Referentes | María Zambrano: “Razón, poesía, historia” (fragmento)

“Poesía es siempre retorno. Retorno que nos dice que la realidad para el poeta es inagotable, como para todo amante.”

Hubert Robert: "Paisaje con las ruinas de un templo" (sin fecha).
Hubert Robert: "Paisaje con las ruinas de un templo" (sin fecha).

La crisis del racionalismo europeo

La poesía unida a la realidad es la historia. Pero, no es preciso decirlo así, no debiera serlo porque la realidad es poesía al mismo tiempo y al mismo tiempo, historia. El pensamiento, el riguroso pensamiento filosófico tradicional separó a ambas y casi las anuló reservándose para sí la realidad íntegra, para sustituirla en seguida por otra realidad, segura, ideal, estable y hecha a la medida del intelecto humano.

Hoy, a una cierta distancia ya de la gran tradición filosófica que va de Parménides a Hegel, vemos que en su idealismo radical había una formidable fuerza, la fuerza de estabilizar las perturbadoras apariencias, haciendo de ellas un mundo; mundo por ser trasmundo.

Y ese trasmundo ideal, arquitectura del ser que el pensamiento filosófico descubriera en Grecia con tan enérgica decisión, ha servido para que el hombre se sintiera habitante de un orbe estable, definido aunque ilimitado. Y le ha dado durante siglos la medida justa de la seguridad y la inseguridad, de lo claro y de lo incógnito, de la verdad y la ilusión, en una proporción tan sabia en su conjunto, que le permitía sostenerse y al par avanzar, en ese movimiento fecundo que ha engendrado toda la cultura de Occidente. A este equilibrio, a esta medida afortunada se ha llamado “razón”, y “razonable” a la vida que más se conformaba a ella.

Hay, pues, un horizonte amplio desde Grecia ―la Grecia parmenidiana― a la Europa de Hegel, en que el hombre, todo hombre, ha sido racionalista con un racionalismo esencial, de base, de fundamento, que podía, inclusive, escindirse en teorías o “ismos” de enunciación opuesta. Mas, esta oposición no alteraba la medida, la proporción de verdad, seguridad y liberación que habían hecho de la confusa realidad virginal, del indefinido, ilimitado apeiron, de las oscuras y terribles pasiones, un mundo habitable, un orbe donde el hombre instalado ya casi naturalmente, se sentía con potencia para edificar y con humildad para contemplar lo edificado, con violencia para desprenderse de mucho y con amor para adherirse profundamente a algo.

Hoy este mundo se desploma. Nos ha tocado a nosotros, los vivientes de hoy, pero todavía más a los que atravesamos la difícil edad que pasa de la juventud y no alcanza la madurez, soportar este derrumbamiento; y digo “soportar” porque es el mínimo exigible y no me atrevo a expresar afirmativamente lo que late en el fondo de cada uno de nosotros. Porque no me atrevo a aceptar, sin más, el mandato, cuya voz de tantas maneras evitamos el oír: la voz que nos llama más allá del mero soportar este derrumbamiento para participar en la creación de lo que le siga. Porque algo forzosamente le ha de seguir.

Puesta así la situación que ante nosotros nos hemos encontrado, ¿no viene a ser preciso y urgente lanzar una mirada hacia una tierra, un pueblo que ha permanecido casi indiferente, con una rebeldía virginal ante esto que hoy nos abandona y que vemos tan claramente en su totalidad, justo, porque nos abandona?

El tiempo del desamparo

Mientras este racionalismo greco-europeo ha estado todavía vigente, el hombre que vivía dentro de él percibía las divergencias que en su seno había: las disputas, las disonancias producidas por su íntima complejidad. Percibía la complejidad inmediata por encima de la unidad fundamental, al igual que aquel que habita dentro de un edificio no puede percibir su silueta. Mal síntoma es cuando percibimos la silueta total de algo; por lo menos es signo de que comienza a abandonarnos. Así las edades de nuestra propia vida.

Vemos el sentido de la confusa adolescencia cuando se retira de nosotros, porque ya en nosotros algo nuevo ha nacido, y entonces, de la múltiple heterogeneidad de tantos momentos confusos, vemos surgir algo redondo, homogéneo y coherente. Porque la unidad en la vida es anuncio de la muerte. Según van muriendo nuestras edades: el niño, el muchacho que fuimos, los vemos recortarse enteros fuera de nosotros: imagen, figura solidificada de la fluidez viva de ayer. Los instantes idos, tan dispersos en su transcurrir, han dejado como residuo al alejarse una unidad compacta y terriblemente esquemática.

No sucede otra cosa en la vida de todos, en esa vida anónima que llamamos sociedad, que se sostiene mediante una cultura y que trasciende en la historia. Vemos un horizonte histórico cuando ya no estamos propiamente bajo su curva, cuando ya se ha congelado en algo escultórico, fundido en el hielo inmortal de toda muerte (allí donde acaban todas las confusiones, todas las disputas). Pero hay un instante peligroso y difícil en que podemos percibir el horizonte en unidad que nos deja y del que no acabamos de desprendernos por superstición e inercia, también por desamparo. Es el tiempo del desamparo, del triste desamparo humano de quien no siente su cabeza cubierta por un firmamento organizador. Tan solo cúpulas, las falsas, mentirosas, cúpulas de la impostura.

¿Es extraño, pues, que en trance tal nos volvamos a investigar hasta donde nos sea posible, la forma de ser y vivir de un pueblo inmensamente fecundo y al par fracasado, cuyo horizonte de vida y pensamiento nunca coincidió del todo con este grandioso horizonte que nos deja? Pueblo rebelde, inadaptado, glorioso y despreciado, enigmático siempre, que se llama España. Su enigma nos presenta hoy, un enigma universal, una interrogación sobre el porvenir. Su pasado está vivo por lo tanto, ya que en él laten las entrañas de este porvenir incierto y que tan desesperadamente esperamos.

Mas, antes de seguir adelante es preciso que preguntemos: ¿Qué es lo que se va? De este horizonte de veinticuatro siglos de razón, ¿qué es lo que nos deja o nos ha dejado ya? Muchas cosas; mas para lo que nos proponemos tendremos que concretar solamente algunas, pues el referirnos a todas sería tanto como recorrer el campo inmenso de toda la complejísima cultura actual. Y lo que nos importa no son tanto las cosas de la cultura como la cultura misma; el horizonte y el suelo que la hizo posible. Y este horizonte fue el racionalismo.

¿En qué consiste, pues, en esencia, el racionalismo, el racionalismo como horizonte, como suelo, no como teoría metafísica o filosófica de un grupo o un hombre por muy glorioso que sea? Tendremos que acudir a sus orígenes de lucha, pues si nació con tan poderoso impulso, algo, sin duda, tendría frente a sí.

La moral ascética

Toda filosofía es polémica en su esencia y lo que triunfó con Parménides triunfó frente a algo. Triunfó conquistándose la realidad indefinida definiéndola como ser; ser que es unidad, identidad consigo mismo, inmutabilidad residente más allá de las apariencias contradictorias del mundo sensible del movimiento; ser captable únicamente por una mirada intelectual llamada noein y que es “idea”. Ser ideal, verdadero, en contraposición a la fluyente, movediza, confusa y dispersa heterogeneidad que es el encuentro primero de toda vida.

Frente a Parménides estaba Heráclito cuyos aforismos misteriosos de una doble profundidad filosófica y poética, quedaron ahí casi al margen durante siglos. Pero también estaba algo que no era filosofía y que creció paralelamente a ella: la poesía y la tragedia. También otro saber más cercano a la ciencia, pero desconectado de ella: la historia.

No es tema de este momento entrar en las relaciones delicadas entre ellas. Bástenos saber una cosa: que el pensamiento de Parménides alcanzó el poder en su sometimiento de la realidad al ser, mejor dicho de lo que simplemente encontramos, al ser ideal captado en la idea y cuyo rasgo fundamental es la identidad de la cual se deriva la permanencia, la inmutabilidad.

Lo demás, el movimiento, el cambio, los colores y la luz, las pasiones que desgarran el corazón del hombre, son “lo otro”, lo que ha quedado fuera del ser. Y bien pronto va a surgir con Sócrates y Platón, una moral correspondiente a este género de pensamiento, la moral ascética que condena a la vida para salvar la unidad del ser transferida al hombre; la moral que va a transformar las dispersas horas de cada vida humana en una eternidad, unidad más allá del tiempo sensible.

Fácilmente se comprende que todo ello significa una condena de la poesía. Y en efecto, jamás ha salido de labios humanos una condena tan taxativa y extremada como la de Platón. Y bien se comprende, además, por un motivo personal: Platón era poeta y abandonó la poesía por la filosofía. En realidad siguió siendo poeta, puesto que hay mercedes irrenunciables, y así, era de sí mismo de quien se defendía al condenar a los poetas.

Es justamente en Platón en quien ya la filosofía se despide definitivamente de la poesía, se independiza de ella y para hacerlo hasta el fin, tiene que atacarla, como a lo que en realidad es: su mayor peligro, su más seductora enemiga, a la que nada hay que conceder para que no se quede con todo. Como Ulises ante las sirenas, tiene que taparse los oídos para no escuchar su música, pues si escuchara, ya no volvería a escuchar otra cosa.

Platón el poeta, “el divino”, tiene que cerrarse a toda justificación del poeta y tiene que alejarlo de su República, pues si le diera entrada, ¿qué iba a hacer él, Platón, sino poesía? Había que elegir y nadie podía sentir con más fuerza el conflicto que quien llevaba dentro de su ser ambas posibilidades; quien era poeta por naturaleza y filósofo por decreto del destino. (Como no es ahora de Platón de quien nos proponemos hablar, no podemos detenernos a mostrar cómo en los trances supremos de su filosofía acude al mito poético para revelarnos las verdades supremas y entonces las largas cadenas de razones quedan atrás, ante la luminosidad del misterio revelado. ¿Sabría Platón entonces, que estaba haciendo poesía?).

Divergencia entre filosofía y pensamiento

Johannes Vermeer: "El astrónomo" (1668), detalle.
Johannes Vermeer: "El astrónomo" (1668), detalle.

Y mientras tanto, de otro lado el poeta seguía su vía de desgarramiento, crucificado en las apariencias, en las adoradas apariencias, de las que no sabe ni quiere desprenderse, apegado a su mundo sensible: al tiempo, al cambio y a las cosas que más cambian, cual son los sentimientos y pasiones humanas, a lo irracional sin medida, íbamos a decir sin remedio, porque esto es sin remedio ni curación posible.

La Filosofía fue además ―alguien se hizo plenamente cargo de ello― curación, consuelo y remedio de la melancolía inmensa del vivir entre fantasmas, sombras y espejismos. Pero la poesía no quiso curarse, no aceptó remedio ni consuelo ante la melancolía irremediable del tiempo, ante la tragedia del amor inalcanzado, ante la muerte. Más leal tal vez en esto que la filosofía, no quiso aceptar consuelo alguno y escarbó, escarbó en el misterio. Su única cura estaba en la contemplación de la propia herida y, tal vez, en herirse más y más.

Aun otra cosa, muy decisiva: el pensamiento filosófico se presentó a sí mismo como desinteresado. “De todos los saberes ninguno más inútil, pero ninguno más noble”, nos dice Aristóteles; pero no sabemos cómo vino a parar enseguida en ser un poder y aún en pedir el poder con toda obviedad, según hace Platón en La República. No vamos a averiguar ahora cómo la filosofía, tan desinteresada, vino a engendrar la idea del Estado que nace de ella sin esperar a mucho ciertamente. Y si Platón pudo arrojar de su república ideal, al poeta, fue porque el Estado, el poder, vino a ser cosa del desinteresado saber filosófico.

Y mientras, el poeta vagaba entregado a la confusión de sus ensueños, ajeno en su poesía al establecimiento y afirmación del poder; tomaba el mundo tal y como se lo encontraba, sin pretender ejercer sobre él reforma alguna, porque su atención iba hacia lo que no puede reformarse, y porque sobre el fracaso que implica toda vida humana, reacciona aceptándolo, y más: hundiéndose en él.

Y con esto, hemos tocado el punto más íntimo y delicado de la divergencia ―que muchas veces ha sido enemistad― entre filosofía y pensamiento, entendiendo por filosofía esta del racionalismo tradicional: la diferencia frente al hecho del humano fracaso. Porque, toda vida humana es en su fondo una vida que se encuentra ante el fracaso, sin que el reconocer esto lleve por el momento ninguna calificación de pesimismo, pues quizá sea la previa condición para no llegar a él.

Pertenece a la contextura esencial de la vida el serse insuficiente, el verse incompleta, el estar siempre en deficit. De no ser así, nada se haría ni se hubiera hecho. Y hay muchas maneras de salvar este fracaso; hay la manera apresurada e ingenua que pretende llenar de “cosas”, de éxitos, este vacío, como el que quiere cubrir un abismo y el abismo se traga todo lo que se echa en él y siempre sigue ahí con su boca abierta, ávido y siempre necesitado de más.

Ante este fracaso originario, la poesía no toma conscientemente posición alguna, no se hace problema y aquí está la divergencia porque la filosofía es problema ante todo. Para la poesía nada es problemático sino misterioso. La poesía no se pregunta ni toma determinaciones, sino que se abraza al fracaso, se hunde en él y hasta se identifica con él. No pretende resolverlo, porque no le interesa actuar; su único actuar es su decir y su decir es una momentánea liberación en que el grado de libertad es el mínimo, pues vuelve a caer en aquello de que se ha liberado.

Poesía es siempre retorno; subir para caer de nuevo; por esto hay quien ha visto solamente el instante en que cae y la identifica con la caída, porque no ve ni su vuelo ni su morosa reiteración que es causa de su eterno retorno. Retorno que nos dice que la realidad para el poeta es inagotable, como para todo amante.

La integración poética filosófica

Pero, aún tenemos que tocar otros puntos de los muchos que nos quedan por examinar en este esquemático paralelismo: la poesía tiene su “más allá” también; tiene su trasmundo o su transrealidad. Algo que es con respecto a las simples apariencias que el poeta toma, lo que la idea, el ser, con respecto a las apariencias de la doxa. Y tal vez, esto sea causa en parte, del otro hecho que tenemos que tomar en cuenta, y es: que dentro del ámbito, del horizonte, del idealismo, del ser, se dé más tarde, siglos más tarde, un espléndido desenvolvimiento de la poesía.

El trasmundo del pensamiento y el trasmundo de la poesía, se llegaron a juntar formando así un orbe único de una doble y compleja idealidad. En Dante, en San Juan de la Cruz, la poesía se ha salvado, sobrepasándole, de Platón. Hay una poesía platónica que es la mejor venganza, la única que le ha estado permitida al poeta, de la severa sentencia del filósofo erigido en poder.

La integración poética filosófica, por ironía del destino, no alcanza a verificarse, tal vez, más que dentro de esta corriente platónica; solo en la tradición del pensador que la desestimara encontró cobijo para anidar, cielo para levantar su más alto vuelo. Fuera ha quedado toda una gran masa poética que no coincide con este ámbito; fuera también queda una más rigorosa, ambiciosa filosofía que no ofrece, ni permite sombra ninguna. ¡Quién sabe si hoy por la vía de una novísima filosofía sea posible y aún necesario enlazarlas!

Vida e historia

Pero, quedaba otra cosa, un saber acerca de lo temporal denominado historia, la usteria de Heródoto, saber de lo temporal, del acontecimiento contingente que esclaviza, del dato cierto del que no cabe liberación; saber de este mundo sin trasmundo posible, ni vuelo. Oscilante entre el saber y la ignorancia, entre el poder y el desinterés, llena de consideraciones concretas y rebasando lo concreto a cada paso.

Mientras ha durado el amplio racionalismo de que hablamos, la historia no ha alcanzado categoría de saber con plenitud. “Semiciencia” y “seriarte”, razonable y sin ser plenamente racional. Pero no podemos dejar de señalar que es con Hegel, cumbre del racionalismo, con quien la historia se alza hasta la razón misma. Es porque se la ha identificado con la propia razón, al ser la razón despliegue en el tiempo.

La razón se manifiesta temporalmente y este manifestarse es la historia. Ha ganado rango la Historia, no puede en realidad llegar a más: pero no ha ganado sino tal vez perdido la escasa autonomía de que gozara. Quiere decir esto que seguía la ceguera para lo originalmente histórico, que quedaba en Hegel encubierto, totalmente absorbido bajo la razón. No se había hecho sino asimilar imperialmente la historia. La razón había subido a su más alto punto y con ello había llegado justamente a su límite, a su dintel. Más allá no podría proseguir.

Lo que queda claro es que adentrándose en el ámbito de la razón, la historia subió de rango, se relacionó íntimamente con el saber esencial; mas no se encontró consigo misma. Ha sido necesario que a la razón la sustituya la vida, que aparezca la comprensión de la vida, para que la historia tenga independencia y rango, tenga plenitud. La vida misma del hombre es historia, toda vida está en la historia por lo pronto, sin que sepamos si ha de salir de ella. Antes se creía que solo algunas vidas alcanzaban lo histórico; hoy sabemos que toda vida es, por lo pronto, histórica. La irracionalidad profunda de la vida que es su temporalidad y su individualidad, el que la vida se dé en personas singulares, inconfundibles e incanjeables, es el punto de partida dramático de la actual filosofía que ha renunciado así, humildemente, a su imperialismo racionalista.

Soberbia de la razón

Los breves pasos en que hemos acompañado a la razón en su caminar por nuestro angosto mundo de Occidente, son suficientes, creo yo, para poder advertir que la razón se ensoberbeció. No me atrevo a decir que en su raíz; creo, por el contrario, que en sus luminosos y arriesgados comienzos con Parménides y Platón, la razón pudo pecar de otras cosas, mas no de soberbia.

La soberbia llegó con el racionalismo europeo en su forma idealista y muy especialmente con Hegel. Soberbia de la razón es soberbia de la filosofía, es soberbia del hombre que parte en busca del conocimiento y que se cree tenerlo, porque la filosofía busca el todo y el idealista hegeliano cree que lo tiene ya desde el comienzo. No cree estar en un todo, sino poseerlo totalitariamente.

La vida se rebela y se revela por diversos caminos ante este ensoberbecimiento y se va manifestando. El último período del pensamiento europeo se puede llamar: rebelión de la vida. La vida se rebela y se manifiesta, pero inmediatamente corremos otro riesgo: la vida sigue por los mismos cauces de la razón hegeliana y la sustituye simplemente, y allí donde antes se dijera “razón” se dice después “vida”, y la situación queda sustancialmente la misma. Se cree poseer la totalidad, se cree tener el todo. Y es porque falta esa conciencia de la dependencia, de la limitación propia que es la humildad. La humildad intelectual compañera indispensable de todo descubridor.

El pensamiento en tiempos de crisis es el pensamiento descubridor y las virtudes del descubridor han sido siempre dos, algo contradictorias en apariencia: audacia y humildad. Hay que atreverse a todo con la conciencia de la propia limitación, de la particularidad de nuestra obra. Solo es fecunda esta conjunción, de amplitud ilimitada en el horizonte y conciencia de la pequeñez del paso que damos.

Evitando la soberbia de la razón y la soberbia de la vida, esta nueva historia puede constituir el más fecundo saber de nuestros días, aquel que le advierta al hombre, que le guíe y sobre todo: que le enamore o le reenamore. Nada más infecundo que la rebeldía, aquella que mantiene al hombre suelto, ensimismado, sin hondura; confinado, en la miseria del aislamiento, que algunos se empeñan en llamar libertad o independencia; que algunos otros llegan hasta a llamar poderío, pero que es solo miseria.

Y al llegar a este punto, vemos que la nueva historia se va a juntar inmediatamente con otra cosa relegada y humillada por la soberbia filosófica, se va a juntar con la poesía. Porque, el poeta ha sido siempre un hombre enamorado, enamorado del mundo, del cosmos; de la naturaleza y de lo divino en unidad. Y el nuevo saber fecundo solo lo será si brota de unas entrañas enamoradas. Y solo así será todo lo que el saber tiene que ser: apaciguamiento y afán, satisfacción, confianza y comunicación efectiva de una verdad que nos haga de nuevo comunes, participantes; iguales y hermanos. Solo así el mundo será de nuevo habitable.

Un saber de reconciliación

Laurence Koe: "Safo" (1898).
Laurence Koe: "Safo" (1898).

La Filosofía ha dado paso a la revelación de la vida y con ella a la historia; la historia llama a la poesía, y así, este nuevo saber será poético, filosófico e histórico. Estará de nuevo sumergido en la vida y quién sabe si haciéndonos posible liberarnos también de ella. Será un saber regulador que le dé al hombre conciencia de su pasado, que le libre de la carga del pasado cuando nos es desconocido o semi-desconocido. Se ha creído liberarse ingenuamente del pasado con la ignorancia y la ignorancia no ha resultado nunca arma de liberación: solo el conocimiento libera, porque solo el conocimiento unifica.

Absorbamos nuestro pasado en nuestro presente, incorporémosle al hoy, mejor al mañana; no dejemos ningún residuo muerto, opaco; no le dejemos nada a la muerte. Sabiendo nuestro pasado es como será verdaderamente nuestro, es como estará vivificado, plenamente presente en este instante, en cada instante de la vida.

En suma, este saber nuevo tendrá que ser un saber de reconciliación, de otro entrañamiento. Y podemos, por lo menos, esperar que surja por este camino la nueva medida que ocupe el lugar de la antigua medida razonable. Lo que se ha llamado también objetividad. Objetividad era el orbe, el horizonte formado por la trascendencia de los objetos, orbe inteligible dentro del cual el hombre se entendía a sí mismo, dentro del cual se encontraba con imagen y figura.

La objetividad que parecía ser algo exclusivamente lógico, al faltarnos hoy en el desgraciado mundo europeo, vemos que era ante todo objetividad social, viva objetividad como una mano paternal, firme y protectora, que fuese atando disparidades, desenlazando nudos, señalando el camino posible entre la maraña. Hoy todo esto lo hemos perdido y hace tiempo que el hombre se volvió una maraña para sí mismo, un enigma indescifrable porque ni quiere ni se deja descifrar.

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