Referentes │ Svetlana Alexievich: “Sobre la batalla perdida”

En su discurso de aceptación del Premio Nobel, Svetlana Alexievich hace un recorrido por su experiencia como periodista en los años finales de la URSS.

Svetlana Alexievich, Premio Nobel de Literatura 2015.
Svetlana Alexievich, Premio Nobel de Literatura 2015.

En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, el 7 de diciembre de 2015, la escritora bielorrusa Svetlana Alexievich hace un recorrido por su experiencia como periodista en los años finales de la Unión Soviética, y el todavía pendiente examen de la historia, la individual y la colectiva, de las personas atrapadas dentro de esa inmensa maquinaria de terror e ilusiones que Alexievich llama el Imperio Rojo: “No hemos tenido tiempo de comprender lo que ya nos ha sucedido y lo que aún nos sucede [...]. Para empezar, debemos al menos articular lo que ocurrió. Tenemos miedo de hacerlo; no estamos preparados para afrontar nuestro pasado.”
La obra de Svetlana Alexievich ―que incluye títulos esenciales como La guerra no tiene rostro de mujer (1985), Fascinados por la muerte (1994) y Voces de Chernóbil (1997)― es parte de ese difícil proceso de recapitulación.

Las voces que escucho

No estoy sola en este podio… Hay voces a mi alrededor, cientos de voces. Siempre me han acompañado, desde la infancia. Crecí en el campo. De niños, nos encantaba jugar al aire libre, pero al caer la tarde, las voces de las cansadas mujeres del pueblo, que se reunían en los bancos cerca de sus casas, nos atraían como imanes. Ninguna tenía marido, padre ni hermanos. No recuerdo a ningún hombre en nuestro pueblo después de la Segunda Guerra Mundial: durante la guerra, uno de cada cuatro bielorrusos pereció, luchando en el frente o con los partisanos. Después de la guerra, los niños vivíamos en un mundo de mujeres. Lo que más recuerdo es que las mujeres hablaban de amor, no de muerte. Contaban historias de cómo se despedían de los hombres que amaban el día antes de que partieran a la guerra, hablaban de esperarlos y de cómo seguían esperándolos. Habían pasado los años, pero seguían esperando: “No me importa si pierde los brazos y las piernas, lo llevaré conmigo”. Sin brazos… sin piernas… Creo que sé lo que es el amor desde la infancia…

Aquí les dejo algunas melodías tristes del coro que escucho…

Primera voz:

¿Por qué quieres saber todo esto? Es tan triste. Conocí a mi marido durante la guerra. Formaba parte de la tripulación de un tanque que llegó hasta Berlín. Recuerdo que estábamos cerca del Reichstag —aún no era mi marido— y me dijo: “Casémonos. Te quiero”. Estaba tan disgustada; habíamos vivido entre la inmundicia, la suciedad y la sangre durante toda la guerra, sin oír más que obscenidades. Le respondí: “Primero hazme una mujer: regálame flores, dime cosas bonitas al oído. Cuando me desmovilicen, me haré un vestido”. Estaba tan enfadada que quería pegarle. Lo sintió todo. Tenía una mejilla gravemente quemada, con cicatrices, y vi lágrimas que le corrían por las cicatrices. “Está bien, me casaré contigo”, le dije. Así, sin más… No podía creer que lo hubiera dicho… A nuestro alrededor solo había cenizas y escombros, en resumen: la guerra.

Segunda voz:

Vivíamos cerca de la central nuclear de Chernóbil. Yo trabajaba en una panadería, haciendo empanadas. Mi marido era bombero. Nos acabábamos de casar y nos cogíamos de la mano incluso para ir a la tienda. El día que explotó el reactor, mi marido estaba de guardia en el parque de bomberos. Acudieron a la llamada en mangas de camisa, con ropa normal; hubo una explosión en la central nuclear, pero no les dieron ropa especial. Así era nuestra vida… Ya sabes… Trabajaron toda la noche apagando el fuego y recibieron dosis de radiación incompatibles con la vida. A la mañana siguiente los trasladaron directamente a Moscú. Síndrome de irradiación aguda grave… no se vive más de unas pocas semanas… Mi marido era fuerte, un atleta, y fue el último en morir. Cuando llegué a Moscú, me dijeron que estaba en una cámara de aislamiento especial y que nadie podía entrar. “Pero lo amo”, supliqué. “Los soldados los están cuidando. ¿Adónde crees que vas?”. “Lo amo”. Me discutían: “Ya no es el hombre que amas, es un objeto que necesita descontaminación. ¿Entiendes?”. Me repetía una y otra vez: lo amo, lo amo… Por las noches, subía por la escalera de incendios para verlo… O les pedía a los conserjes nocturnos… Les pagaba para que me dejaran entrar… No lo abandoné, estuve con él hasta el final… Unos meses después de su muerte, di a luz a una niña, pero solo vivió unos días. Ella… Estábamos tan emocionados con ella, y la maté… Ella me salvó, absorbió toda la radiación. Era tan pequeña… diminuta… Pero los amaba a los dos. ¿De verdad se puede matar con amor? ¿Por qué el amor y la muerte están tan cerca? Siempre van de la mano. ¿Quién puede explicarlo? Ante su tumba me arrodillo…

Tercera voz:

La primera vez que maté a un alemán… tenía diez años, y los partisanos ya me llevaban a misiones. Este alemán yacía en el suelo, herido… Me ordenaron que le quitara la pistola. Corrí hacia él, y la sujetó con ambas manos, apuntándome a la cara. Pero no alcanzó a disparar primero, lo hice yo… No me asustaba matar a alguien… Y nunca pensé en él durante la guerra. Murieron muchísimas personas, vivíamos entre muertos. Me sorprendió cuando, de repente, muchos años después, soñé con ese alemán. Fue algo inesperado… Soñaba lo mismo una y otra vez… Yo volaba y él no me dejaba ir. Despegando… volando, volando… Me alcanzaba y caía con él. Caía en una especie de pozo. O quería levantarme… ponerme de pie… Pero él no me dejaba… Por su culpa, no podía volar… El mismo sueño… Me atormentó durante décadas… No pude contarle a mi hijo ese sueño. Era pequeño; no podía. Le leía cuentos de hadas. Mi hijo ya es mayor, pero aún no puedo…

Flaubert se llamaba a sí mismo una pluma humana; yo diría que soy un oído humano. Cuando camino por la calle y escucho palabras, frases y exclamaciones, siempre pienso: ¡cuántas novelas desaparecen sin dejar rastro! Desaparecen en la oscuridad. No hemos logrado plasmar en la literatura la esencia de la conversación humana. No la apreciamos, no nos sorprende ni nos deleita. Pero a mí me fascina, y me tiene cautivada. Me encanta cómo hablan los humanos… Me encanta la voz humana solitaria. Es mi mayor amor y pasión.

El Hombre Rojo

El camino hasta este podio ha sido largo: casi cuarenta años, pasando de persona en persona, de voz en voz. No puedo decir que siempre haya estado a la altura de seguir este camino. Muchas veces me he sentido conmocionada y atemorizada por los seres humanos. He experimentado deleite y repulsión. A veces he deseado olvidar lo que oí, regresar a una época en la que vivía en la ignorancia. Sin embargo, más de una vez he visto lo sublime en las personas y he sentido ganas de llorar.

Viví en un país donde nos enseñaban a morir desde la infancia. Nos enseñaban la muerte. Nos decían que los seres humanos existen para darlo todo, para consumirse, para sacrificarse. Nos enseñaban a amar a quienes portan armas. Si hubiera crecido en otro país, no habría podido seguir ese camino. El mal es cruel, hay que estar inmunizado contra él. Crecimos entre verdugos y víctimas. Aunque nuestros padres vivieran con miedo y no nos lo contaran todo —y la mayoría de las veces no nos contaban nada—, el ambiente que nos rodeaba estaba envenenado. El mal nos vigilaba constantemente.

He escrito cinco libros, pero siento que son un solo libro. Un libro sobre la historia de una utopía…

Varlam Shalamov escribió: “Participé en la colosal batalla, una batalla perdida, por la auténtica renovación de la humanidad”. Reconstruyo la historia de esa batalla, sus victorias y sus derrotas. La historia de cómo la gente quiso construir el Reino Celestial en la tierra. ¡El Paraíso! ¡La Ciudad del Sol! Al final, solo quedó un mar de sangre, millones de vidas humanas arruinadas. Hubo un tiempo, sin embargo, en que ninguna idea política del siglo XX era comparable al comunismo (o a la Revolución de Octubre como su símbolo), un tiempo en que nada atraía con mayor fuerza ni emoción a los intelectuales occidentales y a la gente de todo el mundo. Raymond Aron llamó a la Revolución Rusa el “opio de los intelectuales”. Pero la idea del comunismo tiene al menos dos mil años. La encontramos en las enseñanzas de Platón sobre un Estado ideal y justo; en los sueños de Aristófanes sobre un tiempo en que “todo pertenecerá a todos”… En Tomás Moro y Tommaso Campanella… Más tarde en Saint-Simon, Fourier y Robert Owen. Hay algo en el espíritu ruso que lo impulsa a intentar convertir esos sueños en realidad.

Hace veinte años, nos despedimos del “Imperio Rojo” soviético entre maldiciones y lágrimas. Ahora podemos contemplar ese pasado con mayor serenidad, como un experimento histórico. Esto es importante, porque los debates sobre el socialismo no han cesado. Una nueva generación ha crecido con una visión del mundo distinta, pero muchos jóvenes vuelven a leer a Marx y Lenin. En las ciudades rusas hay nuevos museos dedicados a Stalin y se han erigido nuevos monumentos en su honor.

El “Imperio Rojo” ha desaparecido, pero el “Hombre Rojo”, el homo sovieticus, permanece. Perdura.

Mi padre falleció recientemente. Creyó en el comunismo hasta el final. Conservó su carné de miembro del partido. No puedo usar la palabra “soviético”, ese epíteto despectivo para la mentalidad soviética, porque entonces tendría que aplicársela a mi padre y a otros seres queridos, a mis amigos. Todos provienen del mismo lugar: el socialismo. Entre ellos hay muchos idealistas. Románticos. Hoy en día a veces se les llama románticos de la esclavitud. Esclavos de la utopía. Creo que todos ellos podrían haber vivido vidas diferentes, pero vivieron vidas soviéticas. ¿Por qué? Busqué la respuesta a esa pregunta durante mucho tiempo: viajé por todo el vasto país que una vez fue la URSS y grabé miles de cintas. Era el socialismo, y era simplemente nuestra vida. He recopilado la historia del socialismo “doméstico”, del socialismo “de interior”, poco a poco. La historia de cómo se manifestó en el alma humana. Me atrae ese pequeño espacio llamado ser humano… un solo individuo. En realidad, ahí es donde todo sucede.

Justo después de la guerra, Theodor Adorno escribió, conmocionado: “Escribir poesía después de Auschwitz es una barbarie”. Mi maestro, Ales Adamovich, a quien hoy recuerdo con gratitud, consideraba que escribir prosa sobre las pesadillas del siglo XX era un sacrilegio. Nada puede ser inventado. Hay que presentar la verdad tal como es. Se requiere una “superliteratura”. El testigo debe hablar. Me vienen a la mente las palabras de Nietzsche: ningún artista puede estar a la altura de la realidad. No puede elevarla.

Siempre me ha inquietado que la verdad no quepa en un solo corazón, en una sola mente, que la verdad esté de algún modo fragmentada. Hay mucha, es variada y está esparcida por el mundo. Dostoievski pensaba que la humanidad sabe mucho más de sí misma de lo que ha plasmado en la literatura. ¿Y qué hago yo? Recojo la vida cotidiana de sentimientos, pensamientos y palabras. Recojo la vida de mi tiempo. Me interesa la historia del alma. La vida cotidiana del alma, aquello que la visión panorámica de la historia suele omitir o desdeñar. Trabajo con la historia faltante. A menudo me dicen, incluso ahora, que lo que escribo no es literatura, sino un documento. ¿Qué es la literatura hoy? ¿Quién puede responder a esa pregunta? Vivimos más rápido que nunca. El contenido rompe la forma. La quiebra y la transforma. Todo se desborda: la música, la pintura; incluso las palabras en los documentos escapan a sus límites. No hay fronteras entre la realidad y la ficción; una se funde con la otra. Los testigos no son imparciales. Al contar una historia, los seres humanos crean, luchan con el tiempo como un escultor con el mármol. Son actores y creadores.

Me interesan las personas comunes. Las personas pequeñas, pero extraordinarias, como yo las llamaría, porque el sufrimiento las engrandece. En mis libros, estas personas narran sus pequeñas historias, y la gran historia se va revelando a lo largo del camino. No hemos tenido tiempo de comprender lo que ya nos ha sucedido y lo que aún nos sucede; simplemente necesitamos expresarlo. Para empezar, debemos al menos articular lo que ocurrió. Tenemos miedo de hacerlo; no estamos preparados para afrontar nuestro pasado. En Los demonios de Dostoievski, Shatov le dice a Stavrogin al comienzo de su conversación: “Somos dos criaturas que se han encontrado en la infinitud sin límites… por última vez en el mundo. Así que baja ese tono y habla como un ser humano. Al menos una vez, habla con voz humana”.

Así es, más o menos, como empiezan mis conversaciones con mis protagonistas. La gente habla desde su propia época, claro, no pueden hablar desde el vacío. Pero es difícil llegar al alma humana; el camino está sembrado de televisión y periódicos, y de las supersticiones del siglo, sus prejuicios, sus engaños.

Me gustaría leer algunas páginas de mis diarios para mostrar cómo transcurrió el tiempo… cómo murió la idea… cómo seguí su camino…

1980-1985

Estoy escribiendo un libro sobre la guerra… ¿Por qué sobre la guerra? Porque somos un pueblo de guerra; siempre hemos estado en guerra o preparándonos para ella. Si uno se fija bien, todos pensamos en términos bélicos. En casa, en la calle. Por eso la vida humana vale tan poco en este país. Todo es tiempo de guerra.

Comencé con dudas. Otro libro sobre la Segunda Guerra Mundial… ¿Para qué?

En un viaje conocí a una mujer que había sido médica durante la guerra. Me contó una historia: mientras cruzaban el lago Ladoga en invierno, el enemigo detectó movimiento y comenzó a dispararles. Caballos y personas cayeron bajo el hielo. Todo sucedió de noche. Agarró a alguien que creyó herido y comenzó a arrastrarlo hacia la orilla. “Lo saqué, estaba mojado y desnudo, pensé que le habían arrancado la ropa”, me dijo. Una vez en la orilla, descubrió que había estado arrastrando un enorme esturión herido. Y soltó una terrible retahíla de obscenidades: la gente sufre, pero los animales, las aves, los peces… ¿qué hicieron ellos? En otro viaje escuché la historia de una médica de un escuadrón de caballería. Durante una batalla, arrastró a un soldado herido a un cráter de obús, y solo entonces se dio cuenta de que era alemán. Tenía la pierna rota y sangraba. ¡Era el enemigo! ¿Qué hacer? ¡Sus propios hombres morían arriba! Pero vendó al alemán y salió arrastrándose. Arrastró a un soldado ruso que había perdido el conocimiento. Cuando recobró el conocimiento, quiso matar al alemán, y cuando el alemán recobró el conocimiento, agarró una ametralladora y quiso matar al ruso. “Le daba una bofetada a uno, y luego al otro. Teníamos las piernas cubiertas de sangre”, recordó. “La sangre estaba toda mezclada”.

Esta era una guerra de la que nunca había oído hablar. Una guerra de mujeres. No se trataba de héroes. No se trataba de un grupo de personas matando heroicamente a otro. Recuerdo un lamento femenino frecuente: “Después de la batalla, caminabas por el campo. Estaban tendidos boca arriba… Todos jóvenes, tan guapos. Se quedaban allí, mirando al cielo. Sentías lástima por todos ellos, de ambos bandos”. Fue esta actitud, “todos ellos, de ambos bandos”, la que me dio la idea de lo que trataría mi libro: la guerra no es más que matar. Así es como se grababa en la memoria de las mujeres. Esta persona acababa de sonreír, de fumar, y ahora ya no estaba. La desaparición era de lo que más hablaban las mujeres, lo rápido que todo puede convertirse en nada durante la guerra. Tanto el ser humano como el tiempo. Sí, se habían ofrecido voluntarias para el frente a los 17 o 18 años, pero no querían matar. Y, sin embargo, estaban dispuestas a morir. A morir por la patria. Y morir por Stalin... esas palabras no se pueden borrar de la historia.

El libro no se publicó hasta dos años después, antes de la perestroika y Gorbachov. “Después de leer tu libro, nadie luchará”, me sermoneó el censor. “Tu guerra es aterradora. ¿Por qué no tienes héroes?” No buscaba héroes. Estaba escribiendo historia a través de los relatos de sus testigos y participantes anónimos. A ellos nunca se les había preguntado nada. ¿Qué piensa la gente? En realidad, no sabemos qué piensa la gente sobre las grandes ideas. Justo después de una guerra, una persona contará la historia de una guerra; unas décadas después, será otra guerra, por supuesto. Algo habrá cambiado en ella, porque habrá condensado toda su vida en sus recuerdos. Su ser entero. Cómo vivió durante esos años, qué leyó, qué vio, a quién conoció. En qué cree. En definitiva, si es feliz o no. Los documentos son seres vivos: cambian a medida que nosotros cambiamos.

Estoy absolutamente convencida de que jamás volverá a haber mujeres jóvenes como las chicas de la guerra de 1941. Aquel fue el apogeo del ideal “rojo”, incluso superior a la Revolución y a Lenin. Su victoria aún eclipsa al Gulag. Admiro profundamente a estas mujeres. Pero no se podía hablar con ellas de Stalin, ni del hecho de que, tras la guerra, trenes enteros cargados con las vencedoras más audaces y elocuentes fueron enviadas directamente a Siberia. El resto regresó a casa y guardó silencio. Una vez oí decir: “El único momento en que fuimos libres fue durante la guerra. En el frente”. El sufrimiento es nuestro capital, nuestro recurso natural. No el petróleo ni el gas, sino el sufrimiento. Es lo único que somos capaces de producir de forma constante. Siempre busco la respuesta: ¿por qué nuestro sufrimiento no se transforma en libertad? ¿Es realmente todo en vano? Chaadayev tenía razón: Rusia es un país sin memoria, un espacio de amnesia total, una conciencia virgen para la crítica y la reflexión.

Pero los grandes libros se acumulan bajo nuestros pies.

1989

Estoy en Kabul. Ya no quiero escribir sobre la guerra. Pero aquí estoy, en medio de una guerra real. El periódico Pravda dice: “Estamos ayudando al pueblo afgano, un pueblo hermano, a construir el socialismo”. Hay gente y víctimas de la guerra por todas partes. Tiempos de guerra.

Ayer no me dejaron ir al frente: “Quédese en el hotel, jovencita. Ya tendremos que dar explicaciones”. Estoy sentada en el hotel, pensando: hay algo inmoral en escudriñar la valentía ajena y los riesgos que corren. Llevo dos semanas aquí y no puedo sacudirme la sensación de que la guerra es producto de la naturaleza masculina, algo que me resulta incomprensible. Pero los accesorios cotidianos de la guerra son grandiosos. Descubrí por mí misma que las armas son bellas: ametralladoras, minas, tanques. El hombre ha dedicado mucho tiempo a pensar en la mejor manera de matar a otros hombres. La eterna disputa entre la verdad y la belleza. Me mostraron una nueva mina italiana, y mi reacción “femenina” fue: “Es hermosa. ¿Por qué es hermosa?” Me lo explicaron con precisión, en términos militares: si alguien pasa por encima o pisa esta mina de cierta manera… en cierto ángulo… no quedaría más que medio cubo de carne. Aquí se habla de cosas anormales como si fueran normales, como si se dieran por sentadas. Bueno, ya sabes, es la guerra… Nadie se vuelve loco por estas imágenes; por ejemplo, hay un hombre tirado en el suelo que fue asesinado no por los elementos, no por el destino, sino por otro hombre.

Presencié la carga de un avión que transportaba a los caídos a casa en ataúdes de zinc. Los muertos a menudo vestían uniformes militares antiguos de los años 40, con pantalones de montar; a veces ni siquiera hay suficientes para todos. Los soldados comentaban: “Acaban de traer unos nuevos a las neveras. Huele a jabalí podrido”. Voy a escribir sobre esto. Me temo que nadie en casa me creerá. Nuestros periódicos solo escriben sobre los “paseos de la amistad” plantados por soldados soviéticos.

Hablé con los chicos. Muchos vinieron voluntariamente. Pidieron venir. Observé que la mayoría provenían de familias instruidas, la intelectualidad: maestros, médicos, bibliotecarios; en resumen, gente de letras. Soñaban sinceramente con ayudar al pueblo afgano a construir el socialismo. Ahora se ríen de sí mismos. Me mostraron un lugar en el aeropuerto donde cientos de ataúdes de zinc brillaban misteriosamente bajo el sol. El oficial que me acompañaba no pudo contenerse: “Quién sabe… mi ataúd podría estar allá… Me meterán ahí… ¿Por qué estoy luchando aquí?” Sus propias palabras lo asustaron e inmediatamente dijo: “No anote eso”.

Por las noches sueño con los muertos, todos tienen caras de sorpresa: ¿Qué? ¿Quieres decir que me mataron? ¿De verdad me mataron?

Conduje hasta un hospital para civiles afganos con un grupo de enfermeras; llevábamos regalos para los niños: juguetes, dulces, galletas. Yo tenía unos cinco ositos de peluche. Llegamos al hospital, un largo barracón. Nadie tenía más que una manta para dormir. Una joven afgana se me acercó con un niño en brazos. Quería decirme algo —en los últimos diez años casi todos aquí han aprendido a hablar un poco de ruso— y le di un juguete al niño, que lo tomó con los dientes. —¿Por qué con los dientes? —pregunté sorprendida. Ella le quitó la manta de encima; al pequeño le faltaban los dos brazos. —Fue cuando los rusos bombardearon. Alguien me sostuvo cuando empecé a caer.

Vi cómo nuestros cohetes Grad convertían aldeas en campos arados. Visité un cementerio afgano, que tenía aproximadamente la misma longitud que una de sus aldeas. En algún punto del cementerio, una anciana afgana gritaba. Recordé el aullido de una madre en una aldea cerca de Minsk cuando llevaron un ataúd de zinc a la casa. El llanto no era humano ni animal… Se parecía a lo que oí en el cementerio de Kabul…

Debo admitir que no alcancé la libertad de golpe. Fui sincero con mis súbditos y ellos confiaron en mí. Cada uno tiene su propio camino hacia la libertad. Antes de Afganistán, creía en un socialismo con rostro humano. Regresé de Afganistán libre de toda ilusión. “Perdóname, padre”, le dije al verlo. “Me criaste creyendo en los ideales comunistas, pero ver a esos jóvenes, recién salidos de la escuela soviética, como los que tú y mamá enseñaban (mis padres eran maestros de escuela rural), matar a desconocidos en territorio extranjero, fue suficiente para que todas tus palabras se desvanecieran. ¡Somos asesinos, papá, ¿entiendes?!” Mi padre lloró.

Mucha gente regresó libre de Afganistán. Pero también hay otros ejemplos. Recuerdo a un joven afgano que me gritó: “Eres mujer, ¿qué entiendes tú de la guerra? ¿Crees que la gente muere de una forma bonita en la guerra, como en los libros y las películas? Ayer mataron a mi amigo; le dieron un balazo en la cabeza y siguió corriendo diez metros más, intentando atrapar su propio cerebro…” Siete años después, ese mismo joven es un empresario de éxito al que le gusta contar historias sobre Afganistán. Me llamó: “¿Para qué tienes tus libros? Dan demasiado miedo”. Era otra persona, ya no era el joven que conocí entre la muerte, que no quería morir a los veinte años…

Me pregunto qué tipo de libro quiero escribir sobre la guerra. Me gustaría escribir un libro sobre una persona que no dispara, que no puede disparar contra otro ser humano, que sufre ante la sola idea de la guerra. ¿Dónde está? No lo he conocido.

1990-1997

La literatura rusa es interesante porque es la única que narra la historia de un experimento realizado en un país tan extenso. A menudo me preguntan: ¿por qué siempre escribe sobre tragedias? Porque así vivimos. Ahora vivimos en distintos países, pero la gente “roja” está por todas partes. Provienen de la misma vida y comparten los mismos recuerdos.

Me resistí durante mucho tiempo a escribir sobre Chernóbil. No sabía cómo hacerlo, qué herramientas utilizar, cómo abordar el tema. El mundo casi nunca había oído hablar de mi pequeño país, escondido en un rincón de Europa, pero ahora su nombre estaba en boca de todos. Nosotros, los bielorrusos, nos habíamos convertido en el pueblo de Chernóbil. Los primeros en enfrentarnos a lo desconocido. Ahora estaba claro: además de los desafíos comunistas, étnicos y de las nuevas religiones, nos aguardan desafíos globales y aún más brutales, aunque por el momento sean invisibles. Algo se abrió poco después de Chernóbil…

Recuerdo a un viejo taxista maldiciendo desesperado cuando una paloma se estrelló contra el parabrisas: “Todos los días, dos o tres pájaros se estrellan contra el coche. Pero los periódicos dicen que la situación está bajo control”.

Las hojas de los parques de la ciudad fueron recogidas, sacadas de la ciudad y enterradas. La tierra de las zonas contaminadas también fue excavada y enterrada; tierra enterrada dentro de tierra. Leña y hierba fueron enterradas. Todo el mundo parecía un poco desquiciado. Un viejo apicultor me contó: “Salí al jardín esa mañana y algo faltaba, un sonido familiar. No había abejas. No oía ni una sola. ¡Ni una! ¿Qué? ¿Qué está pasando? Tampoco salieron al día siguiente, ni al tercero… Luego nos dijeron que había habido un accidente en la central nuclear, que no está muy lejos. Pero durante mucho tiempo no supimos nada. Las abejas lo sabían, pero nosotros no”. Toda la información sobre Chernóbil en los periódicos estaba redactada en lenguaje militar: explosión, héroes, soldados, evacuación… La KGB operaba justo en la central. Buscaban espías y saboteadores. Circulaban rumores de que el accidente había sido planeado por los servicios de inteligencia occidentales para debilitar al bloque socialista. El equipo militar estaba de camino a Chernóbil, los soldados llegaban. Como siempre, el sistema funcionaba como si estuviéramos en guerra, pero en este nuevo mundo, un soldado con una flamante ametralladora era una figura trágica. Lo único que podía hacer era absorber grandes dosis de radiación y morir al regresar a casa.

Ante mis ojos, la gente que vivía antes de Chernóbil se convirtió en la gente de Chernóbil.

No se podía ver la radiación, ni tocarla, ni olerla… El mundo a mi alrededor era a la vez familiar y desconocido. Cuando viajé a la zona, me dijeron enseguida: no arranques flores, no te sientes en el césped, no bebas agua de un pozo… La muerte acechaba por todas partes, pero ahora era una muerte distinta. Llevaba una máscara nueva. Un aspecto desconocido. Los ancianos que habían vivido la guerra estaban siendo evacuados de nuevo. Miraban al cielo: “Brilla el sol… No hay humo, ni gas. Nadie dispara. ¿Cómo puede ser esto la guerra? Pero tenemos que convertirnos en refugiados”.

Por las mañanas, todos se abalanzaban sobre los periódicos, ávidos de noticias, para luego dejarlos con decepción. No se habían encontrado espías. Nadie escribía sobre enemigos del pueblo. Un mundo sin espías ni enemigos del pueblo también resultaba desconocido. Aquello fue el comienzo de algo nuevo. Tras Afganistán, Chernóbil nos convirtió en personas libres.

Para mí, el mundo se partió: dentro de la zona no me sentía bielorruso, ni ruso, ni ucraniano, sino un representante de una especie biológica que podía ser destruida. Dos catástrofes coincidieron: en el plano social, la Atlántida socialista se hundía; y en el cósmico, Chernóbil. El colapso del imperio conmocionó a todos. La gente se preocupaba por el día a día. ¿Cómo y con qué comprar las cosas? ¿Cómo sobrevivir? ¿En qué creer? ¿Qué banderas seguir esta vez? ¿O acaso debíamos aprender a vivir sin ninguna gran idea? Esto último también era desconocido, pues nadie había vivido jamás así. Cientos de preguntas atormentaban al hombre “rojo”, pero estaba solo. Nunca se había sentido tan solo como en aquellos primeros días de libertad. Estaba rodeado de gente en estado de shock. Los escuchaba…

Cierro mi diario…

Es difícil hablar de amor

¿Qué nos sucedió cuando el imperio se derrumbó? Antes, el mundo estaba dividido: había verdugos y víctimas —ese era el Gulag—; hermanos y hermanas —esa era la guerra—; el electorado —parte de la tecnología y el mundo contemporáneo—. Nuestro mundo también estaba dividido entre los encarcelados y los que los encarcelaban; hoy existe una división entre eslavófilos y occidentalistas, entre “fascistas traidores” y patriotas. Y entre los que pueden comprar y los que no. Esto último, diría yo, fue la prueba más cruel que siguió al socialismo, porque no hace mucho todos éramos iguales. El hombre “rojo” no pudo entrar en el reino de la libertad con el que había soñado en torno a la mesa de su cocina. Rusia fue repartida sin él, y se quedó sin nada. Humillado y robado. Agresivo y peligroso.

Estos son algunos de los comentarios que escuché mientras viajaba por Rusia…

“Aquí la modernización solo llegará con sharashkas, esos campos de prisioneros para científicos, y pelotones de fusilamiento.”

“Los rusos no desean ser ricos, incluso le temen. ¿Qué desea un ruso? Solo una cosa: que nadie más se enriquezca. Que nadie sea más rico que él.”

“Aquí no hay gente honesta, pero sí hay santos.”

“Nunca veremos una generación que no haya sido azotada; los rusos no entienden la libertad, necesitan al cosaco y al látigo.”

“Las dos palabras más importantes en ruso son 'guerra' y 'prisión'. Robas algo, te diviertes, te encierran… sales, y luego vuelves a la cárcel…”

“La vida rusa tiene que ser cruel y despreciable. Entonces el alma se eleva, se da cuenta de que no pertenece a este mundo… Cuanto más sucias y sangrientas sean las cosas, más espacio hay para el alma…”

“Nadie tiene la energía para una nueva revolución, ni la locura. No tienen espíritu. Los rusos necesitan una idea que te ponga la piel de gallina…”

“Así que nuestra vida pende de un hilo entre el caos y los cuarteles. El comunismo no ha muerto, el cadáver sigue vivo.”

Me permito decir que perdimos la oportunidad que tuvimos en la década de 1990. La pregunta era: ¿qué tipo de país deberíamos tener? ¿Un país fuerte o uno digno donde la gente pueda vivir con dignidad? Elegimos lo primero: un país fuerte. Una vez más, vivimos en una era de poder. Los rusos luchan contra los ucranianos. Sus hermanos. Mi padre es bielorruso, mi madre, ucraniana. Así es para mucha gente. Aviones rusos bombardean Siria…

Una época llena de esperanza ha sido reemplazada por una época de temor. La era ha dado un giro y ha retrocedido en el tiempo. El tiempo que vivimos ahora es de segunda mano…

A veces no estoy seguro de haber terminado de escribir la historia del hombre “rojo”…

Tengo tres hogares: mi tierra bielorrusa, la patria de mi padre, donde he vivido toda mi vida; Ucrania, la patria de mi madre, donde nací; y la rica cultura rusa, sin la cual no puedo imaginarme. Todas me son muy queridas. Pero en estos tiempos es difícil hablar de amor.

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