Sophie Blanchard: la primera aeronauta profesional

La extraordinaria vida y el ejemplo de Sophie Blanchard han inspirado a muchas otras mujeres en el sueño de emprender el vuelo.

| Vidas | 05/12/2025
Sophie Blanchard (1778-1819), primera aeronauta profesional. Grabado de Luigi Rados (1811), detalle.
Sophie Blanchard (1778-1819), primera aeronauta profesional. Grabado de Luigi Rados (1811), detalle.

En la noche del 6 de julio de 1819, miles de personas se congregaron en los Jardines de Tívoli, en París, para ver uno de los espectáculos que más fascinaban a los europeos de inicios del siglo XIX: el ascenso de un globo aerostático. Sophie Blanchard, la aeronauta, era célebre por muchas razones, no sólo por los fuegos artificiales que lanzaba desde las alturas ni por los adornos de su globo, sino también porque era una de las pocas mujeres que se habían lanzado a la peligrosa aventura de volar. Otras mujeres antes lo hicieron, pero ella fue la primera en pilotear su propio globo y la primera que lo hizo de manera profesional.

Aquella noche, sin embargo, el espectáculo terminó en tragedia. Su globo de hidrógeno se incendió y se estrelló contra el tejado de una casa. Sophie, atrapada entre las redes, no pudo escapar y murió en el accidente. Durante más de una década, primero con su esposo y luego sola, había hipnotizado al público con sus vuelos y su pirotecnia, desafiado las convenciones de su época y ganándose la admiración de todos, incluido Napoleón, que la nombró “Ministra del Aire”. Al morir se convirtió también en la primera mujer que fallecía en un accidente aeronáutico. Pero su muerte no oscureció los logros de su extraordinaria vida y su ejemplo ha inspirado a muchas otras mujeres en el sueño de emprender el vuelo.

El despertar de una pasión

Sophie nació en 1778, en Trois-Canons, un pueblo del suroeste francés, y su juventud transcurrió como la de una persona común hasta que, a fines del siglo, se casó con Jean-Pierre Blanchard, un inventor y aeronauta de fama internacional.

Jean-Pierre realizaba exhibiciones por toda Europa y en 1785 fue el primer aeronauta en cruzar el Canal de la Mancha. En Estados Unidos, en 1793, también había sido el primero en volar sobre territorio americano, un evento histórico al que acudió el presidente George Washington.

Pero detrás de esas hazañas se escondía una realidad más dura: su gira por Estados Unidos resultó ser un desastre financiero. Aunque miles de personas acudieron a ver su vuelo en Filadelfia, los ingresos por la venta de entradas apenas cubrieron una fracción de los gastos. En Boston, su antiguo colaborador John Jeffries lo demandó por 370 dólares, una fortuna en aquel tiempo; y en Nueva York, una tormenta destruyó su taller y mató a su hijo de dieciséis años. En 1785, tras su regreso a Francia, intentó fundar una “Academia Aerostática de Globos y Paracaídas”, pero el proyecto fracasó estrepitosamente. Jean-Pierre estaba endeudado, el costo de construir y operar globos aerostáticos era muy alto y los ingresos rara vez alcanzaban a cubrir los gastos.

Durante años la pareja afrontó como pudo las dificultades económicas hasta que el 27 de diciembre de 1804, en Marsella, algo cambió su suerte: Jean-Pierre invitó a Sophie a volar con él. Fue una experiencia transformadora. Ella, habitualmente tensa y ansiosa, encontró en el aire la paz que le faltaba. Tras un segundo vuelo juntos, Sophie se atrevió a volar sola el 18 de agosto de 1805, en Toulouse, convirtiéndose en la primera mujer en pilotar su propio globo y en la primera en adoptar la aeronáutica como profesión.

Volar cambió para siempre la vida de Sophie. En tierra todo la asustaba: los ruidos, las calles, la gente, los viajes en carruaje... pero al ascender sobre el mundo se sentía libre, y lejos de los problemas que crispaban sus nervios encontraba el valor que a ras del suelo le faltaba.

La recién descubierta vocación de Sophie les ofreció a ambos una posibilidad de salir de la pobreza, pues una mujer aeronauta era una novedad que podía atraer mucho más público. Jean-Pierre la alentó a desarrollar sus habilidades y Sophie fue un éxito instantáneo. Sus actuaciones convocaban multitudes dondequiera que la pareja se presentaba.

Pero la tragedia se cernía sobre ellos. El 20 de febrero de 1808, durante una exhibición en La Haya, Jean-Pierre sufrió un ataque cardíaco mientras volaba con Sophie. Cayó más de cincuenta pies y quedó paralítico. Un año después, el 7 de marzo de 1809, murió. A los 31 años, viuda y casi sin dinero, en una época en que opciones laborales de una mujer eran en extremo limitadas, Sophie no se rindió. Aquella mujer menuda y asustadiza tomó una decisión radical: seguiría volando sola.

El éxito y la satisfacción personal que había hallado en sus primeros vuelos la animaban, pero no todo era aceptación. La presencia de mujeres en la aeronáutica provocaba reacciones contrarias. Por un lado, eran celebradas como curiosidades y atracciones; por otro, tropezaban con el escepticismo y la condescendencia de quienes pensaban que una dama no debía dedicarse a actividades tan peligrosas y poco convencionales. Esta ambigüedad marcó toda su carrera y las de otras pioneras que la siguieron.

Los años de gloria

Vuelo de Sophie Blanchard por la entrada del rey Luis XVIII en París.
Vuelo de Sophie Blanchard por la entrada del rey Luis XVIII en París.

Sophie Blanchard se especializó en vuelos nocturnos y desarrolló un estilo que la haría famosa en toda Europa. Optó por los globos de hidrógeno en lugar de los de aire caliente, una decisión que le evitaba tener que mantener un fuego encendido. El hidrógeno, aunque costoso, permitía vuelos largos y le ahorraba el lastre de cargar combustible. Además, al ser una mujer pequeña y delgada, podía también hacer sus globos más pequeños y reducir la cantidad de gas necesario para inflarlos. Para ganar ligereza, diseñó una góndola casi del tamaño de una silla, lo que contrastaba con las pesadas canastas de mimbre que usaban otros aeronautas.

Esta economía de recursos fue imprescindible para alguien que intentaba ganarse la vida como aeronauta, pero no era suficiente. Tuvo que pulir su imagen pública. Buscó trajes llamativos para hacerse visibles desde la distancia y pintó de plata su góndola para que brillara bajo la luz, convirtiéndola en un espectáculo tanto de día como de noche. Pero su sello distintivo fue la pirotecnia: lanzaba fuegos artificiales desde su globo y dejaba caer cestas de bengalas en pequeños paracaídas.

Sus espectáculos eran épicos y peligrosos. Con frecuencia pasaba toda la noche en el aire y en más de una ocasión perdió el conocimiento debido a las bajas temperaturas y la falta de oxígeno en las capas altas de la atmósfera. En algunos vuelos llegó a ascender hasta los 3600 metros. Durante un viaje a Italia la temperatura era tan baja que se le formaron carámbanos en las manos y el rostro. En otra ocasión, su globo cayó en un pantano y estuvo a punto de ahogarse. Pero nada de eso la detuvo.

La favorita de emperadores y reyes

Su talento y su audacia despertaron la admiración de Napoleón Bonaparte, que en 1804 la nombró “Ministra del Aire” y “Aeronauta de los Festivales Oficiales”, sustituyendo a André Jacques Garnerin. Como aeronauta oficial, Sophie fue responsable de organizar exhibiciones en grandes acontecimientos. Cuando Napoleón se casó con María Luisa de Austria, ella sobrevoló el Campo de Marte; con el nacimiento del primer hijo de la pareja imperial, lanzó desde el aire folletos anunciando el acontecimiento; y el día del bautizo del heredero, disparó fuegos artificiales desde su globo.

En 1814 tras la caída de Napoleón, Sophie demostró su capacidad de adaptación política. El 4 de mayo de 1814, cuando Luis XVIII entró en París, Sophie ascendió en globo desde el Pont Neuf y el nuevo rey, cautivado por su destreza, la nombró “Aeronauta Oficial de la Restauración”. Para entonces Sophie era conocida en toda Europa, había cruzado los Alpes y recorrido Italia. Su fama era tal que escritores como Julio Verne y Fiódor Dostoievski mencionarían en sus obras su trágico final, inmortalizándola en la literatura.

El vuelo final

Ilustración del fatal accidente de Sophie Blanchard, publicada en el libro "Les aérostats" (1887), de Louis Figuier.
Ilustración del fatal accidente de Sophie Blanchard, publicada en el libro "Les aérostats" (1887), de Louis Figuier.

A pesar de su experiencia, o quizás precisamente por ella, Sophie sabía los riesgos que implicaba cada vuelo. Sus espectáculos pirotécnicos, aunque impresionantes, acercaban al hidrógeno altamente inflamable las chispas de los fuegos artificiales y esto era una invitación al desastre. Consciente del peligro a que se exponía, había planeado que su espectáculo nocturno del 6 de julio de 1819 fuese su última actuación pirotécnica. Quizás por eso cargó más cohetes de lo habitual aquella vez.

Alrededor de las diez y media de la noche, Sophie Blanchard ascendió en su globo ante una multitud expectante. Al poco tiempo de comenzar a lanzar los fuegos artificiales, el hidrógeno se incendió. El globo perdió rápidamente altitud mientras se consumía entre las llamas y se deslizó sobre los tejados de la Rue de Provence hasta impactar contra el techo de una casa. Sophie, atrapada en la red del globo, rodó por un costado del tejado y cayó a la calle. Fue una escena aterradora y cuando la multitud llegó hasta ella, ya había muerto.

Su deceso provocó consternación en todo el mundo. Los propietarios de los Jardines de Tívoli anunciaron que donarían los ingresos de las entradas de aquella noche para ayudar a los hijos de Sophie. Recaudaron 2400 francos, pero al descubrir que ella no tenía descendencia, usaron el dinero para construir un monumento en su memoria: una réplica de su globo en llamas que todavía puede verse en el cementerio de Père-Lachaise, en París, donde está enterrada. En su lápida se lee: “Víctima de su arte y de su intrepidez”.

El ejemplo de Sophie Blanchard

La vida de Sophie Blanchard fue breve: apenas 41 años. Pero su impacto fue duradero. En una época en que las mujeres tenían escasas oportunidades profesionales, se abrió camino y alcanzó el reconocimiento no sólo de las más altas esferas del poder, sino de todo el pueblo. Su éxito demostró que las mujeres podían desafiar los estereotipos de género y triunfar en ámbitos técnicos y peligrosos donde hasta entonces los hombres reinaban sin competencia.

Por eso, se convirtió en una fuente de inspiración para las generaciones posteriores. Después de ella, otras mujeres aeronautas como Jeanne Labrosse y Élisa Garnerin continuaron volando durante el siglo XIX. Luego, con la llegada de los aviones a principios del siglo XX, nuevas pioneras siguieron sus pasos: la francesa Raymonde de Laroche, primera mujer en obtener una licencia de piloto en 1910, y la legendaria Amelia Earhart, son herederas y continuadoras de su ejemplo.

Pero Sophie fue la primera en hacer de los cielos su profesión. Su vida ilustra la tensión entre el progreso tecnológico y el riesgo humano: los globos aerostáticos representaban la promesa de la conquista del aire, pero cobraban un alto precio. Muchos de los primeros aeronautas, incluido el propio Jean-Pierre, murieron en accidentes. Sophie sabía que cada vuelo podía ser el último, pero su pasión era más fuerte que su miedo. Hoy, a más de doscientos años de su muerte, sigue siendo un símbolo de coraje y determinación.

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