Las mujeres negras no lloran
"Han sido tiempos duros para todos y, aunque la represión no discrimina, las ayudas sí lo hacen".
“Yo soy María Matienzo y mi exilio político comenzó por Argentina”, esta podría ser la primera línea de una entrevista imaginaria, pero como ni mi cuerpo ni mis dolores son ficción, prefiero contar, en primera persona, algunas de mis vivencias como mujer negra y lesbiana.
De La Habana teníamos que salir mi novia y yo, si no, por decisión propia, nos quedaríamos juntas a enfrentarnos a lo que nos estuviera deparando nuestro destino en la isla.
Ese último año la seguridad del estado insistió en que escucháramos las rejas de la prisión a nuestras espaldas. Nos tocaban a la puerta solo para mostrarnos quiénes tenían el poder.
Con nosotras no había negociaciones. A ninguna de las dos nos propusieron filmar un video de arrepentimiento porque sabían que no aceptaríamos. Respeto a quien lo haya hecho, pero sí destaco que con nosotras utilizaron otra técnica porque sabían en qué se podría convertir esa petición. Seguimos estando seguras de que con los esbirros no se tienen secretos. Y ellos lo sabían. Ya una vez les habíamos sacado una grabación; les habíamos gritado en medio del pasillo para que nuestros vecinos los identificaran; les habíamos caído detrás para hacer una buena imagen y que sus caras quedaran en las bases de datos de otras organizaciones.
En el último minuto, casi a punto de abordar el vuelo, uno de ellos, el que se hacía llamar Raúl García, me dejó entrever que me decomisarían la laptop y la boca se me abrió sola: “Si se queda mi laptop, me quedo yo”. Creo que preferían que nos acabáramos de ir.
Los silencios
En el 2022 me quedé sin fuerzas para hacer periodismo. Nunca pensé que eso ocurriría. Me dolía sentarme frente a la laptop. Me dolían las ideas. Creo que solo lo hice para apoyar a Isis Ameneiro, la madre de la Maydeleisis Rosales, una niña desaparecida el 30 de mayo de 2021; y para otro caso de violencia de género que nunca llegó a publicarse.
La escritura tuvo que esperar incluso después de exiliada en Buenos Aires. Y periodista que no escribe, pierde su espacio en los medios y nunca los recupera aunque vuelva a escribir. Al menos así me pasó a mí. De repente, no había presupuesto para pagarme. Tampoco me llovieron las propuestas. Las que llegaron venían acompañadas con trazas de esclavitud y cuando cuestioné, se me cerraron esas puertas también.
Mi exclusión de los medios cubanos se convirtió en mi mayor terror y a la vez en una bendición. ¿Era tan mala que nadie me quería contratar o era una buena oportunidad para reinventarme?
Ese último año preferí visitar familiares de presos políticos tan pobres (y tan negros como yo) a los que debíamos visitar a cuenta y riesgo porque no tenían si quiera un teléfono con el que comunicarse.
Preferí darle de comer a mucha gente que pasaba por la casa y que estaba peor que nosotras; acompañar a otros que no sabían cómo lidiar con la violencia, que estaban apenas empezando a verle la cara al monstruo de la dictadura cubana. Nuestra casa permaneció abierta para quien lo necesitara, sin que nadie preguntara cómo estábamos, ni qué necesitábamos.
Mientras, mi novia construía la campaña #Exprésate por la libertad de expresión con un grupo de amigos que tenían las mismas ganas de ella de crear, yo solo intentaba no volverme loca con Luis Manuel en mis sueños y sus redes de apoyo cada vez más mermadas.
Argentina fue el único país que, gracias a la perseverancia de algunos amigos, se decidió a recibirnos. Lo intentamos por Holanda, Costa Rica, Estados Unidos, Alemania. Nadie nos abría las puertas. Una pareja de mujeres negras y lesbianas que vienen arrastrando una historia de represión, de enfrentamientos contra un poder de más de 60 años, lidiando con cómplices, con enemigos ocultos y llena de dolores ajenos, propios y compartidos, no son tan bienvenidas en ese mundo que se dice defensor de los derechos humanos.
Así que vimos desde nuestro balcón cómo otras mujeres blancas, heterosexuales, incluso con sus mascotas, pedían ayuda, las mismas que nosotras, y salían a recuperarse afuera.
Fueron tiempos duros para todos. La represión no discrimina, aunque las ayudas sí lo hagan.
La gente apuesta siempre en contra
Al menos para mí todo eran enfrentamientos. Y entre esas contiendas que no debí tener nunca, estaban los espacios de feminismos blancos con su sororidad (espacios que debían de haber sido mi red de apoyo), donde yo no cabía porque hablaba muy alto o muy fuerte, o porque veía en todo la marca del racismo o simplemente porque llamaba a la dictadura por su nombre. En estos espacios se insistía en poner a hierro ardiente sobre mis hombros la marca de la ignorancia, como mismo se marcaba a los esclavos en la Plaza de Cuatro Caminos, en donde posiblemente, los ancestros de estas mujeres hayan vendido a los míos.
También estaban, por supuesto, las que pensaron desde un inicio que las mujeres como yo no debían estar ocupando espacios de periodismo ni de activismo con algo de liderazgo. Me llegaron a preguntar “¿por qué tú y no yo?” a lo que yo respondía siempre con otra pregunta: “¿por qué yo no?”, pero no hubo respuestas. No había respuestas posibles que no terminaran descubriendo su naturaleza racista.
Esas mismas personas, las de las preguntas, cuando estábamos al borde de la cárcel, cuando no cesaba el acoso, ocupaban espacios desde los que nos cuestionaban cada vigilancia que sufríamos o cada denuncia de violencia que publicábamos, haciendo preguntas capciosas o eliminando nuestros nombres de informes. Silenciándonos.
Llegué a pensar que la orden que les habían dado era presionar más, presionar todo lo que pudieran, para ver si no sobrevivíamos. A lo lejos veo que nadie le da orden a esas personas. Ellas son consecuencias de sí mismas.
Ese tiempo de silencio, de recuperación, pareció de alivio para muchas que, al frente de organizaciones de artistas o de organizaciones feministas, nos ignoraron, supusieron que no nos haría falta su apoyo. Fue un tiempo en que me robaron la autoría de investigaciones, de proyectos, suponiendo que nunca más volvería a escribir porque a su parecer yo era un accidente en un contexto donde todo el mundo hace lo quiere, como por ejemplo, irrespetar el trabajo del otro.
Fue una temporada de ver a quienes no vieron partido en nuestras luchas mientras estábamos en La Habana, pero al volverse el panorama más blanco, con menos competencias, empezaron a contabilizar likes con discursos reduccionistas y también racistas. ¿No se cansan de verlo desde una perspectiva tan blanca?
Nosotras veíamos, escuchamos y sobrevivimos.
La siguiente vez que pude construir un texto coherente fue después de varias sesiones con una psiquiatra experimentada en gente quebrada. Pocos me vieron llorar. Se suponía que no debía llorar.
Argentina
Después de pasar el infierno del aeropuerto José Martí, en inmigración argentina nos dieron una bienvenida que parecía sincera. Aunque sea mentira, suelo decir que lo mejor que nos pasó en Buenos Aires nació en Bogotá y en Lima. Pero eso es exageración mía.
En Argentina conocimos a Norma Morandini. Nos la presentó Gabriel Salvia, el director de CADAL, la organización que nos acogió. Cenamos una noche, pero no supe bien quién era hasta que leí su libro De la culpa al perdón. Fue un desgarrón de sinceridad. Allí no encontraría ninguna solidaridad para las mujeres que había dejado en Cuba y con las que pretendíamos seguir luchando.
En Morandini sentí el mismo dolor, la misma desesperación de las madres cubanas que tuvieron durante meses a sus hijos e hijas desaparecidas el 11 de julio de 2021. Vi las mismas lágrimas de las que han perdido a sus hijos en circunstancias sin esclarecer y por los que las Damas de Blanco son golpeadas todos los domingos.
Las únicas diferencias que encontré entre esas madres que lloraban en el libro de Morandini y las Damas de Blanco fueron el color de la piel, el estrato social. Y claro, el empecinamiento de unas de creer que la izquierda no mata, no genera dictaduras, para de paso, y sin ningún tipo de empatía, hasta con desprecio, ayudar a criminalizar a las cubanas.
Fue el mismo racismo el que encontré en Buenos Aires. Muchos nos escucharon. No sé cuántos nos creyeron. Ni a cuántos se les olvidó todo apenas viramos la cara, pero allí descubrí el verdadero sentido de la instrumentalización de nuestros dolores. Todos sabían más que nosotras de la Cuba que nos acababa de despedir. Fuimos conejillos de Feria y preferimos no llorar, al menos en público, para no hacer más patética nuestra situación.
Pero la instrumentalización no se quedó en la ciudad norteña, y ahora en España encuentro a otras mujeres blancas que generan textos e imágenes por chatGPT sobre supuestas mujeres negras contando historias de ficción como si nuestras vidas fueran un fotograma de Yo, Robot; Ex Machina; Her; Blade Runner o Alien, el Octavo pasajero.
Mi mundo no es blanco y negro, pero mal contar nuestras historias no es solidaridad como tampoco lo es ficcionar nuestras vidas como pretextos para contar historias tergiversadas; hablar por nosotras; o dictarnos normas, fórmulas de vida como si fuéramos homogéneas, como si necesitáramos una salvación que no pedimos.
Entonces, me gustaría terminar esta entrevista imaginaria con un proverbio yoruba: “quien tiene boca, no manda a soplar”.
María Matienzo
La Habana (1979). Escritora. Realiza la columna de opinión «Mujeres de Alas», en la Revista Alas Tensas. Ha colaborado como periodista en medios y revistas como Cubaliteraria, Havana Times, Diario de Cuba, El Tiempo en Colombia, Hypermedia Magazine, Programa Cuba y Connectas. Sus reportajes han sido publicados en una compilación de ediciones Samarcanda, España, bajo el título Apocalipsis La Habana (americans are coming). En el 2020 publicó la novela Elizabeth aún juega a las muñecas (Editorial Hurón Azul) y el libro Orquesta Hermanos Castro: la escuelita, sobre la historia musical olvidada (Unos & Otros Ediciones ). Fue reconocida por la Fundación Internacional para las Mujeres en los Medios (IWMF) como Women Journo Heroes. Sus reportes sobre la vida cotidiana de las cubanas y los cubanos se pueden encontrar en el diario CubanetNews.
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