Arte │ Emily Carr: paisaje y cultura
Durante décadas Emily Carr fue incomprendida. Hoy se la reconoce como un símbolo de perseverancia y una voz fundamental del arte canadiense.
Emily Carr (1871-1945) es considerada hoy un icono del arte canadiense. Fue de los primeros artistas en fusionar las técnicas del modernismo europeo con los temas propios de su país. Su obra fue un testimonio visual único de los pueblos nativos del noroeste americano y de la naturaleza virgen de su región. Su singular mirada a aquellos aspectos de la realidad, que otros artistas hasta entonces ignoraron, su estilo posimpresionista y su personal uso del color definieron la identidad canadiense e impulsaron el arte por nuevos rumbos.
Desafío al paisajismo tradicional
Cuando Emily Carr empezó a pintar, el arte canadiense era predominantemente realista. Pero en sus primeros viajes a Europa, Carr había absorbido la audacia de genios como Van Gogh y Matisse, y a su regreso se había dado a sí misma la tarea de plasmar el espíritu de su tierra en un estilo más a tono con las corrientes modernas.
Un punto de inflexión en su trayectoria fue su contacto con las culturas de las Primeras Naciones. Documentó las aldeas, los utensilios cotidianos y el arte ritual, especialmente los tótems, que, contra los prejuicios dominantes, apreció como una herencia cultural de gran valor y en riesgo de desaparecer. Obras como Canoas de guerra en Alert Bay (1908), Tótems y árboles (1912-1913) y la emblemática El gran cuervo (1931), son resultado de su esfuerzo por preservar en el lienzo la riqueza espiritual de esos pueblos.
La naturaleza como expresión mística
En su etapa de madurez, el enfoque temático de Carr evolucionó poco a poco hacia la inmersión en el paisaje y su sentido espiritual. Los bosques y los cielos de la Columbia Británica, la majestuosidad de las montañas y el mar, la serenidad, la apoteosis de la luz se volvieron el centro de su pintura. Y sus paisajes adquirieron una intensidad casi mística que se hizo cada vez más sintética, más distante de los referentes reales para captar no solo lo visible, sino también y sobre todo el estado anímico que el entorno natural le provocaba.
Así sus lienzos tardíos se caracterizan por líneas curvas, colores profundos y una textura densa que expresaba la fuerza vital del crecimiento y la descomposición como fuerzas elementales de la vida. En esta etapa, al tiempo que celebraba la belleza natural, expresó también su inquietud ante el impacto de la industrialización y la tala indiscriminada del bosque, que para ella era sagrado.
Durante décadas su obra fue incomprendida. Tuvo que lidiar con problemas económicos y apenas contaba con tiempo y recursos para pintar. Solo a los 57 años, tras su contacto con Lawren Harris y el influyente Grupo de los Siete, comenzó a ser tomada en serio. Hoy se la reconoce como una voz fundamental del arte canadiense, símbolo de perseverancia y compromiso inquebrantable con la creación.
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