Tácita Muta: el patriarcado resumido en un mito
"Hay historias, reales y ficticias, de mujeres que transgredieron este ideal. Muchas fueron ridiculizadas, todas de algún modo cuestionadas".
(A propósito del nombre de esta columna)
Qué dulce es el silencio después de haber hablado…
(Silvina Ocampo: “Tácita”)
Cuando el paterfamilias del Olimpo puso sus ojos en la ninfa Juturna, esta quiso huir de su lascivia escondiéndose en el Tíber. Entonces Júpiter, que no aceptó nunca un no por respuesta y era, como sabemos, un acosador empedernido cuyos artilugios para copular no conocían los límites de lo ridículo ni de lo perverso, hizo uso una vez más de su influencia y de su autoridad para inducir a la complicidad y para intimidar a quien tuviera inclinaciones de contradecir sus planes de persecución, ya fuera protegiendo o auxiliando a Juturna, ya delatando sus maniobras para encontrarla y poseerla. En Fastos, libro II, Ovidio cuenta que:
"Ella, ora se ocultaba entre los avellanares de la selva, ora saltaba a las aguas, con ella emparentadas. Júpiter reunió a las ninfas, cualesquiera que habitaban en el Lacio, y les espetó las siguientes palabras en medio del corro: 'Vuestra hermana tiene celos de sí misma y evita acostarse con el dios supremo, cosa que le sería provechosa. Ocuparos de los dos, pues si mi placer ha de ser grande, grande será el beneficio de vuestra hermana. Cuando eche a huir, poneos delante de ella al borde de la orilla para que no zambulla el cuerpo en el agua del río'."[1]
Juturna, por su parte, tenía una hermana llamada Lara (Lala, Laranda o Larunda según distintos autores). Ella era una náyade o ninfa de los cuerpos de agua dulce a quien todos consideraban hermosa, pero demasiado habladora (este era justamente el significado de su nombre); cosa que, en el mundo romano, donde este mito tuvo su origen y evolución, constituía un defecto peligroso y vergonzoso en una mujer. El silencio era, en efecto, un rasgo encomiable y virtud a fomentar entre el sexo femenino. La que no era capaz de permanecer callada era, pues, tachada de charlatana y esto, como contraparte de lo anterior, contaba entre los más feos vicios propiamente femeninos. La palabra, tan importante como era para los romanos, se volvía inoportuna en boca de una mujer[2]. Sobre esto nos dice Sara Casamayor, autora de un texto titulado “Tácita Muta y el silencio femenino como arma del patriarcado romano”:
"Los sonidos, convertidos en palabras, eran el modo de vida de los rétores, el arma de los oradores y los políticos, el honor final rendido a los fallecidos en forma de elogio funerario, la plasmación de la piedad para con la familia y los seres queridos en las inscripciones funerarias, y el entretenimiento en las conversaciones de los banquetes. No obstante, y si nos detenemos en este punto, observaremos que todos esos usos de la palabra se le atribuyen al hombre adulto y ciudadano romano... [E]l peligro de la expresión femenina radicaba en que, si las mujeres usaban la palabra con demasiada frecuencia, podían convertirla en un mero mecanismo de trasmitir banalidades y chismes. No sólo eso, sino que, desde el punto de vista romano, el discurso femenino estaba vacío de contenido, y era un discurso descentrado y basado en la emoción”.[3]
Y resulta que Lara hace caso omiso del mandato de Júpiter: alerta primero a Juturna sobre lo que este había dicho y le sugiere que se mantenga lejos de las orillas. Luego lleva la noticia a la mismísima Juno, la celosa y vengativa esposa del dios. Como resultado la náyade fue víctima de mutilación, sufrió reclusión… y fue violada. Júpiter la castigó arrancándole la lengua para que nunca más volviera a pronunciar palabra y le encomendó a Mercurio custodiarla hasta el Inframundo, donde permanecería para siempre, pues el silencio era también cualidad de la muerte. Por el camino Mercurio viola a la ninfa, aprovechando su incapacidad para pedir ayuda: Éste se aprestaba a la violencia, ella suplicaba con el rostro sustituyendo las palabras, esforzándose en vano por hablar con su boca muda, dice Ovidio.
Lara quedó embarazada de gemelos, los llamados Lares que en la mitología romana custodian los hogares, los cruces de caminos y las fronteras de las ciudades, y son las figuras por excelencia del culto doméstico. Además, se convirtió en una ninfa telúrica, deidad asociada a la tierra y al subsuelo, por su prolongada estancia en las profundidades del Infierno. Con el tiempo ocupó un lugar relevante en la religiosidad cuando el segundo rey de Roma, Numa Pompilio, promulgó y estimuló su culto como diosa muda bajo la denominación de Tácita Muta. Y aunque el sucesor de Rómulo pretendiera con esto afirmar y fomentar las habilidades romanas para la política (consideraba que en esta la parquedad era tan útil y necesaria como la locuacidad), lo cierto es que dicho culto daba fe y garantía sobre el rol y la visión del sexo femenino, sirviendo como advertencia y como paradigma. Obviamente hay historias, reales y ficticias, de mujeres que transgredieron este ideal. Muchas fueron ridiculizadas, todas de algún modo cuestionadas.
[1] Citado en: Casamayor Mancidor, Sara. “Tacita Muta y el silencio femenino como arma del patriarcado romano”. Panta Rei. Revista Digital de ciencia y didáctica de la Historia. CEPOAT, Universidad de Murcia, 2015.
[2] También la romana culta, de quien se esperaba supiera desenvolverse y relacionarse en las reuniones, y cuya educación era mérito del padre y del esposo, debía usar la palabra con moderación, guardar silencio en los conflictos y nunca opacar la presencia masculina, más bien al contrario.
[3] Casamayor Mancido, Sara. Op. Cit.
Isel Arango
(Camagüey, 1987).
Licenciada en Historia del Arte por la Universidad de La Habana en 2011. Profesora en Academia de Artes de Camagüey (2014 – 2019). Curadora. Autora de textos sobre arte en medios de comunicación cubanos y extranjeros.
Colaboradora en Asociación Árbol Invertido.
Integrante de los proyectos Cuba Constituyente Podcast y Grupo Ánima.
Muy interesante. Todos los males tienen un mito. También lo Bueno, es cierto.