​Tejedoras Muiscas: hechizo y memoria de un pueblo perdido

| Mundo | 25/12/2017

Los días finales de 2016, Expo Artesanía, la feria más grande de su tipo en Latinoamérica, cuajó una llamativa estadística: el 56 por ciento de los participantes inscritos eran bogotanos. Quizá por cosas como esa a Ana María Fries, gerente de Artesanías de Colombia convenció a la Alcaldía Mayor y luchó un espacio para la Feria Bogotá Artesanal. “Había un gran sector de artesanos en la capital al que no se le había parado muchas bolas”, recuerda tras las gafas de gruesos marcos.

Con la ayuda del Laboratorio de Diseño bogotano, más que rescatar las tradiciones, se busca que ese Patrimonio genere mayores beneficios económicos para las comunidades, que la tradición se haga sustentable en las condiciones de vida actuales. Lo que se protege, en verdad, es la memoria. Así ocurrió con los muiscas, un pueblo que en su apogeo llegó a dominar 46 972 km² del centro-norte colombiano, y cuya población superaba el millón de habitantes.

Nada de eso hoy son.

Confinados a un margen de Bogotá, lo que fuera su propio territorio ancestral, reducidos a unos 14 mil sin mestizaje, sus tejidos siguieron brotando. Sus tejidos revelan, además, su cosmogonía como casi nada igual. El telar, llamado Quiti, se refería a las dos fuerzas que iban a crear el mundo: una activa y una pasiva.

Para el tejido del chumbe (una faja que puede medir de cinco a diez centímetros de ancho, por cuatro o cinco metros de largo) tienen dos hilos verticales o urdimbres, que son los pasivos que permanecen quietos; con las tramas se da movimiento, y eso viene a confluir en el principio cosmogónico del inicio: “el movimiento y el orden para construir el mundo”, concluye Lisset Pardo, especialista del Laboratorio de Diseño de Bogotá que participó en la recuperación de la simbología textil de la cultura muisca.

“Los tenemos visibilizados en el Museo del Oro, en algunos billetes; pero es muy importante, para que, sobre todo los bogotanos, entendamos ese punto identitario de partida”.

Ahora, unas mujeres, llevan en sus dedos la memoria ancestral de un pueblo, son las tejedoras.

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“Se había perdido la identidad de los muiscas”, arranca Mariana Chiguasuque, parte de esa comunidad de Bosa, Bogotá.

En 1999 el Cabildo muisca solicitó el reconocimiento oficial a la Oficina de Personas Jurídicas de la Alcaldía Mayor de Bogotá, la cual se remitió a la Dirección General de Asuntos Indígenas del Ministerio del Interior, según el investigador Carlos Andrés Durán.

Yoe Suárez con tejedoras muiscas de Colombia. Foto: Oscar Pérez, fotorreportero del diario El Espectador.


“Desde el 2000 hasta la actualidad, la Alcaldía Mayor ha posesionado, año tras año, al gobernador electo del Cabildo Muisca de Bosa, lo cual permite que el alcalde se reúna con este y con las autoridades tradicionales para coordinar políticas culturales factibles hacia la comunidad”, recuenta el estudioso.

Pero para que eso ocurriera, tuvo que llegar al sitio el abogado Julio Espinosa. “Conversó con varias personas, estudió los apellidos en 1998 —rememora Mariana espantando como mosca el flequillo de su frente—. Y el doctor dijo: toca ponernos a recuperar esta identidad”.

Veinte familias de origen muisca que, de puerta en puerta fue llamando el académico, se empezaron a reunir en casas de la vecindad. No lo sabían tal vez, pero eran la semilla del actual Cabildo Mayor del Pueblo Muisca, esa forma organizativa político-cultural autónoma. El primer paso para reconocerse y regresar los ojos de un pueblo centurias atrás.

“La idea era socializar esas tradiciones que las familias venían defendiendo en sus hogares para rescatar nuestra identidad”, explica Mariana.

Su abuela paterna hilaba la lana, su madre lo haría después. Ahora Mariana teje del modo que lo vio hacer, cuando era una niña curiosa a los pies de sus mayores. No fue hasta que salió de la escuela que aprendió y soldó un par de agujas de punto en las manos.

Al inicio la precaución textil era cosa de casa adentro, se producía para cubrir necesidades puntuales en el hogar, o en negocios mayores, pero donde los muiscas estaban en el medio de la cadena productiva y no eran los creadores finales.

Una bogotana, próxima de Bosa, “peluqueaba” sus ovejas, y la madre de Mariana lavaba el resultante del trasquilado, lo desenredaba pacientemente con el escarmenador, lo hilaba. Y la vecina, al final, le llevaba aquello a quienes tenían telares y hacían ruanas, cobijas.

El obispo Lucas Fernández de Piedrahita, en Compendio historial de la conquista del Nuevo Reino de Granada, describe a los muiscas hacia 1676 como virtuosos tejedores. Virtud y necesidad si se tienen en cuenta las bajas temperaturas de la sabana bogotana donde este grupo étnico señoreó un tiempo, incluso, luego del descubrimiento de América por los europeos.

El cronista español dibujó con palabras las vestiduras de los nativos: unas camisas cerradas que se alargaban hasta el tobillo, a veces con y a veces sin mangas. Sobre ella ponían mantas rojas con figuras para los jerarcas y blancas para el resto de los pobladores.

Casi 350 años después, Mariana teje y oxigena la tradición, teje y posiciona en el mercado la más genuina identidad colombiana, teje y postea en su cuenta de Facebook que la mujer que cose es una guerrera con sus manos y una artista con el corazón.

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“Cuando supimos que éramos muiscas…”, así empieza la charla con María, que lleva por segundo nombre Tránsito (sí, así), y de apellido Neuta (el cuño de la etnia en sus documentos legales). Estas cinco palabras implican que todo lo que diga después guarde el signo del asombro; asombro mío, por supuesto. ¿Cómo se presenta, ante el mundo y ante sí, alguien que no sabe de dónde proviene?

A la altura de su infancia María solo veía a los abuelos sacar de unas hojas largas y carnosas, acabadas en un duro aguijón, la fibra del fique. Acababa entretejida en unas bolsas cilíndricas, con un asa ancha. La mochila muisca fue, por décadas, partícula duradera de aquel tiempo sin memoria en la cabeza de María. Un rasguño identitario que viajaba, en silencio, colgada del hombro.

“Hay diferentes tejidos, aunque ahora la hacemos mayormente en lana —cuenta María, apenas articulando las palabras—. El fique maltrata las manos”. Las manos de María son pequeñas. Su metro y medio de altura, del pelo oscuro y fino que la corona a los pies en sandalias, está surcado por líneas de vida.

Las sobrinas de María tejen, se acercan a las mujeres mientras salen las tramas de sus manos, quieren saber cómo se hace. “Y ya tejen más lindo que uno”.

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La Casita Sagrada de los muiscas es de los centros neurálgicos en Bosa. Guarda los secretos de la medicina tradicional. Pero es un puente a dos saberes, no una frontera radical de lo prehispánico. “Hay medicina a base de meras plantas, médicos tradicionales, que son los abuelos, y médicos occidentales”, comenta María Aliria Chiguasuque, comunera que teje y danza como parte de uno de los grupos danzarios que, entre ancianos, niños y jóvenes, reviven la música andina.

El Grupo de huerta se relaciona con la medicina ancestral, y fabrica las cremas y remedios, a base de rúa, yerbabuena, manzanilla.

El yopo, ayo (coca), tijiquí y el tabaco, las cuatro plantas sagradas, son parte de la alquimia local. “Algunas hojas, bien secas y maceradas, se inhalan y curan la sinusitis”, asegura María Aliria. Con la ambira, hecha caramelo y puesta bajo la lengua, “se da palabra, se da conocimiento”. También preparan el yajé, esa ceremonia mensual, previo ayuno la noche anterior. Oigo y pienso que la mística y la ciencia son roomates en Bosa.

Entre la danza y la huerta, María Aliria tarda apenas 30 horas para hacer una mochila muisca. Siete para el asa, el resto para el resto. El cambio de fibra (de dos colores, por ejemplo) dilata la fabricación, “si fuera de un solo tono, acababa antes”. Los torteros, círculos de barro, ayudaban con el peso necesario para que la lana se carde y luego se tuerza. Caen como aquellos ancestrales, con la fuerza de los siglos.

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La comunidad muisca de Raqui sabe que nació de un proceso formativo muy particular.

“Todos somos hermanos, pero nuestra comunidad parte de una búsqueda espiritual”, comenta Isabel Vargas mientras mueve virtuosa las agujas sobre su vientre hinchado.

Sus mayores, miembros de una orden, buscaron varios caminos para encontrar lo que llamaban el Propósito Muisca. “En ese tránsito, incluso, valoraron el yoga como un modo de avanzar; hasta que, en un momento dado, uno de los ancianos propuso que miraran cuáles eran esos ancestros que portaban la sabiduría propia. Buscaron lo sagrado en nuestro territorio y hallaron piezas claves que han sido los grandes apoyos de nuestra comunidad”, puntualiza Isabel.

El anciano ascendió a la Sierra Nevada, bebió del entendimiento de nativos del Cauca, rastreó la sabiduría de comunidades amazónicas. “Y hace 30 o 25 años se levantaron las primeras casas del territorio Raqui”, cuenta la tejedora y acaricia su barriga bajo un blusón blanco con motivos indígenas.

Al inicio las levantaron con ayuda de comunidades del Amazonas, pero las dejaron sin cubierta. “Detrás de estas historias siempre hay un mito”. El mito aseguraba que alguien llegaría a poner el techo. Había que esperar.
Hacia 2011 las autoridades bogotanas decidieron restaurar la maloca del Jardín Botánico. Una maloca es, además de una casa de yaguas casi siempre circular, el sitio tradicional de encuentro y sabiduría de algunos pueblos originarios. La de la institución botánica se erigió en 1997 por uitotos, pero fue clausurada en tres ocasiones por motivos que van desde la torpeza administrativa (la convirtieron un tiempo en una especie de almacén), hasta restauraciones.

En ese empeño constructiva-espiritual participó la comunidad de Isabel. No imaginaban que uno de los ancianos de la Sierra Nevada llegados al Jardín cambiaría el destino de Raqui.

“Resulta que ese hombre tenía escrito en su linaje que los muiscas iban a renacer y que llegaríamos pidiendo consejo”, recuerda.

Cuando veía llegar a las mujeres de la comunidad se exaltaba y decía:

—¡Ah!, así vestía muisca. Ponía en la cabeza colores.

Para Isabel era muy inspirador. Sintió más aún que no esperaba tontadas, se reafirmaba su fe.

El bisabuelo del anciano había guardado canciones y proverbios muisca. Conversó con los ancianos de Raqui, y techaron las casas. El techo para los muiscas significa el pensamiento. Hace unos ocho años “se fue a descansar” Mama Aluca, el anciano que hizo el mito realidad.

Mama es el título de un mayor, y Aluca, en su idioma, habla de amanecer.

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“Esto es un recuerdo, es un recordar de generación en generación”, dice Sarita Ruiz examinando algunos motivos muiscas en las bolsas que se expondrán en la Feria Bogotá Artesanal. Ella lleva más de 10 años conociendo, acompañando, procesos del pueblo muisca. Su piel pálida lleva también el color de ese conocimiento y empatía hacia la etnia, y las tejedoras la aceptan como a una nacida en Bosa.

La estudiosa entiende que el oficio es completamente sagrado entre los muiscas. “El primer tejedor fue el creador del mundo —explica—. Con sus barbas, Quinoa, el barbudo cósmico, trenzaba el espacio y el tiempo. Y mediante ese trabajo establecía una relación con sus hijos”.

Isabel le comentaba a Sarita una teoría: como sociedad, Colombia sufre orfandad.

“Tenemos que buscar afuera una lengua, un autor que nos valide, una espiritualidad. Algo que nos diga que lo que estamos hacienda es cierto, que está bien. Cuando rescatamos lo muisca estamos diciendo que nuestra palabra tiene un arraigo centenario, que tenemos unos ejercicios espirituales propios. Para nosotros esto es lo que para un católico una camándula, lo que para un tibetano una meditación. Lo hacemos todo el tiempo porque para el mundo indígena nunca hay una ruptura con Dios. La

Madre está en el vaso, en el computador, el celular”.

El muisca, en verdad, no desapareció, el muisca se mestizó, “Y cuando llegaron las otras culturas al continente —asevera Isabel— aparentemente se durmió, pero toda semilla duerme antes de renacer”. Su padre es uno de los más de 9 millones de mestizos muiscas de acuerdo con el Ministerio de Cultura. él puede moler maíz, agregarle agua y miel hasta obtener una masa suave, hacer bolas y perforarlas con los dedos a modo de cruz, cubrir el fondo y las paredes de una olla de barro con hojas de helecho silvestre, cocinarlo por 12 horas a fuego lento, y fermentar por diez días la mazamorra resultante añadiéndole un poco de miel. Es decir: puede hacer chichi o jute y, sin que le genere un conflicto, mantiene que él no es muisca.

“¿¡Cómo, no se reconoce!?”, se enfada Isabel.

Al final dirá que en verdad no son tan huérfanos. “Nadie nos ha presentado nuestros orígenes”.

Septiembre-octubre, 2017

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