Referentes│Hanna Arendt: “Responsabilidad colectiva”
“Donde todos son culpables nadie lo es. La culpa, a diferencia de la responsabilidad, siempre selecciona. Es estrictamente personal.”
Existe una responsabilidad por las cosas que uno no ha hecho: a uno le pueden pedir cuentas por ello. Pero no existe algo así como el sentirse culpable por cosas que han ocurrido sin que uno participase activamente en ellas. Este es un punto importante, que merece señalarse alto y claro en un momento en que tantos buenos liberales blancos confiesan sus sentimientos de culpabilidad con respecto a la cuestión racial.
Ignoro cuántos precedentes hay en la historia de este tipo de sentimientos fuera de lugar. Pero sé que en la Alemania de la posguerra, donde surgieron problemas similares con respecto a la actuación del régimen de Hitler con los judíos, el grito “Todos somos culpables”, que de entrada sonaba muy noble y tentador, en realidad solo ha servido para exculpar en gran medida a los que realmente eran culpables. Donde todos son culpables nadie lo es.
La culpa, a diferencia de la responsabilidad, siempre selecciona. Es estrictamente personal. Se refiere a un acto, no a intenciones o potencialidades. Solo en sentido metafórico podemos decir que nos sentimos culpables por los pecados de nuestros padres, de nuestro pueblo o de la humanidad, en definitiva, por actos que no hemos cometido, si bien el curso de los acontecimientos puede muy bien hacernos pagar por ellos.
Y puesto que los sentimientos de culpa, mens rea o mala conciencia, el conocimiento de obrar mal, desempeñan un papel tan importante en nuestros juicios legales y morales, puede que sea prudente abstenerse de semejantes afirmaciones metafóricas que, si se toman literalmente, solo pueden llevar a un falso sentimentalismo en el que todas las cuestiones reales quedan difuminadas.
Responsabilidad vicaria
Llamamos compasión a lo que sentimos cuando otra persona sufre, y ese sentimiento es auténtico únicamente mientras nos demos cuenta de que, en última instancia, es otro, no yo, quien sufre. Pero es verdad, pienso, que “la solidaridad es una condición necesaria” de dichas emociones; lo cual, en nuestro caso de sentimientos de culpa colectiva, significaría que el grito “Todos somos culpables” es en realidad una declaración de solidaridad con los malhechores.
No sé cuándo apareció por primera vez la expresión “responsabilidad colectiva”, pero estoy razonablemente segura de que no solo la expresión, sino también los problemas que encierra, deben su relevancia y general interés a complejas situaciones políticas, distintas de las legales o morales.
Las normas legales y morales tienen en común un rasgo muy importante: siempre hacen referencia a la persona y a lo que la persona ha hecho. Si resulta que la persona participa en una empresa común, en el caso del delito organizado, a quien hay que juzgar es de todos modos a esa persona, su grado de participación, su papel concreto, etc., y no al grupo. El que sea miembro de dicho grupo es pertinente solo en la medida que ello haga más probable el hecho de que ha cometido un delito. Y esto, en principio, no es diferente de la mala reputación o de tener antecedentes delictivos.
“La grandeza del procedimiento judicial consiste en que incluso una pieza en un engranaje pueda recuperar su condición de persona. Y lo mismo parece ser verdad en mayor medida para el juicio moral.”
Tanto si el acusado es miembro de la mafia, de las SS o de cualquier otra organización criminal o política que nos asegura que él era una simple pieza del engranaje, que solo actuaba bajo órdenes superiores y que hizo lo que cualquier otro habría hecho en su lugar, en el momento en que comparece ante un tribunal de justicia lo hace como una persona, y se le juzga con arreglo a lo que hizo. La grandeza del procedimiento judicial consiste precisamente en que incluso una pieza en un engranaje pueda recuperar su condición de persona. Y lo mismo parece ser verdad en mayor medida para el juicio moral, para el que la excusa “Mi única alternativa habría sido el suicidio” no tiene tanto peso como en un proceso judicial. No es un caso de responsabilidad, sino de culpa.
No hay responsabilidad colectiva alguna en el caso de los mil nadadores expertos indolentemente tumbados en una playa pública que dejan que un hombre se ahogue en el mar sin acudir en su auxilio, ante todo porque no constituyen ningún colectivo. Ninguna responsabilidad colectiva se da en el caso de la conspiración para asaltar un banco, pues aquí la falta no es vicaria. De lo que se trata en ambos casos es de diversos grados de culpa. Y si resulta, como en el caso del sistema social sureño posterior a la guerra, que solo los “residentes desplazados” o los “marginados” son inocentes, tenemos de nuevo un caso claro de culpa, pues todos los demás han hecho ciertamente algo que no es en absoluto “vicario”.
Dos condiciones deben darse para que haya responsabilidad colectiva: yo debo ser considerada responsable por algo que no he hecho, y la razón de mi responsabilidad ha de ser mi pertenencia a un grupo (un colectivo) que ningún acto voluntario mío puede disolver, es decir, un tipo de pertenencia totalmente distinta de una asociación mercantil, que puedo disolver cuando quiera.
La cuestión de la “falta cometida como contribución al grupo” debe dejarse en suspenso, puesto que toda participación es ya no vicaria. Este tipo de responsabilidad, en mi opinión, es siempre política, tanto si aparece en la antigua forma, cuando una comunidad entera asume ser responsable de lo que haya hecho uno de sus miembros, como si a una comunidad se la considera responsable por lo que se ha hecho en su nombre.
Este último caso tiene, desde luego, más interés para nosotros, pues se aplica, para bien y para mal, a todas las comunidades políticas y no solo a los gobiernos representativos.
Refugiados y apátridas
Todo gobierno asume la responsabilidad por las actuaciones buenas y malas de sus predecesores, y toda nación lo hace también por las actuaciones buenas y malas del pasado. Esto es verdad incluso para los gobiernos revolucionarios que puedan negarse a responder de los acuerdos firmados por sus predecesores. Cuando Napoleón Bonaparte se convirtió en gobernante de Francia, dijo que asumía la responsabilidad por todo lo que Francia había hecho, desde los tiempos de Carlomagno hasta el terror de Robespierre. En otras palabras, dijo que todo eso se hizo en su nombre en tanto que miembro de aquella nación y representante de aquel órgano político.
En ese sentido, se nos considera siempre responsables de los pecados de nuestros padres, de la misma manera que recogemos la recompensa por sus méritos. Pero, por supuesto, no somos culpables de sus malas acciones, ni moral ni legalmente, ni podemos arrogarnos como méritos propios sus logros.
Solo podemos escapar de esta responsabilidad política y estrictamente colectiva abandonando la comunidad, y como ningún hombre puede vivir sin pertenecer a alguna comunidad, ello equivaldría simplemente a cambiar una comunidad por otra y, en consecuencia, un tipo de responsabilidad por otro.
Es verdad que el siglo XX ha dado lugar a una categoría de personas que son auténticos marginados, no pertenecientes a ninguna comunidad internacionalmente reconocida, los refugiados y apátridas, que ciertamente no pueden considerarse políticamente responsables de nada. Políticamente hablando, independientemente de su carácter individual o de grupo, son los inocentes absolutos. Y es precisamente esa inocencia absoluta lo que los condena a permanecer, por así decir, fuera de la humanidad en su conjunto.
Si existiera una culpa colectiva, es decir, vicaria, tal sería el caso de la inocencia colectiva, es decir, vicaria. En realidad, son las únicas personas totalmente carentes de responsabilidad. Y mientras solemos pensar en la responsabilidad, especialmente en la colectiva, como una carga e incluso una especie de castigo, creo que es posible demostrar que el precio pagado por la ausencia de responsabilidad colectiva es considerablemente más alto.
Ética y política
Adonde trato de llegar es a trazar una tajante línea divisoria entre la responsabilidad política (colectiva), por un lado, y la culpa moral y/o legal (personal), por otro. Y lo que tengo sobre todo en mente son esos casos tan frecuentes en que las consideraciones morales y políticas, y las normas morales y políticas de conducta, entran en conflicto.
La mayor dificultad al debatir estos temas parece radicar en la perturbadora ambigüedad de las palabras que usamos acerca de estas cuestiones, a saber, “moral” o “ética”. Originalmente ambas palabras no significan nada más que las costumbres o maneras, y luego, en un sentido más elevado, las costumbres y maneras más adecuadas para el ciudadano.
Desde la Etica nicomáquea hasta Cicerón, la ética o moral formó parte de la política, aquella parte que se ocupaba no de las instituciones, sino del ciudadano, y todas las virtudes, en Grecia y Roma, son decididamente virtudes políticas. La cuestión no es nunca si un individuo es bueno, sino si su conducta es buena para el mundo en el que vive. El centro de interés es el mundo y no el yo.
Cuando hablamos de cuestiones morales, incluida la cuestión de la conciencia, nos referimos a algo completamente diferente, algo, en efecto, para lo que no disponemos de una palabra específica. Por otro lado, como quiera que empleamos en nuestras reflexiones esas antiguas palabras, esa antiquísima y muy diferente connotación está siempre presente.
Hay una excepción en que pueden detectarse consideraciones morales en nuestro sentido actual dentro de un texto clásico, y es la proposición socrática “Es preferible padecer la injusticia que cometerla”, que voy a examinar dentro de un momento. Antes de hacerlo, quisiera mencionar otra dificultad que procede, como si dijéramos, del lado opuesto, a saber, de la religión.
La idea de que las cuestiones morales afectan al bienestar de un alma antes que al del mundo forma parte, desde luego, del bagaje cultural judeo-cristiano. Así ―por poner el ejemplo más común tomado de la Antigüedad griega―, si Orestes, en la obra de Esquilo, mata a su madre siguiendo estrictamente órdenes de Apolo y luego es, sin embargo, acosado por las Erinias, es el orden del mundo el que ha sido perturbado por dos veces y debe ser restaurado. Orestes hizo lo correcto cuando vengó la muerte de su padre y mató a su madre; y, sin embargo, era culpable, porque había roto otro “tabú”, como diríamos hoy.
La tragedia estriba en que solo una mala acción puede reparar el crimen original. Y la solución, como todos sabemos, viene de la mano de Atenea o, más bien, de la fundación de un tribunal que a partir de ese momento se encargará de mantener el orden correcto y romper la maldición de una cadena interminable de malas acciones que era necesaria par mantener el orden en el mundo.
Es esta la versión griega de la idea cristiana de que todo acto de resistencia contra el mal hecho en el mundo implica necesariamente algún tipo de participación en el mal, dilema cuya solución corresponde al individuo.
El origen religioso de las normas morales
Con el ascenso del cristianismo, el acento se desplazó por completo del cuidado del mundo y los deberes que de ello se derivan, al cuidado del alma y su salvación. En los primeros siglos, la polarización entre ambos planteamientos fue absoluta. Las epístolas del Nuevo Testamento están llenas de recomendaciones de renuncia a la participación en la esfera pública, política, y a ocuparse de los propios asuntos, estrictamente privados, a cuidarse de la propia alma, hasta que Tertuliano resumió esa actitud afirmando que nec ulla magis res aliena quam publica (“nada nos es más ajeno que la cosa pública”). Lo que aún hoy día entendemos por normas y prescripciones morales tiene esos antecedentes cristianos.
En el pensamiento actual sobre estos temas, los criterios de rigor más exigentes son obviamente los relativos a cuestiones morales, y los menos exigentes, para asuntos de costumbres y maneras, mientras que los criterios legales ocupan un lugar intermedio en la escala. Lo que quiero señalar aquí es que la moral debe su elevada posición en nuestra jerarquía de “valores” a su origen religioso. Que la ley divina que prescribía las reglas de la conducta humana se entendiera como revelada directamente, como en los Diez Mandamientos, o indirectamente, como en las nociones del derecho natural, carece de importancia en este contexto.
Las reglas eran absolutas en virtud de su origen divino, y sus sanciones consistían en “premios y castigos futuros”. Es más que dudoso que esas reglas de conducta de raíz originalmente religiosa puedan sobrevivir a la pérdida de la fe en su origen y, especialmente, a la pérdida de las sanciones trascendentes. (John Adams, de manera extrañamente profética, predijo que esa pérdida llegaría a “hacer el asesinato tan indiferente como la caza de chorlitos y el exterminio de la nación Rohilla tan inocente como mordisquear un trozo de queso”.)
Hasta donde alcanzo, solo hay dos mandamientos, entre los diez, por los que todavía nos sentimos moralmente obligados: el “No matarás” y el “No levantarás falsos testimonios”. Y ambos han sido desafiados no hace mucho con bastante éxito por Hitler y Stalin, respectivamente.
El mundo y el yo
En el centro de las consideraciones morales de la conducta humana se yergue el yo. En el centro de las consideraciones políticas del comportamiento se alza el mundo. Si despojamos los imperativos morales de sus connotaciones y orígenes religiosos, nos queda la proposición socrática: “Es mejor padecer la injusticia que cometerla”, y su extraña justificación: “Pues es mejor para mí estar enfrentado con el mundo entero que, siendo uno, estarlo conmigo mismo”.
Comoquiera que interpretemos esta invocación del axioma de no contradicción en asuntos morales, como si el mismo imperativo “No entrarás en contradicción contigo mismo” fuera axiomático tanto para la lógica como para la ética (lo que, dicho sea de paso es todavía el principal argumento de Kant a favor del imperativo categórico), una cosa parece clara: el presupuesto es que yo vivo no solo con otros, sino también conmigo mismo, y que esta última convivencia, por así decir, tiene prioridad sobre todas las demás.
“Lo que importa en el mundo es que no haya injusticia. Padecer la injusticia y cometerla son cosas igualmente malas.”
La respuesta política a la proposición socrática sería: “Lo que importa en el mundo es que no haya injusticia. Padecer la injusticia y cometerla son cosas igualmente malas”. No importa quién la padezca, nuestro deber es evitarla. O, para invocar, en aras de la brevedad, otra famosa frase, esta vez de Maquiavelo, quien precisamente por esa razón quería enseñar a los príncipes “cómo no ser buenos”: escribiendo acerca de los patriotas florentinos que habían osado desafiar al Papa, los elogió por haber demostrado “en cuánto más apreciaban su ciudad que sus almas”. Donde el lenguaje religioso habla del alma, el lenguaje secular habla del yo.
La libertad frente a la política
Hay muchas maneras de que las normas políticas y las normas morales de conducta entren en conflicto entre sí, y en la teoría política se las suele tratar en conexión con la doctrina de la razón de Estado y su llamado doble criterio moral.
Tratamos aquí de un solo caso especial, el de la responsabilidad colectiva y vicaria por la que el miembro de una comunidad es considerado culpable de cosas en las que él no ha participado pero que se hicieron en su nombre. Dicha no participación puede tener muchas causas: la forma de gobierno del país puede ser tal que a sus habitantes, o a amplias capas de ellos, no se los admita en la vida pública, de manera que no dependa de ellos el no participar. O, por el contrario, en los países libres, ciertos grupos de ciudadanos pueden no querer participar ni tener nada que ver con la política, pero no por razones morales, sino simplemente porque han decidido aprovechar una de nuestras libertades, la única que no suele mencionarse cuando hacemos recuento de nuestras libertades porque se da por descontada, y que es la libertad frente a la política.
Esta libertad era desconocida en la Antigüedad y ha sido eficazmente abolida en unas cuantas dictaduras del siglo XX, especialmente, claro está, en la variante totalitaria. A diferencia del absolutismo y de otras formas de tiranía, donde la no participación era de oficio y no de elección, nos encontramos aquí con una situación en que la participación ―que sabemos que puede significar la complicidad en actividades criminales― es lo corriente, y la no participación, resultado de una decisión.
Y tenemos, por último, el caso de los países libres, donde la no participación es, de hecho, una forma de resistencia, como en el caso de quienes se niegan a ser alistados para ir a la guerra de Vietnam. Esta resistencia suele justificarse con argumentos morales. Pero en tanto que haya libertad de asociación y, con ella, la esperanza de que la resistencia en forma de negativa a participar pueda propiciar un cambio de política, es esencialmente una actitud política. El centro de consideración no es el yo ―por ejemplo: yo no voy a la guerra porque no quiero ensuciarme las manos, lo cual, por supuesto, puede ser también un argumento válido―, sino el destino de la nación y su conducta hacia otras naciones del mundo.
Resistencia activa y no participación
La no participación en los asuntos políticos del mundo ha estado siempre expuesta al reproche de irresponsabilidad, de eludir los deberes que uno tiene hacia el mundo que compartimos con otros y hacia la comunidad a la que pertenecemos. Y este reproche no puede en modo alguno desmontarse si se argumenta a favor de la no participación con razones morales.
Por experiencias recientes sabemos que la resistencia activa y a veces heroica frente a malos gobiernos procede con mucha mayor frecuencia de hombres y mujeres que han participado en ellos que de personas ajenas inocentes de toda culpa. Esto es cierto, como una regla con excepciones, para la resistencia alemana contra Hitler, y es aún más cierto para los pocos casos de rebelión contra los regímenes comunistas. Hungría y Checoslovaquia son los ejemplos pertinentes.
Otto Kirchheimer, estudiando estas cuestiones desde un punto de vista jurídico (en su obra Political Justice), subrayaba con razón que para la cuestión de la inocencia legal o moral, es decir, la ausencia de cualquier complicidad en los crímenes cometidos por un régimen, la “resistencia activa” sería una “medida ilusoria, la retirada de toda participación significativa en la vida pública, [...] la voluntad de esfumarse en el olvido” y la oscuridad “es una norma que puede imponerse con toda justicia a quienes se arroguen el derecho de juzgar a otros” (págs. 331 y sigs.).
Por la misma razón justifica en cierto modo a aquellos acusados que dijeran que su sentido de la responsabilidad no les permitió escoger ese camino, que sirvieron a fin de evitar lo peor, etc. (argumentos que en el caso del régimen de Hitler sonaban más bien absurdos y, por lo general, no eran mucho más que hipócritas racionalizaciones de un ardiente deseo de hacer carrera, pero esa es otra cuestión). Lo cierto es que los no participantes no fueron resistentes y que no creían que su actitud tuviera consecuencia política alguna.
El argumento moral socrático
Lo que realmente dice el argumento moral que he citado en la forma de proposición socrática es lo siguiente: si yo hiciera lo que ahora se me pide como precio de mi participación, por mero conformismo o incluso como la única posibilidad de ejercer una eventual resistencia con éxito, ya no podría seguir viviendo conmigo mismo; mi vida dejaría de tener valor para mí. Por tanto, es mucho mejor que padezca la injusticia ahora y pague incluso el precio de una pena de muerte en el caso de que se me fuerce a participar, antes que obrar mal y tener luego que convivir con semejante malhechor.
Si se trata de matar, el argumento no sería que el mundo sería mejor si no se cometiera el asesinato, sino la negativa a vivir con un asesino. El argumento, a mi modo de ver, es incontestable incluso desde el más estricto punto de vista político, pero es claramente un argumento que solo puede ser válido en situaciones extremas, es decir, marginales.
Son a menudo esas situaciones las que mejor aportan claridad en asuntos que de otro modo resultarían oscuros y equívocos. La situación marginal en la que las proposiciones morales se tornan absolutamente válidas en el ámbito de la política es la impotencia. La carencia de poder, que siempre presupone aislamiento, es una excusa válida para no hacer nada. El problema con este argumento estriba, claro está, en que es totalmente subjetivo. Su autenticidad solo puede demostrarse mediante la disposición voluntaria a sufrir.
“La carencia de poder, que siempre presupone aislamiento, es una excusa válida para no hacer nada. El problema con este argumento estriba en que es totalmente subjetivo.”
No hay reglas generales, como en los procedimientos legales, que pudieran aplicarse y que fueran válidas para todo el mundo. Pero este, me temo, será el punto débil de todos los juicios morales que no se apoyen ni se originen en mandamientos religiosos. Sócrates, como sabemos, nunca logró probar su proposición; y el imperativo categórico de Kant, su único competidor como prescripción moral estrictamente ajena a la religión y a la política, tampoco puede probarse.
Un problema aún más grave del argumento es que puede aplicarse únicamente a personas que están acostumbradas a vivir explícitamente consigo mismas, lo que es otra manera de decir que su validez solo será plausible para hombres con conciencia. Y pese a los prejuicios de la jurisprudencia, que de manera tan a menudo sorprendente apela a la conciencia como algo que todo hombre cuerdo ha de poseer, la evidencia muestra que hay bastantes hombres que la tienen, pero en absoluto todos, y que a quienes la tienen podemos encontrarlos en todas las formas de vida y, más concretamente, en todos los niveles de educación o de ausencia de ella. No hay ningún signo objetivo de situación social o educacional que pueda asegurar su presencia o su ausencia.
La facultad de pensar y la esfera política
La única actividad que parece corresponder a estas proposiciones morales seculares y validarlas es la actividad del pensamiento, que en su sentido más general, en absoluto especializado, puede definirse con Platón como el diálogo silencioso entre yo y yo mismo. Si se aplica a cuestiones de conducta, en dicha actividad pensante estaría implicada en alto grado la facultad de la imaginación, esto es, la capacidad de representar, de hacerme presente a mí mismo lo que está ausente: cualquier hecho contemplado.
“No hay ninguna norma moral, individual y personal de conducta que pueda nunca excusarnos de la responsabilidad colectiva.”
Saber hasta qué punto esa facultad de pensar, que se ejerce en solitud, se extiende a la esfera estrictamente política, en la que uno está siempre en compañía de otros, es ya otra cuestión. Pero cualquiera que sea nuestra respuesta a esta pregunta, que esperamos sea respondida por la filosofía política, no hay ninguna norma moral, individual y personal de conducta que pueda nunca excusarnos de la responsabilidad colectiva.
Esta responsabilidad vicaria por cosas que no hemos hecho, esta asunción de las consecuencias de actos de los que somos totalmente inocentes, es el precio que pagamos por el hecho de que no vivimos nuestra vida encerrados en nosotros mismos, sino entre nuestros semejantes, y que la facultad de actuar, que es, al fin y al cabo, la facultad política por excelencia, solo puede actualizarse en una de las muchas y variadas formas de comunidad humana.
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