La Bella Indiana o el color del cristal con que se mire

Una de las más peculiares mujeres cuyas vidas dan testimonio del inmenso intercambio entre América y Europa, es Francisca d’Aubigné, la Bella Indiana.

| Vidas | 11/08/2025
Pierre Mignard: "Retrato de Francisca d'Aubigné" (sin fecha), detalle.
Pierre Mignard: "Retrato de Francisca d'Aubigné" (sin fecha), detalle.

El Caribe es una región cultural muy particular. Una serie de intelectuales allí nacidos han sido galardonados con el Premio Cervantes y aun el Premio Nobel de Literatura. Han ganado el prestigioso premio sueco, en 1992 el poeta y dramaturgo Derek Walcott (Santa Lucía); en el 2001 el trinitobaguense V. S. Naipul; y en 1960 el poeta francófono Saint-John Perse (Guadalupe). Alejo Carpentier fue candidato en 1965 y otras ocasiones. Y una mujer brillante, la también guadalupana Maryse Condé ha sido candidata varias veces.

Tres caribeños han ganado el Premio Cervantes: Alejo Carpentier (1977); Dulce María Loynaz (1992) y Guillermo Cabrera Infante (1997). El Premio Príncipe de Asturias de la Concordia ha sido otorgado al pueblo todo de Puerto Rico. Leonardo Padura lo ganó en el 2015. El Premio Sajárov lo obtuvo Osvaldo Payá, en el 2002. Si tres caribeños obtuvieron el Premio Nobel de Literatura, solo seis autores de América Latina continental lo han obtenido: Gabriela Mistral (Chile, 1945), Miguel Ángel Asturias (Guatemala, 1967), Pablo Neruda (Chile, 1971), Gabriel García Márquez (Colombia, 1982), Octavio Paz (México, 1990) y Mario Vargas Llosa (Perú, 2010). En comparación, el Caribe insular, muchísimo más reducido en área geográfica, cuenta con un impresionante número de preseas.

Nadie negará que es alto el número de personalidades premiadas. Y eso sin contar las numerosas distinciones incluso de nivel mundial en el terreno de los deportes. No obstante, las mujeres antillanas han sido hasta ahora poco privilegiadas por el Nobel, el Cervantes, el Princesa de Asturias o el Sajárov. Las singularidades de la región no se limitan a esos galardones de alto prestigio.

También en un ámbito más callado el Caribe es una región muy peculiar, donde una serie de mujeres —caribeñas de nacimiento o europeas muy vinculadas con esas islas— desde el siglo XVII han tenido destinos especiales y hasta sorprendentes en el Viejo Continente. Vale la pena pasar revista a esas vidas peculiares, que dan otro testimonio histórico y hasta legendario del inmenso intercambio entre ambos continentes.

La infancia de Francisca d’Aubigné

La primera mujer de trayectoria singular aparece en el siglo XVII. No nació en el Caribe, pero su primera juventud transcurrió en las Antillas; más tarde en París la conocían por un mote que la identificaba como una caribeña. Sus orígenes familiares fueron más que turbulentos e incluso pobres y sombríos.

Francisca d’Aubigné, en efecto, era nieta de un miembro de la pequeña nobleza de toga (como se llamaba entonces en Francia cierta aristocracia menor vinculada al mundo de los tribunales): Teodoro Agrippa d’Aubigné, hijo de un juez y nieto de un simple campesino; valeroso militar, y aficionado a la magia; hombre culto, poeta barroco de cierta notoriedad en su tiempo, e intransigente calvinista en la época de las crueles guerras religiosas en Francia. Como protestante, fue fiel e importante partidario del rey Enrique de Navarra, jefe de los hugonotes. Pero cuando este heredó el trono vacante de Francia, abjuró de esa religión y se hizo católico para ser coronado en París. D’Aubigné rompió con su antiguo amigo y señor, lo acusó de traidor y terminó en el exilio, donde murió pobre y sin relevancia social.

A pesar de sus orígenes familiares y escasa fortuna, se casó con Susana de Lusignan, que, aunque no acaudalada, era de una familia muy ilustre. Con ella tuvo al padre de Francisca d’Aubigné, Constante. Este fue un depravado y además asesino de su primera esposa. De la segunda tuvo a Francisca. Constante no solo fue desheredado por Agripa, sino que estuvo preso por diversos delitos, entre ellos malversación. En prisión se casó con la madre de Francisca, quien tuvo, por tanto, una familia bien complicada; ella misma nació en la cárcel de Niort en 1635.

Este Constante, reconocido malhechor, fue liberado en 1642. Pero tuvo que salir de Francia con su mujer y sus hijos. Se encaminó a las Antillas Francesas y se estableció primero en la isla de Saint-Christophe y luego en la de Martinica en 1645: Francisca tenía diez años. Constante regresó a Francia ese mismo año y dejó a su familia en la isla, la cual permaneció allí dos años, decisivos para la formación de la niña, hasta que regresaron a Francia, donde el padre murió unos meses después. La viuda y sus hijos quedaron en una total miseria.

La Bella Indiana

A Francisca la recogió una tía protestante. Luego otra parienta se la llevó como sirvienta y luego la envió a las Ursulinas, monjas dedicadas a la enseñanza, para que la educaran como católica. A los 17 años se convirtió en católica. Era muy bella y la llamaban siempre la Bella Indiana porque provenía de Martinica. Seguía en la miseria, sin embargo, y le propusieron hacerse monja o casarse con el poeta Paul Scarron, 25 años mayor que ella, escritor satírico muy apreciado, plebeyo, semi paralítico y de nula fortuna; pero lo prefirió antes que encerrarse en un convento.

Se casaron en 1652 y ella alcanzó una gran cultura como anfitriona del concurrido salón literario de su marido (al que asistían figuras literarias tan notables como madame de Sévigné o el dramaturgo Racine); Scarron fue su maestro en todo: literatura, conversación, política. Ella adquirió las relaciones literarias y políticas de su marido, y poco a poco la Bella Indiana pasó a ser también un centro de atención por su belleza e ingenio.

Pero él murió ocho años después: quedó de nuevo en la total pobreza. La reina madre le concedió una pequeña pensión y, además, se dice que la señora Scarron tuvo diversos amantes que la ayudaron económicamente. De todos modos, su vida era azarosa.

Entonces, siete años después de haber enviudado, la marquesa de Montespan, amante del rey Luis XIV, la contrató como institutriz de los hijos bastardos que había tenido con el monarca. La viuda Scarron aceptó, porque saldría de la miseria y, además, se acercaría de algún modo al soberano. Educó a esos niños, que terminaron adorándola. En una visita a sus hijos, Luis XIV la conoció. En 1675, al parecer, ya ella era su amante. Poco después, el rey la nombró marquesa de Maintenon. Y desde luego le asignó una pensión muy alta. Así se borró su pasado de miseria y vida zarandeada. La Bella Indiana entraba en la corte de Versalles por la puerta ancha.

En 1683, el rey enviudó y casi enseguida se casó secretamente con ella. A partir de allí, fue la reina no tan secreta de Francia e intervino muchísimo en el gobierno del país. Se convirtió en una puritana intransigente, ultracatólica e insoportable. Tal vez quería borrar su complejo pasado. Escribió su propio epitafio, cargado de ingenio y quizás de un cierto cinismo: “A lo largo de la experiencia que he acumulado —ya he superado las 80 primaveras—, he podido comprobar que la verdad existe solo en Dios, y el resto no es más que una cuestión de punto de vista”. Indudablemente, la Bella Indiana sabía lo que decía.

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