No, Masiel, tus palabras no son de humo
“La poesía será extraordinariamente importante, que lo es, como entidad de cultura; pero ella es expresión, lenguaje de plasmación de algo, de alguien [...]. La poesía femenina es la elaboración para la realización de lo humano desde la condición de la mujer”.
Roberto Manzano
Cuerpo y sexualidad en "Ellas toman café junto al gramófono"
Sobre dos obsesiones se alza la arquitectura de Ellas toman café junto al gramófono (Ed. Ávila, 2006), segundo libro de la poeta avileña Masiel Mateos: la mujer y la ciudad, o mejor, la ciudad que se concreta y delinea en el cuerpo de la mujer. Quizás, entonces, a la larga no sea más que una sola obsesión: la mujer y su prolongación en lo externo, en alteridad sintetizada en el espacio y las criaturas que lo pueblan.
“La mujer es una disidente perpetua”, había subrayado Julia Kristeva, allá en los años 60 del siglo pasado; el sujeto lírico de Ellas toman café junto al gramófono suscribe esta idea cincuenta años después, y arroja por la ventana lo que pudiera tener de absoluto una sentencia que cualquier historia entresacada de la más simple cotidianidad puede reafirmar. Masiel había irrumpido en la literatura avileña en el 2003 con su cuaderno de poesía Manuscrito del insomne publicado por la editorial de su provincia; instituyéndose, a mi modo de ver, en rara avis dentro del contexto literario de la región, al exhibir una poesía intensamente conceptual, áspera, que desde la posición del voyerista se adentraba en los recovecos más oscuros, en nimiedades y ralas iluminaciones de una ciudad de provincia que la margina, que no la asume como mujer poeta, lesbiana y enjuiciadora de las circunstancias que habita. En la contracubierta de aquel libro ya había celebrado su nacimiento con las siguientes palabras:
“La poesía de Masiel Mateos se aventura con un lenguaje de obsesiva limpieza formal por los insondables laberintos que teje la ciudad en el crepúsculo, la ciudad nocturna. Se adentra en los rincones, en cada gota que cae, en el aroma del café, en los ojos esquivos del paseante, vela como un dios, Así, en un insomnio voluntario contempla el alma de los otros, inventa historias, se juzga y reinventa a sí misma”.1
Este segundo cuaderno actúa como un extenso del primero. El sujeto lírico —con una aún más explícita marca de género— permanece insomne y en acecho perenne, como un tigre presto a la caza; olfatea, escucha y desentraña los susurros; se oculta en el follaje, se trasmuta en su sombra, no se deja enternecer por los afeites. A través de un proceso de travestismo, la voz cavernosa de esta entidad alcanza a develar el destino de los otros y el propio destino del creador hecho a la marginación y el aislamiento.
La pensada nervadura con la que ha mostrado al lector sus visiones nocturnas, sus extravíos diurnos, conduce a prefigurar un libro que es asumido como una naturaleza plena y autónoma que el lector percibe privativa dentro del contexto actual de la poesía cubana, donde muchas veces no se considera a un poemario como un cuerpo único. Los fragmentos que integran el organismo poético han de encajar con coherencia y gracia, so pena de exhibirlo amorfo, distorsionar el eje donde descansan las posibles relaciones. En este texto el conjunto adquiere —por el engranaje de sus partes y dentro de las partes, de los poemas y versos— la consistencia de una esfera.
La poeta ha interiorizado la redondez de la vida, sabe que el admitirla como tal “no se trata en efecto de contemplar, sino de vivir la existencia en toda su calidad inmediata”.2 Das Dasein ist rund (La existencia es redonda), vivir su circularidad arroja superficialidades, estereotipos, banalidades; reafirma el ser íntimo, levanta el andamiaje interior. Dentro de esa esfera que también es el poemario, como proyección de esa otra órbita mayor que es su identidad femenina, la poeta ha realizado divisiones de índole temática: “Las damas de Llagolen”, “Habitante de la sombra”, “Razón de lo impublicable” y “Cabaña de Alejandra”. Estas partes giran alrededor de un centro, expresado en el propio título: Ellas toman café junto al gramófono, manipulación textual de un acontecimiento de la vida literaria de Gales y que es hoy tradición: las tertulias en la que se reunían intelectuales y artistas a conversar y tomar el té a finales del siglo XVIII, en la residencia de dos amantes irlandesas de familia ilustre: Eleanor Butter y Sara Punsoby.
¿Y aquí, ahora, quiénes son ellas? Ellas son aquellas mujeres que rebasaron los convencionalismos de la época y que, desde el margen a que fueron recluidas por mantener una actitud sexual que subvertía las rígidas normas de las circunstancias familiares y sociales donde vivieron, nunca dejaron de ser fieles a sí mismas. Ellas fueron aquellas que, contra el peligro de su propia integridad física y moral, lograron abrir el camino a la comprensión del papel de la mujer en la vida pública y de preferencias tales como el lesbianismo y otras manifestaciones de la sexualidad no convencionales. Se rinde homenaje a esas mujeres que encarnan una actitud de rebeldía; muchas veces expresado a través de una obra artística, que también rompía tabúes y se erigía en manifestación de una nueva estética. El aliento de Gertrude Stein, Virginia Woolf, Djuna Barnes, Alice B. Toklas, Ma Rainey, Frida Khalo, Sylvia Plath, Iris Murdoch, y otras, desfila por estos versos. Pero Ellas toman café... no se circunscribe a homenajear a las «que vencieron sombrías circunstancias para darle un sentido a sus vidas»3; desde el respeto y la admiración por estas mujeres y con ello por la obra que lograron imprimir en la tradición, se prolonga hasta su inmediatez más cotidiana, hasta sí misma, para luego adentrarse en un diálogo amargo y peligroso con la vida literaria de su ciudad y la existencia del escritor, y a través de ello con la literatura de la isla.
Se cierra el círculo con un sutil juego fabulativo, al invencionar un personaje, Alejandra, prácticamente un heterónimo, del cual publica fragmentos de un supuesto diario donde se develan sus más áridas obsesiones, y donde se filtra, como el agua por los resquicios de una puerta cerrada, la neurosis a que confina la Postmodernidad. Por ello, quizás, Ellas son también Masiel, y es la vecina que abre la ventana para que entre la gracia del día o la cierra en un temblor por temer a los murmullos; y soy yo, y eres tú que ahora me lees, quizás en un bostezo, y son cualquier mujer de cualquier hemisferio, de cualquier rincón de este mundo, que aún no acaba de zanjar la discriminación y confinamiento a que nos han sumido por generaciones las relaciones de un poder estructuralmente excluyente, machista y totalizador. Son las que sudan y alzan la frente, pero también las que trepidan con los ojos gachos; la de voz firme e independencia arrolladora, y las que llevan en el rostro las marcas de un puño, las silenciadas, las que ya no pueden gritar y pedir ayuda porque han sido acalladas para siempre y ni siquiera son un número en una estadística del gobierno, o un relato en una periódico local.
Un sutil homoerotismo gravita en los poemas que integran la primera y última parte en que se estructura el poemario. Más que describir el acto sexual en sí, se pretende captar las contradictorias emociones que pudieron acompañar el suceso: desgarramiento anímico, goce, calidez, frialdad, complicidad, desasosiego. Aún con la utilización de versos y períodos cortos, o de poemas en prosa de pequeñas viñetas, no se percibe un ritmo entrecortado, antes bien, se alcanza —en la forma en que se van enlazando un conjunto de imágenes sinestésicas— un ritmo sosegado, armónico que excreta la compleja sensualidad de las amantes, musitada, nunca histérica, pero tampoco llegando a percibirse del todo suave, blanca:
La aguja leve sobre el girar de Frida
calándole la historia,
quitando sus vestidos.
Ellas junto al gramófono
palpan el lienzo donde estuvo el ángel.
El café entra en los labios
besando el piano,
besando los dedos sobre el piano,
besando los dedos...
La cadencia insuflada por el uso de la anáfora y la continuidad del acto que se refirma por el uso de los tres puntos suspensivos, será un recurso utilizado en otros poemas, como en “Muerte de Ariadna”: “Abro infinitas puertas sin paisajes, /infinitas puertas, / infinitas...”, o en “Vuelta de columpio”: “Átropos viene/ Átropos viene, / Átropos viene”. Pero ya sea por la repetición, ya por la elocuencia conseguido en el primer poema, este recurso no alcanza la belleza y efectividad del primer poema que le da título a este libro. Dentro de estos poemas, casi en su totalidad referidos a dialogar desde la contemporaneidad con mujeres de la cultura, resalta, por lo desgarrado, “El miedo y la estufa”, que se adentra en la historia de la poeta Sylvia Plath. La identificación de la situación espiritual que vivió Sylvia con la del sujeto lírico es casi total, padece su propio dolor. Quizás por ello este sujeto se siente con la potestad de pedirle, desde su propio presente, un imposible: el de impedir su suicidio. Esta otra mujer que dialoga con Sylvia en el poema, le implora que no se deje vencer, que busque la salvación en la poesía. Desde su propio presente, en sororidad, el sujeto lírico le brinda su apoyo: “no te sueltes de mí”. Realmente emotivo este texto; a pesar de la angustia que trasmite, inclina la balanza hacia la esperanza y la salvación simbolizado en el acto mismo de la escritura.
Sylvia, yo también
tengo una estufa y tres intentos,
pero no te sueltes de mí,
Teclea, teclea, teclea...
Ted y Lida morirán
con temblor bajo el hielo,
aguardarán en vano por la hoja vacía.
No dejes que nos tienten sus premios.
En la tecla estará Ariel, el gran halago.
Yo pulsaré la mayúscula.
La sangre no caerá de mis muñecas,
sino de las yemas reventadas
repitiendo desde papeles estrujados:
una tecla más , Sylvia,
una tecla más, Sylvia,
una tecla más...
Junto al uso constante de la intertextualidad, en este fragmento de la esfera se manifiesta compulsivamente la obsesión por el motivo de la ciudad, que ya había desarrollado profusamente en su primer cuaderno. No hay poema en este libro donde no se perciba el diálogo, siempre doloroso, con el cuerpo de piedra donde habita, con sus muros y habitantes, con sus alcantarillas y sus vetustos tejados. Asistimos a la ciudad de Kavafis, donde nada cambia, la misma en todas partes: “En Londres o en La Habana/ la lágrima caerá igual sobre el diario”; la ciudad donde la Navidad es motivo para acrecentar el dolor de la separación: “El farol de la calle tiene miedo: / en los latones hay guirnaldas/ y cenas podridas”; la ciudad, que en la siguiente sección del libro, “Habitante de la sombra”, alcanza visiones apocalípticas. Se aprecia una mirada desde las ruinas, de lo que ya ha caído o pronto caerá; podría hablarse en los poemas de esta parte de una poética del descendimiento: “Mi ciudad está vieja/ se desmorona sin bastones. Tras la marcha dejo escombros; / busco un desabrido color, / un musgo íntimo; le abrazo el gris. / Las vigas arden. / Caer, caer, caer.../¿Dónde está el fondo?”. (“Clausura de la función”).
Pero ningún poema como el titulado “Vuelo del buitre”, para dar fe de ese desmoronamiento. Con estas imágenes, en tono de plegaria, se implora a Dios casi inútilmente. El sujeto lírico conoce su condición, ha estado en lo oscuro y, aunque conserva la utopía de escalar, sabe que todo intento por ascender pudiera ser baldío. Su llamado al Creador es un reconocimiento de su imposibilidad, la plasmación de una biografía íntima y sobre todo psíquica de una mujer que, aunque lo desea y lo sueña, no logra el vuelo:
Dios, sostenme de las axilas,
a esta altura el viento es mi sordera
y no diviso la rama de aferrarme.
Desde aquí veo pantanos,
águilas que aguardan esta podrida fe para rasgarla.
[…]
Dios, sostenme las axilas.
Me trajeron tan alto
y ahora me sueltan
en esta brisa muda donde no baten hojas.
Ya no sé volar.
Quizás caeré en el acantilado
rodando por las rocas.
Rodando.
Poesía desgarrada esta, esencial, donde con ese leve “quizás” del final no se logra suprimir el descreimiento; no se cura la fe podrida, no se impide que vengan las águilas a comer de nuestras entrañas. Mas y eso ¿qué importa?; en el desaliento también el lector encuentra identificación y reafirmación del ser. Nadie como el poeta para aseverar que la caída es un acto, no una condición, y que ese acto, aunque pueda significar derrota, no significa el aniquilamiento. Es la mayúscula que, desde su propia muerte, Sylvia ayuda a colocar, con las yemas sangrantes de sus dedos, a la historia de nuestra vida, escrita en la penumbra de la cotidianidad. Es la porfía de Virginia Woolf, la vida que late aún en ese acto de llenarse los bolsillos de piedras antes de entregarse al fondo del río y enredarse con las lianas. Después de leer Ellas toman café junto al gramófono, se arriba al convencimiento de que las palabras que gotean no son de humo.
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marcia, qué buen trabajo, y me encanta la poeta