Violencia obstétrica | Gritar NO es portarse mal

Las consecuencias de procedimientos que son percibidos como violentos durante el embarazo, el parto y el puerperio, suman víctimas a las cifras de mujeres con estrés postraumático y depresión postparto.

Imagen de muñeca con relleno en la panza como si estuviera embarazada . Alrededor elementos de corte y costura como simbología de utensilios de parto
Imágenes: Ámbar Carralero y Yudarkis Veloz

Portarse bien es decir y expresar lo que una siente

Durante el trabajo de parto, intenté “portarme bien”, aguanté el dolor de los pujos involuntarios con la boca apretada, respiré casi sin poder durante siete horas interminables y dolorosas, que me hicieron recordar que el tiempo es absolutamente maleable y puede dilatarse hasta el infinito.

Me arrastré por los pasillos de aquella sala, viendo las caras de otras, que como yo, sufrían sentadas en los sillones con las venas canalizadas en sueros que apenas lograban acelerar el proceso. Intenté mantener la dignidad, seguir las normas, portarme bien y no gritar, no llorar, no salir corriendo de aquel lugar, no maldecir a los dioses, a la biología, a la medicina, a mi pareja, a las mujeres de mi familia, a los medios de comunicación, porque todo lo que había oído y/o me habían contado sobre el parto era mentira, resultaba insuficiente, estúpido, edulcorado, deformado, irreal.

«Me arrastré por los pasillos de aquella sala, viendo las caras de otras, que como yo, sufrían sentadas en los sillones con las venas canalizadas en sueros que apenas lograban acelerar el proceso».

Pero cuando por un instante, pude mirarme en el espejo del baño, mientras me aguantaba del lavamanos para no caer al piso durante uno de los pujos, me di cuenta que había perdido la dignidad aunque me estaba portando bien. Vestida con una bata horrible que confirmaba mi anonimato y borraba mi identidad, apenas podía presionar el apósito puesto entre los muslos, por mis piernas corría la sangre, me había defecado encima, tenía los labios muy pálidos y estaba sola, a merced de mi cuerpo y las contracciones, de los médicos y del devenir.

Grité, al fin, en ese instante de autorreconocimiento, de pérdida absoluta, de orfandad emocional, y desde entonces, no he parado de gritar.

Las clases

Recientemente me gradué del Máster en Estudios Interdisciplinares de Género en la Universidad Autónoma de Madrid. En especial, la asignatura Salud y Género me ha dejado cierta conmoción. Constatar cómo, los mismos sesgos que en lo económico y cultural lastran la vida de las mujeres, adquieren desde la salud una dimensión bárbara, poniendo en riesgo ya no solo la calidad, sino la propia vida, es desolador.

Mientras la profesora Lola Ruiz Berdun daba la magistral conferencia sobre la violencia obstétrica, mi cabeza volvía una y otra vez a aquellos largos días de espera y, a los relatos de las diez mujeres que fueron pasando por la misma habitación en la que yo estuve durante los  21 días de ingreso previos al nacimiento de mi hija en el Hospital González Coro de La Habana.  Las consecuencias de la insuficiente participación de las mujeres en los ensayos clínicos, el descrédito a los padecimientos y síntomas específicos de las féminas por minimizarlos o asociarlos con desvaríos mentales.

Las peculiaridades que caracterizan los cuerpos de las mujeres no constituyen desventajas para alcanzar el mismo desarrollo de nuestros compañeros de especie como ya se ha demostrado. Hasta hace unos años esta creencia estaba muy arraigada, aún hoy persiste, lamentablemente, en buena parte del imaginario colectivo de muchas sociedades. Hoy sabemos que son características que deben ser tomadas en cuenta para los tratamientos, para el «trato» en general que debe darse en las consultas, para la creación-producción-distribución de los fármacos y la conformación de los planes de salud en general y las políticas públicas en específico.  

«Si tenemos en cuenta, además, que sobre las mujeres cae el peso fundamental del hogar y los cuidados de otros seres humanos, podemos suponer que el desgaste corporal, emocional y cerebral de las mujeres alcanza cuotas alarmantes».

Cada falsa creencia, mito, sesgo de género, en el ámbito de la salud adquiere dimensiones muy delicadas por su impacto directo en el bienestar mental y físico de las mujeres. Si tenemos en cuenta, además, que sobre las mujeres cae el peso fundamental del hogar y los cuidados de otros seres humanos, podemos suponer que el desgaste corporal, emocional y cerebral de las mujeres alcanza cuotas alarmantes.

Fotografía con detalle de muñeca con relleno como si estuviera embarazada y tijera con hilos de coser en alusión a la violencia obstétrica

¿El mito del Eterno Retorno o el Eterno Retorno del Mito?

Uno de los mitos más fuertemente arraigados en diferentes sociedades es la del alto umbral del dolor de las mujeres. Es la convivencia con el dolor (cambios hormonales, ciclos ovulatorios y menstruales, abortos, partos) lo que ha hecho que las mujeres (biológica e históricamente) aprendamos a convivir y a aceptar el dolor. No es que estemos súper dotadas para aguantar más dolor que los hombres. La biología nos demuestra que nuestros cuerpos son por la capacidad de acumulación de grasas más resistentes que los de los hombres y que ellos, en cambio, son más musculosos. Nuestra esperanza de vida es superior, amén de que la calidad de vida no lo es, porque llegamos a la vejez más cansadas, desgastadas y con más problemas de salud producto de la desigual batalla que libramos con la vida en todos los órdenes.

La sensación de sueño, dolor, agotamiento, son universales a la condición humana; es la voluntad de cada individuo lo que los hace más o menos llevaderos. La opción del descanso no es una decisión sencilla para las mujeres ni en el entorno del hogar ni en el ecosistema de la maternidad. 

«Es la convivencia con el dolor (…) lo que ha hecho que las mujeres (…) aprendamos a convivir y a aceptar el dolor. No es que estemos súper dotadas para aguantar más dolor que los hombres».

La capacidad de las mujeres para aguantar el dolor se ha mitificado y naturalizado al punto que la indolencia y el maltrato son la norma. Si a todo esto, sumamos la capacidad natural de las mujeres para gestar una vida en su vientre, para “dar a luz” un cuerpo, entonces el asunto cobra mayor complejidad.

La recurrente y aceptada expresión popular “portarse bien” en un salón de parto, significa aguantar uno de los dolores físicos más fuertes que se pueden experimentar, en silencio. Aquí empezamos a notar cómo las creencias y los falsos mitos alcanzan también contextos asociados a la medicina, como si los avances científicos fueran ajenos a la parte relacionada con las mujeres y sus procesos.    

Cuando la profesora (matrona en ejercicio durante catorce años) aseguró que gritar mientras está activo el proceso de parto es un reflejo natural y no provoca en absoluto que “el feto se suba”, contrario a lo que comúnmente aseguran las personas y el propio personal médico, estaba echando abajo otro gran mito. Este derrumbe hizo que, de nuevo, mi mente recapitulara todas las veces que escuché decir vehementemente lo contrario.    

Entrando ya en el terreno de la conceptualización, se impone definir qué se entiende por violencia obstétrica, porque aunque es un término que ha ido ganando visibilidad aún no es ampliamente conocido. Javier Rodríguez Mir desde el Departamento de Antropología y Pensamiento Filosófico Español en la Universidad Autónoma de Madrid y Alejandra Martínez Gandolfi en la Gerencia de Atención Primara en Ávila, lo definen de la siguiente manera:

La violencia obstétrica se refiere a las prácticas y conductas realizadas por profesionales de la salud a las mujeres durante el embarazo, el parto y el puerperio, en el ámbito público o privado, que por acción u omisión son violentas o pueden ser percibidas como violentas. Incluye actos no apropiados o no consensuados, como episiotomías sin consentimiento, intervenciones dolorosas sin anestésicos, obligar a parir en una determinada posición o proveer una medicalización excesiva. , innecesaria o iatrogénica que podría generar complicaciones graves. Esta violencia también puede ser psicológica, como por ejemplo dar a la usuaria un trato infantil, paternalista, autoritario, despectivo, humillante, con insultos verbales, despersonalizado o con vejaciones.[1]

Ante una definición como esta debo admitir que, al menos, en el contexto cubano del que provengo, aunque el Programa Materno-Infantil protege y vela por la salud de las  mujeres y sus hijos durante el embarazo y el puerperio, la violencia obstétrica está ampliamente practicada y naturalizada. Es un tema del que apenas se empieza a hablar en sectores académicos puntuales, pequeños grupos de investigación y algún que otro espacio televisivo y radial.

«La recurrente y aceptada expresión popular “portarse bien” en un salón de parto, significa aguantar uno de los dolores físicos más fuertes que se pueden experimentar, en silencio.»

La episiotomía es practicada a todas las mujeres sin preguntar ni consultar, siendo necesario o no. El fórceps aunque es una técnica contraindicada se practica, la epidural no es utilizada para disminuir dolores y muchas veces en post de que los partos sean fisiológicos, las mujeres sufren durante horas y días el proceso de parto. Por otra parte, la sutura externa de los puntos luego de la episiotomía, que a diferencia de los puntos internos, sí se siente y duele sobremanera, no es bajo anestesia si la paciente no lo pide.

El proceso de parto y las horas luego del postparto suelen ser en condiciones altamente antihigiénicas e inhumanas para las madres y sus criaturas. Por lo que he podido investigar, en países más desarrollados sucede lo contrario, como todo extremo al fin resulta igualmente violento, y es que se medicaliza el parto al punto que la madre es asistida y “empastillada” como si padeciera una enfermedad.

Muchas veces se justifican estas prácticas por el desgaste profesional de quienes llevan tiempo asistiendo partos y llegan a deshumanizarse en el día a día de su ejercicio, llamado también como «síndrome de burnout».  Sin embargo, pienso que el personal que trabaja en los sistemas educativos y de salud debe poseer una inteligencia emocional y sensibilidad especiales. Si alguien se siente agotado(a) o está “deshumanizado(a)” de tanto ver a personas sufrir, morir o padecer y ha perdido la empatía, entonces no está apto(a) para atender ni tratar a seres humanos; que renuncie o lo(a) hagan renunciar con urgencia; a ver, si de paso, recupera en un tiempo el respeto y el amor hacia la condición humana, dígase la especie, que es la suya también.

Fotografía con detalle de muñeca con relleno como si estuviera embarazada y tijera y cinta de medir en alusión a la violencia obstétrica

Las consecuencias de estos procedimientos suman víctimas a las cifras de mujeres con estrés postraumático y depresión postparto.

Todos saben que las mujeres pasamos por un proceso hormonal, sicofísico y emocional que cambia notablemente el funcionamiento del cuerpo y la mente durante el embarazo. El organismo prioriza todo para la gestación de una vida, por lo que los sentimientos y emociones están a flor de piel, pero eso no significa que las mujeres durante el embarazo “nos volvemos locas” o no tengamos control de lo que hacemos y decimos, y de que “estemos exagerando”. Esas creencias han provocado que, incluso las familias y las parejas, resten importancia a los estados de ánimo de las mujeres.

«Todos quieren que el feto esté bien y que el bebé nazca sano, pero pocos se detienen  a pensar que es en el cuerpo de las mujeres donde todo ocurre.»

En otro sentido, los médicos “alertan” de tal manera a las mujeres embarazadas con el objetivo de prevenirlas que muchas veces disparan los niveles de cortisol en sus cuerpos. Todos quieren que el feto esté bien y que el bebé nazca sano, pero pocos se detienen  a pensar que es en el cuerpo de las mujeres donde todo ocurre. El estado de alarma constante y de preocupación atenta contra la estabilidad emocional de las mujeres, es una presión social demasiado fuerte y estresante. 

La impaciencia de no saber esperar

Una de las claves fundamentales en el proceso de asistir un parto, consiste en saber esperar el momento indicado. Y es que, precisamente, la palabra “obstetricia” viene del latín obstare “estar a la espera”. En eso consiste, puntualizó en clase Lola Ruiz.

Muchas mujeres padecen los efectos de la oxitocina y el misoprostol para acelerar un proceso que de manera natural llega cuando el cuerpo está listo. A menudo, las embarazadas, cuando esperan la consulta con el ginecólogo o el personal destinado para tenderlas, ya están predispuestas por maltratos anteriores y por toda la mitología que a su alrededor pulula de manera negativa.

La presión arterial, por ejemplo, tan susceptible a los estados de ánimo y al estrés, es uno de los indicadores que con frecuencia suele alterarse y no precisamente por problemas de salud precedentes, muchas veces se debe al clima asfixiante que desde el hogar y la familia se generan cuando una mujer está embarazada, además del sobredimensionamiento de algunos síntomas por parte del personal médico y la manera intimidante en que esto es expresado a las gestantes.

Está bien que las mujeres sean atendidas con paciencia, cariño, que les pongan música, les den masajes y, también, ¿por qué no?, que lloren y griten cuando les duela. El parto, no por ser un proceso natural, deja de ser traumático para el cuerpo  y la mente, razón por la que deben extremarse los cuidados, las prácticas necesarias y precisas, la sensibilidad y la empatía.

Asociaciones activistas como ”El Parto es Nuestro” e iniciativas como el “Observatorio  de Violencia Obstétrica”, colaboran para difundir y visibilizar los derechos de las mujeres a una asistencia médica digna durante y posterior a la gestación, pero aún falta mucho por hacer.

«El parto, no por ser un proceso natural, deja de ser traumático para el cuerpo  y la mente, razón por la que deben extremarse los cuidados, las prácticas necesarias y precisas, la sensibilidad y la empatía».

Durante mi ingreso previo al parto, escribí un diario. Dejo aquí unas notas sueltas que tal vez, y para seguir “portándome mal”, no sirvan de mucho, pero como los gritos y el llanto, ayudan a sanar.

Las notas

A partir de aquí en lo adelante, vinieron horas de dolor. A partir de aquí me pregunté mil veces qué hacía en este lugar, cómo había llegado hasta aquí, qué clase de maléfica deidad nos había dado el poder de engendrar (milagro) y el de sufrir (castigo) combinados de tal manera. Deseaba escapar de mi propia vida y condición, revertir el embarazo, lo que fuera con tal de deshacerme de ese dolor.

Pujos involuntarios, monitor chequeando los latidos del bebé. Siete horas interminables para dar a luz. Tres veces pedí a la doctora que me revisaran. Me montaban en la camilla y me hacían torniquetes. Tres veces tuve que regresar a mi silla porque aún no estaba lista. Ya no podía sentarme, parecía una sonámbula por el pasillo del hospital, mirando a otras a las que aún les faltaba más a juzgar porque sus contracciones no parecían ser tan agudas. Mis piernas llenas de sangre, ¡cuánta sangre vería en lo adelante! Con una bata de hospital, un trozo de algodón entre mis piernas sin ropa interior, a punto de defecarme, dando tumbos y tomando agua para no desmayarme. Sentí que había perdido la dignidad, el pudor, la libertad. 

No hay soledad que se compare con la de una mujer pariendo sola, sin su familia cerca, en un hospital, sin epidural, sin opciones que no sean las del dolor insoportable. Después de eso, ya no vuelves a ser la misma, nunca más.

Cuando la doctora (a la que le rogué que me revisara por cuarta vez) gritó “Partooooo” y sostuvo mi mano para llevarme a unos metros de esa habitación, a parir luego de siete horas interminables de trabajo de parto, no tuve tiempo de pensar nada, sólo que había llegado la hora. Me subí a la camilla, y cuando luego de cuatro pujos vi la cabeza de mi hija asomar, todo se volvió blanco, un fulgurante blanco borró de un soplo, toda la angustia, el dolor, el desfallecimiento.

En un tercer plano más o menos, escuchaba a los médicos a mi alrededor diciéndome “felicidades”, sentía lejos los pinchazos de la doctora que me cosía sin anestesia la episiotomía que me hicieron sin preguntar, el médico que no encontraba mi vejiga para volver a conectarla o algo relacionado con la orina, todo era vago menos Valeria. Sólo mi hija, rodeada de un blanco fulgurante, repito, captaba mi atención, mis instintos de madre se activaron desde ese momento, ella nació y supe ser madre desde ese instante, no importó que nunca antes hubiera cargado a un bebé, ella nació y sentí que de pronto, lo sabía todo. El amor hace milagros.

Sus ojos pequeños me miraron detenidamente un rato después y, ambas nos reconocimos en un silencio cómplice, por primera vez en los 21 días de ingreso ya no me sentía sola.

Tres días después, finalmente, lograba salir con mi hija del hospital, juntas ya no éramos estacionarias, habíamos florecido, habíamos dado un salto, ella había salido de mí hacia el mundo y yo salía con ella al mundo.

El amor hace milagros.

Diciembre, 2020. Hospital González Coro, La Habana, Cuba.

[1] Rodríguez, J. y Martínez, A. (mayo-junio 2021): La violencia obstétrica: una práctica invisivilizada en la atención médica en España, Vol. 35. no. 3, 211-212.

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