Referentes │ Louise Glück: “La voz íntima”
En su discurso de aceptación del Premio Nobel, en 2020, Louise Glück cuenta de sus inicios en la lectura y de cómo los poetas hablan en la mente del lector.

A sus ochenta años, poco conocida fuera del ámbito de la lengua inglesa, la poeta estadounidense Louise Glück recibió en 2020 el Premio Nobel de Literatura. Su obra, filosa en su reflexión y limpia, elegante en su carencia de adornos superfluos, trazaba un largo camino de búsquedas que a menudo la enfrentaban al mundo, distanciándola y dándole a la vez esa profundidad casi fatal de quien se reconoce más en su soledad que en la fama y el bullicio colectivo.
En su discurso de aceptación del Premio Nobel, Glück nos cuenta de sus inicios en la lectura de poesía, del tipo de autores que la conmovían, y de esa “voz íntima y privada” con que los poetas ―algunos poetas, los que ella prefería― hablan en la mente del lector.
La voz íntima
Cuando era una niña pequeña, de unos cinco o seis años, organicé un concurso en mi cabeza, un concurso para decidir el poema más grande del mundo. Hubo dos finalistas: “El niño negro”, de Blake, y “El Río Swanee”, de Stephen Foster. Caminé de un lado a otro por el segundo dormitorio en la casa de mi abuela en Cedarhurst, un pueblo en la costa sur de Long Island, recitando en mi cabeza, como prefería, el inolvidable poema de Blake, y cantando, también en mi cabeza, la inquietante y desoladora canción de Foster.
Cómo llegué a leer a Blake es un misterio. Creo que había algunas antologías de poesía en casa de mis padres, entre libros sobre política e historia y muchas novelas. Pero asocio a Blake con la casa de mi abuela. Mi abuela no era una mujer estudiosa. Pero estaba Blake, Las canciones de la inocencia y la experiencia, y también un pequeño libro con canciones de las obras de Shakespeare, muchas de las cuales memoricé. Me encantó sobre todo la canción de Cymbeline. Tal vez no entendía ni una palabra, pero escuchar su tono, sus cadencias y sus imperativos sonoros fue emocionante para una niña tímida y temerosa como yo: “Y tu tumba será célebre”. Así lo esperaba.
Las competencias de este tipo, por honor, por grandes recompensas, me parecían de lo más natural; y los mitos, que fueron mi primera lectura, se llenaron de ellos. El poema más grande del mundo se me antojaba, incluso cuando era muy joven, el más alto de los grandes honores. Esta era también la forma en que nos criaban a mi hermana y a mí: para salvar a Francia (Juana de Arco), para descubrir el radio (Marie Curie). Luego comencé a entender los peligros y las limitaciones del pensamiento jerárquico, pero en mi infancia parecía importante conferir un premio.
“El niño negro”, de William Blake
Estaba segura de que Blake, de alguna manera, era consciente de este evento. Sabía que estaba muerto, pero lo sentía como si estuviese vivo, porque que podía escuchar su voz hablándome, disfrazada sí, pero era su voz. Pensaba que me hablaba solo a mí, o especialmente a mí. Me sentía singular, privilegiada. También sentía que era Blake con quien aspiraba a hablar, con quien, junto con Shakespeare, ya estaba hablando.
Blake fue el ganador de aquel concurso. A mí me atraía, como ahora, la solitaria voz humana que se levantaba en un lamento o un anhelo. Y los poetas sobre los que volví, a medida que envejecía, eran los poetas en cuya obra desempeñaba, como oyente elegida, un papel crucial. Íntimos, seductores, muchas veces furtivos o clandestinos, no eran ellos poetas de estadio, ni poetas que hablaban consigo mismos.
Blake me hablaba a través de un niño negro, él era el origen oculto de esa voz. No lo podía ver, como tampoco veía al niño negro, o lo veía de forma inexacta como mismo lo hacía el desprevenido y despreciativo niño blanco. Pero sabía que lo que decía era cierto, que su cuerpo mortal contenía un alma de luminosa pureza. Lo sabía porque lo que dice el niño negro, el relato de sus sentimientos y experiencias, no contiene culpa alguna, ningún deseo de venganza, solo la creencia de que, en el mundo perfecto que le han prometido después de la muerte, será reconocido por lo que es, y en un exceso de alegría protege al niño blanco, más frágil que él, del repentino exceso de luz.
Que su esperanza no sea realista, que ignore lo real, hace que el poema sea desgarrador y también profundamente político. La rabia herida y justa que el niño negro no puede permitirse sentir, y de la que su madre trata de protegerlo, la siente el lector o el oyente. Incluso cuando ese lector es un niño.
La poesía de Emily Dickinson
Pero el honor público es otro asunto.
Los poemas por los que me he sentido atraída más intensamente durante toda mi vida son poemas del tipo que he descrito, poemas íntimos o de confabulación, poemas a los que el oyente o el lector hacen una contribución esencial, como destinatarios de una confianza o un clamor, a veces como co-conspiradores.
“No soy nadie”, dice Dickinson: “¿Tú también eres nadie? / Entonces hay un par de nosotros, no lo digas…”.
O Eliot: “Vámonos, entonces, tú y yo, / cuando la noche se extienda contra el cielo / como un paciente eterizado sobre una mesa…” Eliot no me está invitándonos a una tropa de boyscouts. Le está pidiendo algo al lector. En contraposición, digamos, a Shakespeare: “¿Te compararé con un día de verano?” Shakespeare no me está comparando con un día de verano. Me permite escuchar un virtuosismo deslumbrante, pero el poema no requiere mi presencia.
En el tipo de arte que me atrajo desde niña, la voz o el juicio del colectivo son peligrosos. La precariedad del habla íntima se suma a su poder y al poder del lector, a través de cuya agencia se alienta la voz en su súplica o su confianza urgente.
¿Qué le sucede a un poeta de esta clase cuando el colectivo, en lugar de desterrarlo o ignorarlo, lo aplaude y enaltece? Yo diría que un poeta así se sentiría amenazado, superado.
Este es el tema de Dickinson. No siempre, pero a menudo.
Leí a Emily Dickinson con más pasión cuando era adolescente. Por lo general, tarde en la noche, después de acostarme, en el sofá de la sala.
¡No soy nadie! ¿Quién eres tú?
¿Tú también eres nadie?
Y, en la versión que leía en aquella época y que todavía prefiero:
Entonces hay un par de nosotros, ¡no lo digas!
Nos desterrarían, ya sabes…
Dickinson me había elegido, o me había reconocido, mientras estaba sentada en el sofá. Éramos una élite, compañeras en la invisibilidad, un hecho que solo nosotras conocíamos, que cada una corroboró por la otra. En el mundo, no éramos nadie.
Pero, ¿qué constituiría un destierro para las personas que existen como nosotros, en nuestro lugar seguro debajo del tronco?
El destierro es cuando se mueve el tronco. No me refiero aquí a la perniciosa influencia de Emily Dickinson sobre las adolescentes. Hablo de un temperamento que desconfía de la vida pública o la ve como el ámbito donde la generalización borra la precisión, donde la verdad parcial sustituye a la franqueza y la revelación.
A modo de ilustración: supongamos que la voz del conspirador, la voz de Dickinson, se sustituye por la voz de un tribunal. “No somos nadie, ¿quién eres tú?” Ese mensaje se vuelve repentinamente siniestro.
Llegar a muchos
Fue una sorpresa para mí, la mañana del 8 de octubre, sentir el tipo de pánico que he estado describiendo. La luz era demasiado brillante. La escala es demasiado grande.
Nosotros, los que escribimos libros, probablemente deseamos llegar a muchos. Pero algunos poetas no ven ese “llegar a muchos” en términos espaciales, como un auditorio lleno. Ven “llegar a muchos” de forma temporal, secuencial: muchos a lo largo del tiempo, hacia el futuro, pero por alguna profunda razón estos lectores siempre vienen solos, uno a uno.
Creo que al otorgarme este premio, la Academia Sueca está eligiendo honrar la voz íntima y privada que la expresión pública a veces puede aumentar o extender, pero nunca sustituir.
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