al otro lado de la calle y las chicas jugaban en el patio situado bajo la terraza.

Manuel las estuvo mirando un rato, con el rostro brillante y ensanchado por una sonrisa. Fue presa de un leve temblor, como el hombre que prevé grandes placeres. Quiso mudarse a ese piso enseguida, pero esperó a la noche para convencer a Thérèse de que fuera a verlo.

A ella no le pareció gran cosa: solo dos habitaciones inhabitables, sucias y abandonadas. Manuel insistió:

—Pero hay luz, hay luz para pintar, y, además, una terraza.

—Yo no viviría aquí —dijo Thérèse, encogiéndose de hombros.

Entonces, Manuel puso manos a la obra. Compró pintura, cemento y madera. Alquiló las dos habitaciones y se dedicó a arreglarlas. Nunca le había gustado trabajar, pero esta vez se esforzó e hizo un meticuloso trabajo de carpintería y pintura, como nunca se había visto, para que el lugar resultara hermoso a los ojos de Thérèse.

Mientras pintaba, reparaba, cementaba y martillaba, oía las risas de las jovencitas que jugaban en el patio. Pero se contenía, esperando el momento adecuado. Hilaba fantasías sobre lo que iba a ser su vida en este piso frente al colegio de chicas.

Al cabo de dos semanas el piso se había transformado. Las paredes estaban blancas, las puertas cerraban perfectamente, se podían utilizar los armarios y los suelos ya no tenían agujeros. Entonces llevó a Thérèse a que lo viera.

Ella se sorprendió mucho y enseguida accedió a mudarse. En apenas un día trasladaron sus pertenencias. “En este nuevo sitio podré pintar —se decía Manuel—, hay buena luz.” Daba saltos por todas partes, contento y cambiado. Thérèse se sintió feliz al verlo de aquel humor.

A la mañana siguiente, con las cosas a medio desempacar y después de dormir en una cama sin sábanas, Thérèse se fue al trabajo y Manuel se quedó solo para ordenar la casa. Pero, en lugar de deshacer los paquetes, bajó a la calle y fue al mercado de pájaros. Allí se gastó el dinero que Thérèse le había dado para la comida en comprar una jaula y dos pájaros tropicales.

Regresó y colgó la jaula al aire libre, en la terraza. Por un momento se distrajo mirando a las jovencitas que jugaban, viendo sus piernas bajo las faldas revueltas. ¡Cómo caían unas sobre otras en su juegos, cómo flotaban las melenas al aire cuando corrían! Sus pechos pequeños y juveniles comenzaban a mostrar toda su rotundidad. Se puso rojo, pero no se apresuró. Tenía un plan demasiado perfecto para abandonarlo.

Durante tres días gastó el dinero de la comida en toda clase de pájaros. La terraza era ahora un hervidero de aves.

Todas las mañanas, a las diez, Thérèse se iba al trabajo y el piso se llenaba de sol y con la risa y los gritos de las jovencitas.

Al cuarto día, Manuel salió a la terraza. El recreo era a las diez en punto. El patio del colegio estaba animado. Para él era una orgía de piernas y faldas muy cortas, que en los juegos dejaban ver las braguitas blancas. Así, entre los pájaros, se excitaba cada vez más. Entonces por fin su plan surtió efecto: las jovencitas miraron hacia arriba.

Manuel las llamó:

—¿Por qué no vienen a ver? Hay pájaros de todo el mundo. Hasta hay uno de Brasil con cabeza de mono.

Las chicas rieron. Pero después del colegio, empujadas por la curiosidad, varias subieron al piso.

Manuel tenía miedo de que se presentara Thérèse. Por eso, solo les permitió mirar los pájaros y asombrarse con sus picos de colores, con sus trinos raros y grotescos. Las dejó cuchichear y mirar, familiarizarse con el lugar.

Para cuando llegó Thérèse, a la una y media, había logrado arrancarles a las chicas la promesa de que volverían al día siguiente, a las doce, en cuanto salieran del colegio.

A la hora acordada llegaron para ver los pájaros cuatro jovencitas de aspectos disímiles: una de pelo largo y rubio, otra con tirabuzones, la tercera regordeta y lánguida, y la cuarta esbelta y tímida, con los ojos muy grandes.

Mientras ellas miraban los pájaros, Manuel se puso cada vez más nervioso y excitado.

—Perdón —les dijo—, tengo que hacer pipi.

Dejó la puerta del baño abierta para que pudieran verlo. Solo una, la tímida, volvió la cara y lo miró fijamente. Manuel estaba de espaldas, pero veía por encima del hombro si lo observaban. Cuando se percató de la chica tímida, con sus enormes ojos, ella apartó la vista.

Manuel se abotonó. Quería alcanzar su placer con prudencia. Ya había sido suficiente por un día.

Haber visto los grandes ojos encima de él lo tuvo soñando durante el resto de la tarde, ofreciendo su incansable pene al espejo, sacudiéndolo como si fuera un bombón, una fruta o un regalo.

Era muy consciente de que la naturaleza lo había dotado bien en cuestión de tamaño. Aunque era cierto que su pene enflaquecía cuando se aproximaba a una mujer, cuando se acostaba a su lado. Y era cierto que le fallaba siempre que intentaba darle a Thérèse lo que ella quería. Pero también era verdad que su pene crecía hasta alcanzar un enorme tamaño y se comportaba de la forma más vivaz cuando una mujer lo miraba. Era entonces cuando mejor se sentía.

Mientras las chicas permanecían en la escuela, Manuel frecuentaba los pissoirs de París, tan abundantes: los pequeños quioscos redondos, los laberintos sin puertas de donde a cualquier hora salían hombres que se abotonaban con descaro, mirando directamente a los ojos de las mujeres elegantes, mujeres perfumadas y chic que no se daban cuenta enseguida de que el hombre salía del pissoir y luego bajaban los ojos. Ese era uno de los mayores placeres de Manuel.

También podía pararse frente al urinario y alzar los ojos hacia las casas situadas por encima de su cabeza, donde muchas veces había mujeres asomadas a las ventanas o en el balcón, desde donde podían verlo agarrándose el pene. No obtenía ningún placer de que lo observaran los hombres, si no aquello hubiera sido para él un paraíso, pues todos los hombres conocen el truco de mear tranquilamente mientras miran cómo el vecino hace lo mismo. Y los jóvenes entraban sin otro motivo que mirar y quizás ayudarse unos a otros durante la operación.

Manuel fue muy feliz el día que la chica tímida lo miró. Pensaba que ahora le sería más fácil satisfacerse sin perder el control. Temía que se apoderara de él el impetuoso deseo de exhibirse a cualquier precio, pues entonces lo echaría todo a perder.

Ya era la hora de otra visita y las chicas estaban subiendo la escalera. Manuel se había puesto un kimono que podía entreabrir con facilidad, como por accidente.

Los pájaros se estaban portando muy bien, picoteando, besándose y peleando. Manuel se paró detrás de las chicas. Se abrió el kimono y, de pronto, perdió la cabeza acariciando una gran melena rubia. Al volverse las chicas, en vez de cerrar el kimono, lo abrió más. Todas lo vieron en el trance, con su gran pene erecto apuntando hacia ellas. Todas se asustaron, como pajaritos, y escaparon corriendo.

Svetlana Melik-Nubarova: "La inexpresable fragilidad de ser"(2020).
Svetlana Melik-Nubarova: «La inexpresable fragilidad de ser»(2020).

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Con una imprenta rústica, en el ático de su casa en Nueva York, Anaïs Nin publicó sus novelas iniciales, convirtiéndose así en la primera mujer escritora de literatura erótica en Occidente. En 1966, con la circulación de sus Diarios, ganó notoriedad y, entre escándalos y censuras, fue reconocida desde entonces como un icono del feminismo. Con apenas 26 años, en 1929, había escrito: “Tengo la ambición, y sé que lo conseguiré, de escribir de forma clara acerca de cosas impenetrables, sin nombre y habitualmente indescriptibles”. Tras su muerte, vieron la luz algunas de sus obras de ficción más notables: Delta de Venus (1977) y Pajaritos (1979), al que pertenece este cuento.

Svetlana Melik-Nubarova (Kazajstán, 1973) es una fotógrafa radicada en Turquía. Estudió música, artes plásticas y psicología. Su pasión por la pintura ha definido el singular estilo de sus retratos. Con una atmósfera onírica, llena de sentidos metafóricos, la fotografía de Svetlana se enfoca en temas como la identidad femenina, la fragilidad y los sentimientos que provoca la experiencia estética. Su obra ha obtenido numerosos premios internacionales y se exhibe en galerías de Estados Unidos, Europa y Japón. Entre sus preocupaciones como creadora está el dilema de mostrar el carácter universal de ciertas emociones empleando para ello los recursos expresivos del mundo contemporáneo.

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