“Un verano en Tenerife”: los géneros trasvasados

Francisco Bonnin Guerin: "Casas en el camino" (sin fecha).
Francisco Bonnin Guerin: "Casas en el camino" (sin fecha).

Un verano en Tenerife (1958) resulta, en el conjunto de la obra de Dulce María Loynaz, el libro que, pese a su afilada estatura, ha recibido menor atención de la crítica. Quizá ello tenga que ver con su más epidérmica apariencia: creyéndolo obra de literatura viajera,1 los contemporáneos, más propensos a efectuar su propio viaje que a disfrutar el ajeno, han pasado por alto esas páginas en las que, sin embargo, la autora ha alcanzado una inquietante plenitud como artista.

Más allá de la literatura de viajes

Pero este libro no consiste en un mero recuento descriptivo, un deambular ocasional por el paisaje. Por el contrario, todo en él revela intenciones de mayor peso y ambición estéticos. En primer término, hay que observar que no se escribió in situ, en el hervor de una impresión turístico-afectiva. Antes bien, el texto proviene de un largo proceso de concentración —de estilo y voluntad— que, como la Loynaz revelara, exigió

aproximadamente cinco anos, y esto un poco porque era mi sistema de trabajar y otro poco porque quise poner distancia entre capítulo y capítulo a fin de salvarlos de la monotonía. Creo que conseguí mi propósito de que ningún capítulo se parezca a otro, pues cada uno ha sido objeto de un trato diferente en razón de sus temas, que son también, como es lógico, diversos.2

Nótese cómo el amplio período de gestación respondió, declaradamente, a un laboreo reflexivo, que aspiraba a configurar un libro de intensa variedad, donde el paso de un capítulo a otro fuese, en sí y por sí, un viaje peculiarísimo. Y, por lo mismo, Un verano en Tenerife exige una lectura absorta en sus muchos senderos paladeables. Dulce María Loynaz atiende en él a una minuciosa maceración de modos expresivos, para lo cual se atreve, en primer término, a transfundir los géneros, a diluir inesperadamente sus fronteras en una nueva criatura literaria.

La más simple inspección permite advertir esa íntima organización textual. Abierto en su “Prefacio”, el libro expresa su voluntad de integrar historia y leyenda. Una tan ambiciosa declaración comienza a cumplirse de inmediato: Dulce María Loynaz invoca en las primicias no a un sujeto lírico, testimoniante reflejo de sí misma. Su mágico verano se inicia convirtiendo en sutil personaje de novela a José Viera y Clavijo (1731-1813), denso intelectual de las Canarias, historiador minucioso de las islas y su flora; el hombre real, trastrocado en criatura novelable, no solo llena el primer capítulo —“Las tres primaveras del Arcediano”—, sino que también matiza por mementos el resto del verano tinerfeño de la autora, quien incorpora ágilmente pasajes enteros de las iluminadas reflexiones de Viera y Clavijo en sus Noticias de la historia general de las Islas Canarias, en contrapunto polifónico entre su propia voz, lírica y actual, y la del pensador canario del siglo XVIII.

Semejante obertura novelística —ficcionalización de lo histórico, orquestación de pluralidades estilísticas, dialogismo de perspectivas—, por lo inesperada y por el refinamiento de su construcción, donde se mezclan, en impalpable amalgama, el detalle de carácter, el gesto cotidiano, con presagiosos síntomas de más oscuras dimensiones del ser humano, coloca desde el primer momento a este libro fuera de los cánones triviales del libro de viajes.

Hibridación genérica en Un verano en Tenerife

Ese comienzo, que aboceta una novela en miniatura —inconclusa en su fluir de sugerencias—, se dirige a delinear un tema capital del libro: el del hombre que se enfrenta a la creación por la palabra, entendida como invitación y conflicto con la vida. Así, el acto de escribir, en los perfiles que la autora asigna a su histórico Arcediano, constituye un difícil, ominoso paralelo con la existencia, pero, también, un gallardo desquite ante el vacío de la esterilidad y de la muerte. Es por eso que la naturaleza se resume, en las tres conmovidas primaveras de Viera y Clavijo —juventud, madurez, ancianidad—, en una especie de constelación sonora en el crepúsculo: el violento entorno de lo real se quintaesencia en voz, resonancia natural apresable por la página en blanco.

De este modo, el primer capítulo, en su acerada concentración narrativa, es ya ademán por el cual los géneros comienzan a ser conjurados, en un juego de trasvasamientos, hacia un nítido propósito artístico: lo que debió de emprenderse como libro de viajes, se realiza en una especie de antigénero; no se hallará aquí puramente un transitar itinerante por tierras desconocidas y, de alguna manera, exóticas: antes bien, el autoexamen, la escucha ensimismada del propio vivir, ocupan una posición de fuerza y densidad patentes.

La autoindagación había sido, en Jardín, uno de los móviles más firmes en el decursar de la protagonista. Un verano en Tenerife, sin olvidar aquella experiencia, reformula ciertas direcciones y estructuras del narrar. En Jardín, la protagonista, circundada de silenciosa soledad, adivinaba huellas que otras voces hubieran dejado impregnadas en los objetos y el espacio mismo. La trayectoria de la voz ajena era apresada a distancia, aun fragmentada —restos de diálogo, trozos de cartas, rumor, en fin, difuminado en angustiosa contraluz—. Un verano en Tenerife levanta una visión diversa, complementaria: las voces, habladas o escritas, conforman la atmósfera cabal en que se mueve la peregrina.

Textos y textos se acumulan en el paisaje, que es también, a veces, comunicante código; por ello, también el lenguaje deviene paisaje, presencia tangible, y las palabras “[...] huelen a salitre y nos llegan secas pero bonitas todavía, como algas marinas en la marea baja, tostadas poco a poco por el sol”.3 Por ello requiere también de otras voces concertantes, que no resultan estéticamente apropiadas por la autora, sino mantenidas en una como libre soltura natural, donde diversos textos se entrecruzan:

Pero antes de dar comienzo a mi relato, me gustaría recoger en esta misma pequeña caracola de mi voz, donde una voz ilustre acaba de alentar por una hora, siquiera un eco de otras augustas voces antiguas; todas las necesito porque son, entre todas, las que un día presentaron al mundo las islas llenas de rocío, aun iluminadas por la luz de la primera aurora.4

Y esta aspiración abarcadora impone esa distancia entre capítulos, esa multiplicidad infinita en que se mezclan, sin adulterarse, pero destilándose en sus esencias, la historia y la novela, la leyenda y el retrato costumbrista, la anécdota y la urdimbre de consejas, la pura descripción y la meditación estética. La voz principal, entonces, se prolonga más allá del horizonte entrevisto. Dulce María Loynaz asume todo un ámbito en su prodigio, pero, también, se proyecta hacia sí misma, ilumina los ejes de su propia concepción del hombre y la poesía. Por ello, con más fuerza y conciencia que en Jardín, con una prosa de abisal serenidad, de un diapasón hispánico tal vez nunca alcanzado por nadie, Un verano en Tenerife revela una gozosa entonación lírica; con orgullo lo asume la autora:

Yo soy una poetisa que visita un país mitológico. Si una gigante flor de llamas se alza junto al mar y no es el Teide; si la desfleca el viento y no es la luna... Si ilumina los cielos, las casas y las aguas... ¿Quién me impide pensar que hemos equivocado el camino y las fechas?5

De este modo irrumpe, en jalones distantes entre sí, la voz personal que va conduciendo el texto, la cual no aparece continuamente en primer plano; antes bien, en fina y constante manipulación de otros puntos de mira, el “viaje exterior” por Tenerife es encomendado con frecuencia a perspectivas de otros —contemporáneos o pretéritos—, como en busca de una objetividad que equilibre la estremecedora autoridad del yo lírico que, al fin y al cabo, campea incluso al trasmitir leyendas y estampas del folclore. Porque Un verano en Tenerife transparenta no ya una experiencia vivida en “otro sitio”, un “mundo diferente”, sino más bien una convicción artística y humana: “Es el tiempo el que es de veras un engaño, y el espacio otro engaño por consecuencia, y esta es una legendaria metrópoli alumbrada místicamente por una gran lámpara votiva”.6

Tenerife en Dulce María Loynaz

Nicolás Alfaro y Brieva: "Caserío de San Juan de las Presas" (sin fecha).
Nicolás Alfaro y Brieva: "Caserío de San Juan de las Presas" (sin fecha).

Hay que advertir, sin embargo, que la intensa fabulación con que las islas resultan convertidas en archipiélagos entrañables, no depende de una arbitraria ficcionalización.

Los cinco años de escritura fueron invertidos no solo en una afanosa depuración del lenguaje que conquista, seguramente, el más alto nivel logrado por Dulce María Loynaz, sino también en una profunda indagación de las Islas Canarias: su historia, palpada en todos sus detalles; sus costumbres, sus leyendas, sus bases étnicas, su economía, sus diarias labores, el pasado y el porvenir.

Hay, qué duda cabe, un cimiento ensayístico imperceptible en el cual se levanta, sin negarlo, esta encajaría de añoranza y poetización. No es mero efluvio, celaje perecedero, sino posesión por el verbo, sensibilidad e inteligencia sumas. Pues Un verano en Tenerife proviene de una meditada ponderación. En su origen, incluso, parte de una significativa oposición con una obra de la que deviene antípoda: “Un hiver au midi de l'Europe; Majorque et les Majorcains”, el opúsculo de George Sand, más conocido bajo el título de Un invierno en Mallorca. Dulce María Loynaz, que visitara Valldemosa antes de 1958, decidió escribir una obra paralela, pero divergente:

Se me ocurrió entonces —salvando las distancias— hacer de mi amor y admiración por Tenerife un libro que viniera a ser algo así como un homenaje a la isla [...]. No podría ser nunca la crónica de un invierno. Así nació Un verano en Tenerife.7

Esta clave es importante. Las diferencias profundas entre el texto de Sand y el de la Loynaz van más allá de las estaciones aludidas en sus respectivos títulos, o las que puede haber entre lo que un iracundo y patriótico Quadrado consideró, en 1841, como panfleto contra Mallorca, y la admiración emocionada ante la belleza de Tenerife. La oposición entraña raíces más hondas. Así, por ejemplo, George Sand insiste en que Chopin, sus hijos y ella misma se sentían prisioneros en la Valldemosa invernal, lejos de todo apoyo culto y de efectiva simpatía. Le parecía que la muerte revoloteaba por encima de las cabezas, en un intento por llevarse a alguno de los suyos, sin que hubiese nadie que lo impidiera.8 Efectivo en la agilidad de su lenguaje, románticamente descriptivista en su visión —un poco demasiado pictórica— del entorno siempre considerado exótico, Un invierno en Mallorca encierra una exaltación de la singularidad del artista, muy del gusto de la primera mitad del siglo XIX y en consonancia con el brioso apasionamiento de George Sand.

En cambio, Un verano en Tenerife, menos afincado en estereotipos, más hondo en su calado, se concentra en la tácita vitalidad del hombre volcado en su entorno, captado con una tan intensa concentración, que la misma autora se sumerge por momentos y comparte, anónimamente, el íntimo fluir del amplio medio que admira. Así la muerte y la incomunicación apenas tienen acceso a este paradeisos tinerfeño de la Loynaz, descrito simultáneamente en sus detalles más fotográficos, y transfigurado oníricamente en utopía de lo entrañablemente humano, marcado por una resonancia a la vez universal e hispánica; “desde que vine estoy viviendo no sé qué doble vida, qué extraña melodía recompuesta en dos tiempos”.9

En este juego de ambivalencias y contrastes —tan marcado en su poesía y su novela—, Tenerife, sinónimo de “isla de nieve”, se transforma en preciso verano para un despliegue del ser, negación del tiempo y el espacio, tanto de los géneros canónicos y exactos, para afincarse en los linderos imprecisos que unen y separan la experiencia cotidiana y la iluminación estética:

Solo el tiempo —un minuto, una centuria— es lo que diferencia ambas sustancias, pero el hombre también está aprendiendo a eliminar el tiempo, y la poesía no ha hecho más que adelantársele...
Poesía vale aquí a acontecer remoto puesto en duda por los desconfiados; a eso llamé, cuando iniciaba el curso de este libro, casi verdad, y entre sus lindes anduvimos hasta este instante, y volveremos, si Dios quiere, pues de las Islas no se despide nadie para siempre, ni ellas se despiden del misterio.10

Acéptese la voz y la utopía propuestas, el viaje fabuloso en su nítida energía: ellos conducen no solo al verídico paraje y al rostro de la hispanidad eterna y transcontinental, sino también al recinto penumbroso, la húmeda luz paradisíaca que marcan la palabra de Dulce María Loynaz.

Busto de Dulce María Loynaz en el Mirador del Taoro del Puerto de la Cruz, Tenerife.
Busto de Dulce María Loynaz en el Mirador del Taoro del Puerto de la Cruz, Tenerife.

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1 Melchor Fernández Almagro, “Un libro de literatura viajera”, en Pedro Simón (comp.), Valoración múltiple de Dulce María Loynaz, La Habana, Casa de las Américas, 1991, pp. 599-602.

2 “Conversación con Dulce María Loynaz”, en Pedro Simón (comp.), op. cit., p. 59.

3 Dulce María Loynaz, Un verano en Tenerife, Madrid, Aguilar, 1958, p. 197.

4 Ibid., p. 33.

5 Ibid., p. 90.

6 Ibid.

7 “Conversación con Dulce María Loynaz”, ed. cit., p. 59.

8 Cf. George Sand, “Un hiver au midi de l'Europe; Majorque et les Marjocains”, Revue des Deux Mondes (15 de marzo de 1841), p. 822.

9 Dulce María Loynaz, op. cit., p. 245.

10 Ibid., p. 398.


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