Cuando no vemos a “las vendedoras de flores”

| Vidas | 24/03/2019
Mujer vendedora de flores. Fotograma de "Calas", audiovisual de Oneyda González.
Mujer vendedora de flores. Fotograma de "Calas", audiovisual de Oneyda González.

Para Giselle Alvarez (mi hija),

que tanto quiere a las flores.

Qué se siente al ver tanta flor acumulada en torno al propio cuerpo. Qué se siente al romper la mañana, cuando las distribuyes en un espacio apretado, las refrescas o saneas para que luzcan atractivas a quienes vienen por ellas. Vivir así con las flores no es como buscarlas para halagar a un amigo, encargarlas para un bautizo, o para un matrimonio.

Y si fuera este el único trabajo que has conocido. Y si has venido a este lugar desde la infancia, acompañando a tu madre, que vendió flores también. Y si tres cuartos de siglo más tarde sigues llegando cada día al mismo sitio, que es este y es otro, sin que lo hayas notado, porque la enajenación reinante entorpece el vislumbre de cambios, sobre todo de esos que prometen un día diferente.

Una junto a otra, vívidamente agobiadas por el exceso, mujeres en inmensa mayoría, estas personas vienen perennemente hasta su silla (inamovible puesto), con el único propósito de dar a otros el perfume, las formas, los colores, y en especial el significado que la humanidad le ha otorgado a las flores.

Y qué sabemos de las vendedoras de flores. Diego Rivera ha representado el agobio de esta acumulación de simbologías a sus espaldas. Sus pinturas nos dejan ver la promesa de los rituales y celebraciones que apenas podrá saborear en vida, aquella que las entrega al mundo. Una letanía de siglos vive en “Las vendedoras de flores”. Y esa carga que vemos, sin querer mirarla, cuánto les cuesta.

Pero hay más que unas floristas, hay unas lavanderas, unas artesanas, unas hilanderas… Hay siglos de error y de olvido. Hay una desmesurada ingratitud, que rebota en quienes compramos flores. Menos cercanas a una beldad refinada y aristocrática, que las flores de la pintura occidental (sobre todo en Europa); las flores y la mujer son aquí otra cosa. Son el propio agobio que pesa hasta doblegar. La pérdida segura, y no retribuida: matrimonio amargo hasta la muerte, liberación y gozo eternamente diferidos.

Esta enfermedad de la inconsciencia se deja ver en la paciente labor de un creador del extremo Oriente: el florista Azuma Makoto, escultor botánico japonés, interesado en llevar la naturaleza a las ciudades para seguir una tradición de su cultura, la de acercar lo natural al hombre, a través del proyecto Jardín de Flores, en su taller de Tokio donde trabaja con su compañera, la fotógrafa Shinnoki Shunsuke.

Una de sus propuestas, extrema el oficio con el que trata a las flores, hasta el punto de“su descomposición”, y a partir de allí nos invita a repensar la existencia. Nos hace ver el deterioro de la belleza, para señalar cuán limitada y frágil es ella misma. A su entender, el acto de regalar flores es intrínsecamente reflexivo. (…) Juega a seguir esa práctica, como lo que es, un servicio amoroso, un modo de honrar a través de la ofrenda de “un objeto que está pereciendo”. 

La empatía con que Makoto mira a las flores, y con ello a quienes las cultivan o las hacen llegar hasta nosotros, es un murmullo que ampara el valor de la vida. Es una invitación cabal a apreciarlas, quitando el velo de la inconciencia de la muerte, lo que, en su tradición espiritual, según él nos recuerda, es la “impermanencia” de todo lo que existe. Su mirada nos lleva al aprecio por los seres que trabajan, reflejados en la historia del arte.

La índole espiritual del cultivo de las flores fue entendida desde las primeras civilizaciones. Hay evidencias de jardinería (diferenciada de la agricultura), desde el tercer o cuarto milenio antes de Cristo, en Mesopotamia y Egipto, Grecia, Roma y Bizancio (cuya influencia llegaba desde el norte de Rusia, hasta Nubia en el alto Nilo). Hay pruebas de este tipo de labor en los pueblos de Asia, y en las culturas precolombinas.

Al observar el “ingenio de las flores, y fotografiar su muerte”, el artista japonés nos invita a empatizar. El poco aprecio de los otros, por inconciencia de nosotros mismos, y de la susodicha impermanencia de todos nuestros afanes, hace que olvidemos a las vendedoras de flores como al verdadero trasfondo que hay en la posesión de la frágil belleza con la que trabajan, y puede abrumarlas.

Detrás de esto hay una falla de la comunicación. Hay falta de atención por reparar lo maltratado (ignorado). Es una ausencia de escucha que va más allá del no oírnos, para llegar al no atendernos, al no querernos. Se deja de estar atentos, y se llega a ser desatentos. Se pierde la conexión, y se llega a la insensibilidad. Ambas cosas son una: escucharnos sería ponernos en el lugar de Eco, para que la ninfa deje de echar al aire esos incomprensibles residuos de lenguaje. Es, invitar al Narciso a que la escuche y la ame.

Este es un acto natural imprescindible, que permite ver a las flores de otra forma. Es una llamada a detenernos en medio del camino, y vivir la experiencia con respeto y amor por nuestra propia vida. Es encarar el sombrío narcisismo que nuestra época ha heredado, y multiplicado. Es volver a vernos (sujeto y objeto del regalo), viviendo el preciado instante del contacto.

«Calas», audiovisual de Oneyda González.

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