Pedazos de historia: el coraje de nombrarse

“La disidencia puede ser colectiva. No hace falta tomar las armas para desafiar un régimen, basta con decir no al unísono. Basta con hablar.”

Jóvenes alemanes del este y el oeste sostienen un cartel de Solidarność sobre el Muro de Berlín. Foto: Lothar M. Peter
Jóvenes alemanes del este y el oeste sostienen un cartel de Solidarność sobre el Muro de Berlín. Foto: Lothar M. Peter

Al recorrer los pasillos del Museo Europeo de Solidarność en Gdansk, Polonia, entendí que hay momentos en la vida en los que uno no solo observa la historia: la atraviesa. Entré buscando información y salí con preguntas más profundas, atravesada por nombres, símbolos, voces rotas y otras que nunca llegaron a escribirse. Disidencia no es una palabra ligera. En muchas lenguas significa simplemente “diferir”, pero en contextos autoritarios, ser disidente es un acto que puede costar la vida. No siempre lleva pancartas ni gritos, a veces basta una mirada crítica, un silencio incómodo, una risa que no encaja con la norma. En los años que marcó el comunismo en Europa del Este y también en mi propia tierra cubana, disentir era un peligro. Pero también era una forma de mantener viva la dignidad.

Los años de plomo ideológico no solo perseguían cuerpos: deformaban palabras, amputaban sentidos. Se imponían verdades únicas, narraciones oficiales que borraban lo que no encajaba. La censura no consistía solo en tachar o prohibir, sino en construir realidades paralelas. El fanatismo ideológico era un espejo deformante donde lo absurdo se vestía de heroicidad, y lo verdadero, de traición. En Cuba crecí entre esas narraciones. Aprendí a desconfiar de los discursos monocromos y las fechas glorificadas. En la escuela repetíamos consignas, pero no sabíamos los nombres de los que desaparecieron por pensar distinto. Nunca se nos enseñó que se puede amar un país y, al mismo tiempo, disentir con su sistema.

El significado de los símbolos

Lech Walesa ante los huelguistas en el Astillero Lenin de Gdansk, agosto de 1980. Foto: AP
Lech Walesa ante los huelguistas en el Astillero Lenin de Gdansk, agosto de 1980. Foto: AP

En Gdansk, frente a las vitrinas del museo, sentí que muchas piezas faltantes de mi propio mapa interior empezaban a encajar. Leí las 21 demandas de los obreros polacos, escritas con letra clara y punzante. No eran gestos radicales, eran pedidos humanos: salarios justos, sindicatos libres, respeto. Pedían poder nombrar la realidad tal como era, no como se les decía que era. Y eso, dar nombre a lo que se vive, es uno de los primeros actos de libertad. La lucha de Solidarność no fue solo sindical: fue simbólica. El nombre mismo: “solidaridad”, fue un estandarte que rompió fronteras. No apelaba solo al obrero o al intelectual: llamaba a todos. Ese nombre condensó una utopía que no era abstracta, sino concreta, cotidiana: construir una sociedad donde se pudiera hablar sin miedo.

El museo está lleno de símbolos: cascos, pancartas, un viejo camión antidisturbios, el despacho donde Lech Wałęsa escribió discursos entre cables y teléfonos pinchados. Pero lo que más me golpeó fue la ausencia. Los vacíos. Los rostros sin nombre en las fotos, los documentos sin firma, los libros escondidos, los ecos de voces que el régimen intentó callar. Porque ahí está el verdadero significado de los símbolos: en lo que evocan, en lo que resisten, en lo que aún quieren decir aunque ya no haya quien los pronuncie.

Identidad no es una herencia, es una conquista. Y conquistarla implica renunciar a la comodidad de lo impuesto. Requiere mirar de frente las sombras de nuestra historia, incluso cuando son nuestras. La utopía no está en un futuro idealizado: habita en los gestos del presente que desafían lo inamovible. En la carta escondida, en la huelga silenciosa, en el grafiti anónimo, en el acto de recordar cuando todo invita a olvidar.

Mi visita al museo no fue un acto turístico. Fue un reencuentro con pedazos de historia que también me pertenecen, aunque ocurrieran lejos. Porque la disidencia, la esperanza, la censura, la utopía... no tienen pasaporte. Son heridas y cicatrices que compartimos, a veces sin saberlo. Lo que pasó en Gdansk me ayudó a entender lo que pasó, y aún pasa, en La Habana, en Varsovia, en Caracas, en Santiago, en cualquier lugar donde la verdad esté bajo sospecha.

Rendijas

21 de agosto de 1968, invasión de las tropas del Pacto de Varsovia a Checoslovaquia y fin de la Primavera de Praga.
21 de agosto de 1968, invasión de las tropas del Pacto de Varsovia a Checoslovaquia y fin de la Primavera de Praga.

Hoy, al escribir estas líneas, intento dar nombre a esa sensación que me acompañó a la salida del museo. Tal vez era eso: la conciencia de que para cambiar la historia, primero hay que atreverse a contarla. Hay museos que se recorren con los ojos. Otros, como el de Solidarność en Gdansk, se atraviesan con la piel, con la memoria y con la herida. Allí, mientras observaba los objetos cotidianos convertidos en reliquias, una máquina de escribir oxidada, un carnet sindical arrugado, una bandera cosida a mano, entendí que toda lucha por la dignidad comienza por salvar las palabras del olvido.

En mi país de origen, Cuba, hubo un tiempo en que “decir” era más peligroso que hacer. Aprendí muy pronto a leer entre líneas, a desconfiar del lenguaje uniforme. Recuerdo los silencios alrededor de la mesa cuando alguien hacía una pregunta incómoda. Recuerdo el miedo, disfrazado de disciplina. La historia oficial era una autopista sin desvíos, y quienes intentaban tomar otra ruta eran simplemente borrados del mapa. Y sin embargo, incluso en las dictaduras más sólidas, hay rendijas. La disidencia se filtra por los intersticios: en un chiste, en una canción censurada, en la radio escuchada a escondidas, en la carta sin destinatario. La utopía no desaparece: se transforma. A veces, en nostalgia. Otras, en rabia. A veces, en fe.

Cuando caminé por la reconstrucción del Muro de los 21 puntos en el museo, pensé en cuántos muros invisibles aún existen. En cuántas constituciones prometen libertad de expresión mientras persiguen a quien la ejerce. Pensé también en lo fácil que es, desde la distancia, convertir a los movimientos sociales en estatuas de mármol, en mitos sin contradicciones. Pero la historia, la verdadera, está hecha de matices. Solidarność fue una chispa en medio de la oscuridad, pero también un campo de tensiones. Lo supe después, leyendo con más atención: la iglesia, los partidos, los oportunismos. El movimiento que nació de los trabajadores terminó sirviendo intereses políticos que no siempre los representaban. A veces, los símbolos se vuelven tan poderosos que acaban devorando a quienes los crearon.

¿Dónde empieza la traición a una causa? ¿En el momento en que se gana, o en el instante en que se institucionaliza? Me pregunto si Lech Wałęsa, el electricista convertido en presidente, se sentía más libre en los astilleros o en los despachos de gobierno. Me pregunto qué sintió al saber que su nombre era una esperanza para millones, y a la vez, un blanco de sospechas. Tal vez, como todos los hombres que se convierten en símbolo, supo que no volvería a pertenecerse del todo.

Y sin embargo, pese a todas sus contradicciones, Solidarność dejó una huella que el poder no pudo borrar. Porque su victoria no fue solo política: fue poética. Le devolvió a los polacos y al mundo la idea de que la disidencia puede ser colectiva, que no hace falta tomar las armas para desafiar un régimen, que basta con decir no al unísono. Que basta con hablar.

En Gdansk no solo vi documentos: vi gestos. Vi la letra de una mujer obrera que corregía los puntos de un manifiesto. Vi los dibujos de niños que acompañaban a sus padres a las huelgas. Vi el pañuelo manchado de sangre de un joven asesinado durante una manifestación. Vi el alma de un pueblo escrito en retazos. Volví a pensar en la importancia de los nombres. En cómo se nos arrebata la identidad cuando se nos prohíbe nombrar nuestra experiencia. “Disidente” fue, durante años, un insulto en muchos países, incluido el mío. Hoy lo reivindico como un título de dignidad. El que disiente no destruye: interpela. No odia: propone y, sobre todo, no olvida.

Yo no viví los días del Gdansk de 1980. Pero al caminar por ese museo, entendí que la historia no solo nos cuenta: también nos convoca. A buscar, a cuestionar, a conectar los pedazos que nos faltan. A no conformarnos con una sola versión. A abrir los ojos cuando todos prefieren cerrarlos. Quizá por eso viajo. Porque hay verdades que no se encuentran en los libros. Están en los objetos pequeños, en las historias mínimas, en las voces que no llegaron a convertirse en discurso. En el aliento de quien resistió no para ser héroe, sino para seguir siendo humano. Y porque cada visita es también una reconstrucción de lo propio, mientras camino de regreso al presente, sé que no vuelvo igual.

Me llevo conmigo otra mirada, otra historia, otro nombre que sumar a la lista de quienes, con su voz, su silencio o su muerte, nos enseñaron que aún en la oscuridad, la utopía es posible.

Solidaridad en la Alemania dividida

La noche del 9 de noviembre de 1989, el pueblo alemán derribó el Muro de Berlín.
La noche del 9 de noviembre de 1989, el pueblo alemán derribó el Muro de Berlín.

Mi visita al Museo Europeo de Solidarność en Gdańsk no fue solo una mirada al alma de Polonia, sino también una ventana hacia el papel que jugó Alemania, en sus múltiples formas, en esa historia compleja, cruzada de resistencias, censuras y redefiniciones de identidades. Allí, entre vitrinas de documentos clandestinos, cascos obreros y fotografías en blanco y negro de huelgas masivas, descubrí una dimensión que en Italia o en Cuba rara vez se menciona: cómo el destino de Europa del Este, y de Polonia en particular, estuvo también profundamente ligado a los vaivenes de la historia alemana.

En el relato polaco del siglo XX, Alemania aparece con una doble cara: la del opresor brutal bajo el régimen nazi, y la del vecino occidental dividido y finalmente reunificado, que más adelante jugaría un papel clave en la reintegración de Europa. En el museo, los ecos de la ocupación nazi aún se sienten pesados, dolorosos: los campos de concentración, la destrucción de Varsovia, el exterminio de la intelectualidad y la represión sistemática. Es imposible entender el impulso de la disidencia polaca sin comprender ese trauma colectivo.

Pero en los años de Solidarność, era otra Alemania, la dividida por el Muro de Berlín, la que comenzaba a adquirir un nuevo significado. La República Democrática Alemana (RDA), aliada del régimen comunista polaco, miraba con inquietud el ascenso de los movimientos sociales en Polonia. La represión era la respuesta compartida. Sin embargo, del otro lado del muro, en la República Federal Alemana (RFA), la oposición democrática encontraba eco y apoyo.

Durante mi recorrido, me detuve frente a un panel donde se mostraban las conexiones internacionales de Solidarność. Allí estaba Alemania Occidental como una figura ambigua: por un lado, una potencia capitalista que muchos en Polonia aún recelaban por las heridas del pasado; por otro, un faro de libertades políticas, sindicales y económicas que el movimiento polaco anhelaba. Fue un recordatorio de cómo las utopías necesitan anclajes simbólicos: para los trabajadores polacos, Alemania representaba tanto el pasado temido como el futuro posible. Las relaciones entre los pueblos, sin embargo, no son lineales. Un documental que se proyectaba en una sala lateral mostraba a trabajadores alemanes de Bremen y Hamburgo organizando colectas para apoyar a los huelguistas polacos. Aquel gesto de solidaridad desde el corazón de una sociedad capitalista alemana rompía el molde de la narrativa oficial comunista, que retrataba a Occidente como un enemigo sin alma.

Alemania, al igual que Polonia, vivió su propia catarsis en 1989. La caída del Muro de Berlín fue una respuesta simbólica, y real, al eco de Gdańsk. Lo comprendí con claridad frente a una instalación visual en el museo: dos pantallas enfrentadas, una mostrando la huelga de los astilleros en 1980, la otra, la noche en que los berlineses derribaron el muro. El espacio entre ambas pantallas era intencional, como si el espectador, al situarse allí, pudiera sentir que entre ambas historias, la polaca y la alemana, hay una continuidad, un hilo invisible de disidencia, utopía y esperanza.

Alemania, que pasó de ser el epicentro del horror nazi a convertirse en una potencia democrática y europea, ofrece una lección sobre el peso del símbolo, del nombre, de la capacidad de reinventarse. Hoy, su rol en la Unión Europea está marcado por una responsabilidad histórica que sigue siendo discutida, pero también por una apuesta clara por la memoria como herramienta de construcción democrática. En contraste, muchas de las naciones que emergieron del Bloque del Este luchan por mantener un relato común, una identidad cohesionada, un horizonte compartido. Polonia, con sus cicatrices de ocupación alemana, su sometimiento soviético, y su victoria democrática parcial, aún debate su lugar en esa Europa.

La historia no es un relato cerrado

Salí del museo con una sensación agridulce. Había aprendido mucho, y al mismo tiempo, comprendía lo mucho que todavía no se dice o no se sabe. En Cuba, donde viví mi juventud, la historia de Solidarność fue censurada, filtrada, demonizada. En Italia, la memoria de esa Europa del Este es borrosa, a veces simplificada. Pero en Gdańsk, frente a las cicatrices vivas de su pasado, entendí que la historia no es un relato cerrado: es un mosaico abierto, y nosotros, los que caminamos entre los fragmentos, tenemos la responsabilidad de unir sus piezas con verdad, justicia y, sobre todo, con conciencia crítica.

11 de julio de 2021 en La Habana.
11 de julio de 2021 en La Habana.

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