Los labios de K (esto no es un cuento)

| Vidas | 26/04/2019
Dibujo de Nonardo Perea.
Dibujo de Nonardo Perea.

Existe, camina por ahí, por cualquier calle de Cuba y, como cualquier muchacha, cuelga en su perfil de Facebook las fotos de los lugares que visita; escribe en su muro frases que cree bonitas, inteligentes. De más está decir que no se llama K y también que su historia, por desgracia, no es literatura ni alardes de la imaginación de este freelance.

K tiene unos maravillosos ojos verdes y unos labios carnosos, muy semejantes a esos que las actrices de Hollywood exhiben gracias al colágeno. A K le gustan sus ojos de gata, tigresa del Amur, pero sus labios que invitan al beso y quién sabe si a algo más, esos los cambiaría por otros que no despierten la imaginación de los hombres que la miran cuando va a su trabajo o a ver a su hijo.

A los nueve años, K supo que sus labios podían despertar extrañas pasiones. Por entonces practicaba tenis de campo y su profesor acercaba su cuerpo al de K mientras le tomaba la mano y explicaba cómo empuñar la raqueta. Y la mano del hombre a veces se olvidaba de la diestra de la niña y se posaba en los labios gordezuelos. Pasaba también con otras chicas de su clase y la bomba acabó explotando. Padres y abuelos con deseos de linchar al profesor canalla, niñas llorosas que vagamente comprendían que algo andaba mal. Un juicio, una condena, la sospecha en los ojos de K. La certeza de que en lo adelante habría de andar con mucho cuidado.

Pasaron los años y K se convirtió en mujer, tuvo un hijo, se separó de su pareja. Una noche, K salió de casa de los abuelos que la habían criado para ver a su hijo, que por entonces estaba en casa de los padres del ex de K. Eran apenas las ocho y en la ciudad reinaba el silencio, la expectación. El equipo de béisbol de Cuba se enfrentaba a un team norteamericano y la ciudad, el país todo, estaba pendiente de los telerreceptores, cruzando apuestas sobre las posibilidades de victoria de los nuestros, tirando de estadísticas para lanzar un pronóstico.

Puede que la noche fuese fría, que soplase algo de viento. K avanza por la acera estrecha, se le vuela la faldilla y no hay campos de centeno cuando siente la mano sobre su cuello, su boca de labios invitando al beso y un cuerpo choca otro cuerpo avanzando por la acera. Otra mano se aferra a su brazo y K quiere gritar de dolor, rabia. Un cuerpo besa un cuerpo y el hombre es más fuerte y consigue arrastrarla, llevarla a empellones hacia un cuarto sucio en cuya puerta una mujer de unos cincuenta años, desgreñada y mal vestida, se limita a mirar. ¿Tiene un cuerpo que llorar, K?

K apenas tiene segundos para reparar en la habitación, para reconocer en su agresor a ese tipo que solía piropearla con frases subidas de tono que ella dejaba pasar para no buscarse problemas, porque el tipo había estado preso un montón de veces y la gente comentaba que era “de la jugada”.1

Alguien alguna vez (puede que aquel profesor de tenis) le había dicho que las piernas son la parte más fuerte del cuerpo, que hay que anclarlas con firmeza al suelo. Y K confía en sus piernas, presiona la izquierda contra la pared para evitar ser arrastrada a la cama y levanta la derecha para golpear allí donde un hombre, un cuerpo, no puede soportar el dolor y se dobla sobre sí mismo y es ya incapaz de asir nada.

K huye entre gritos, pero solo una mujer en bicicleta acude en su auxilio porque los gritos de los que corean un jonrón en el juego beisbolero opacan los suyos y, si un cuerpo besa al cuerpo, ¿tiene el mundo que saberlo? El de K es un cuerpo rematado por unos labios que invitan al beso y puede que alguna vez el viento le vuele la faldilla mientras avanza por la acera estrecha.2.]

La mujer desgreñada y sucia que viera en el cuarto siguió allí, y K comprendió que era la madre del agresor, la misma que alguna vez había visto cerca del parque, quitándose la ropa en medio de un coro de burlas y frases obscenas.

El hombre consiguió huir y esa misma noche agredió a otra chica y fue sorprendido, escapando apenas a los afanes justicieros de un grupo de indignados ciudadanos. K fue a la policía a presentar su denuncia, el cuerpo cubierto de moretones, tigresa acorralada, gatita mustia.

La instructora del caso preguntó por qué pasaba sola por aquel lugar. K respondió que lo hacía habitualmente, repitió mil veces que era aquella la ruta que siempre solía seguir, que iba a esa hora porque el niño estaba enfermo. K necesita justificarse ante la mirada incrédula de la instructora, una mirada que va a su ropa, sus labios pintados de rosa. K también necesita convencerme y repite las palabras como un mantra, los ojos verdes fijos en los míos, implorando que le crea. K quiere tener la certeza de que la comprendo, de que sé que no miente, que no hay otra opción salvo avanzar por la acera estrecha con su faldilla que el viento se empeña en hacer volar. K, la víctima que necesita que la instructora, yo, la sociedad, no la encontremos culpable, responsable única de la agresión sufrida por vestir de determinada manera, por no esconder esos labios que invitan a ser besados.

K supo que otras chicas presentaron denuncias por acoso y agresión contra el mismo individuo. Supo que la mayoría retiró los cargos. K vivió el juicio en el que una vez más cuestionaron sus hábitos, su vida sexual, el que no tuviera consigo a su hijo. Durante meses, K no se atrevió a transitar por las aceras y ante cada ruido volteaba temerosa, apretando la piedra, las tijeras, el fragmento de botella, esas cosas que ahora suelen estar en su cartera. La condena fue irrisoria y al cabo de un año el agresor de K estaba en las calles y ella tuvo que viajar en un autobús con él sentado a su derecha y mirar a otra parte, acaso arriba, allí donde Dios parece la única esperanza.

Conocí a K este ocho de marzo. En su brazo izquierdo lleva tatuada la divisa de su vida Free forever. Una K que desconfía de los hombres, que no imagina una vida en pareja, que escribe frases hermosamente tristes y desesperanzadas en su muro de Facebook, y que muerde esos labios que, para su desgracia, aparentemente, siguen invitando al beso.

  1. Así se dice de las personas que sirven como informantes a las fuerzas del orden público en Cuba.
  2. Para los que no pilléis el juego intertextual con las referencias a los cuerpos y la faldilla, está tomado de El guardián en el centeno, poema del poeta escocés Robert Burns que inspiró la novela homónima de J. D. Salinger.

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