Berta Martínez, memorias de un alumno
En el 2011 yo tenía apenas 17 años. Mi vida se estaba volcando a una insaciable búsqueda de aprendizaje en el teatro. Así llegué a la compañía Hubert de Blanck, donde interpreté pequeños personajes en obras nada trascendentales. Pero aquel lugar traía consigo la historia y la gloria del teatro cubano, aunque ya solo eran rumores de pasillo sobre tiempos antiguos.
Lo que más me marcó en mi paso por la compañía fue conocer a Berta Martínez, casi fundadora del legendario Teatro Estudio (1958), considerada una de las actrices y directoras más prolíferas que ha tenido la escena cubana.
Las puestas en escena más destacadas en las que trabajó como actriz se remontan a Santa Juana de América (1956), El perro del hortelano (1964), La Ronda (1967), Galileo Galilei (1975), entre otras. Pero, según el público que asistió, su personaje de Lala Fundora en el estreno mundial de Contigo pan y cebolla (1964), de Héctor Quintero, fue un trabajo excepcional. Todavía hoy se cuenta cómo su personaje organizaba la mesa de una manera diferente en cada uno de los tres actos de la obra; y cómo las pequeñas acciones construían una interpretación virtuosa.
En el tiempo en que la conocí, impartía una especie de charlas con todos los actores, un supuesto trabajo de mesa para Madre Coraje (1962), de Bertolt Brecht. Se decía que llevaba años dando esos talleres y que nunca comenzaba a montar la obra; sin embargo, aunque esto era cierto, escucharla hablar sobre teatro fue una experiencia que definió mi vida.
La primera vez que la vi recuerdo que la esperaba ansioso, pues todos me habían hablado de ella como una leyenda viviente. Al llegar descubrí a una mujer mayor, de más de ochenta años, canosa, delgada, con la columna torcida por la edad, vestida con colores muy sobrios, que sostenía un portafolio lleno de papeles. Su aspecto frágil se desmoronaba cuando se paraba frente a todos y comenzaba hablar, era una de esas personas que ensanchan el espacio con su energía y pasión.
Berta hablaba de la filosofía del teatro, de todo lo que hizo junto a Raquel y Vicente Revuelta. Ella había interpretado a la muda Catalina en Madre Coraje… dirigida por Vicente y sus charlas giraban en torno a su experiencia en esa obra. Narraba cómo Teatro Estudio nació de un esfuerzo colectivo, donde no tenían lugar para ensayar y transportaban la escenografía en una carreta por toda La Habana, y cómo esa misma compañía murió por las discrepancias creativas de sus integrantes.
Aunque no lo decía claramente, tiempo después me di cuenta de que los teatristas cubanos de esa generación fueron despedazados por los procesos políticos que vivía el país. Muchos de los integrantes de Teatro Estudio fueron víctimas de la parametración en los setenta. La misma Berta iba ser condenada por la rueda macabra que aplastaba a todos los artistas que no cumplían con los parámetros de un “revolucionario”.
Cuentan que en esos momentos la mismísima Raquel Revuelta pidió un despacho con Raúl Castro y le dijo: “Tengo un problema, tengo un hermano [Vicente Revuelta] artista y maricón”. Pero estos no son más que cotilleos de teatreros, lo que sí fue verdad es que de alguna manera Raquel logró salvar a Vicente, a Berta y algunos otros.
Todavía conservo las anotaciones de sus clases donde usaba términos propios para señalar el trabajo de los actores, uno que aún utilizo con frecuencia es “réplica y contrarréplica”. Se trataba de mantener la balanza de comunicación entre un actor y otro, porque siempre tienes que estar alerta en el escenario.
Una de las notas decía así: “El movimiento es una unidad inseparable. Los cambios de posturas tienen que estar intencionados. Hay que tener, en función de la escena, todo el cuerpo, tanto interno como externo”.
Teníamos siempre unos minutos de descanso. Mientras todos salían, yo me quedaba atiborrándola de preguntas. A todo mi largo cuestionario ella respondía con gusto, casi agradecía no parar de hablar.
Una vez nos mostró cómo con los potes de yogur cortados hacía botones forrados de tela para sus personajes. Algo tan simple como un botón en el vestuario tiene un propósito escénico, eso lo aprendí con ella.
Sus charlas eran un viaje a la esencia de la escena, que pasaba por lo artesanal y terminaba en el propósito puro de la creación de una verdad absoluta.
“Berta Coraje”, como la llamaban algunos actores viejos de la compañía, era una profetisa del teatro, una mujer que había vivido sólo para “hacer” y “ser” escena. Sacaba los papeles de su maleta, anotaciones, dibujos y largos estudios sobre la obra. Nos enseñaba los planos del movimiento de la carreta de Madre Coraje, estudiaba cuidadosamente cada detalle.
Recuerdo que un día hizo una interesantísima analogía entre la travesía de Brecht por Europa huyendo de los nazis, y el recorrido de Madre Coraje. Era una directora que buscaba e investigaba cada punto, desentrañaba cada momento y dotaba el discurso escénico de una compresión erudita.
Tuve la gran suerte de trabajar como actor en un homenaje que se le hizo, donde se mostraban retazos de algunas de sus puestas en escena. Don Gil de las calzas verdes (1969), Bodas de sangre (1979), La casa de Bernarda Alba (1981), La verbena de la paloma (1989), y Las Leandras (1990), son algunas de las puestas que se recordaron ese día.
Después cayó enferma y ya no podía dar los talleres, yo me fui de la compañía y seguí mi propio camino en el teatro.
Varios años más tarde iba en un taxi y la vi justo frente a su casa por la calle 23 en el Vedado. Le grité: “¡Maestra!” Ella se volteó. Yo me bajé corriendo del auto y la abracé. Ella estaba feliz. Ya estaba enferma, desvariaba por momentos. Pero seguía diciendo que iba a montar Madre Coraje. Nuestra conversación fue extensa como todas las conversaciones con Berta. Le conté que había fundado mi propio grupo y de cómo sus clases fueron decisivas en mi visión del teatro. En lo adelante, cada vez que pasaba por ahí siempre estaba atento a si la volvía a ver, pero esa fue la última vez que vi a mi Maestra.
Tiempo después supe que fue ingresada en un hospital psiquiátrico por su conducta agresiva. Tristemente le pasó como a muchas leyendas del mundo del teatro, perdieron la noción de la realidad cuando la vida dejaba de tener valor.
A finales del 2018, Berta Martínez muere y deja consigo una huella perenne en la escena contemporánea.
Su muerte significó el fin de la era dorada de la escena cubana. El teatro estaba de luto, junto a todos los que pudimos recibir sus clases. Existía una razón para llorar: el mundo había perdido a alguien que iluminaba la vida de muchos mediante la magia que impregnaba a las tablas.
Si me preguntaran “¿quién fue Berta Martínez?”, respondería que fue el teatro hecho cuerpo de mujer, la pasión convertida en convicción, la rigurosidad y la constancia entregada a la fe del arte. La maestra, la directora y la actriz fueron las tres partes de su alma, nunca conoció la banalidad, su esencia buscaba la sabiduría que otorga a su tiempo un espíritu creativo.
Berta no ha muerto. Su alma vive en la memoria del público que la vio actuar, en los actores que tuvieron la dicha de ser dirigidos por ella, en sus alumnos, a los que ayudó a clarificar sus mentes con sus ideas sobre el arte y la propia vida. Berta seguirá viva mientras exista el TEATRO... Aplausos pido para quien nunca mereció el silencio.
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Excelsas palabras para tan erudita personalidad teatral , de la cual , tan emotivamente hablas ,,,
Gracias a artístas como tú , y a los amantes del teatro que eternizan aún más , la inmortalidad de su legado artístico ,,,
Saludos ...