Aceituna con hueso

| Escrituras | 17/04/2019
Dibujo de Nonardo Perea.
Dibujo de Nonardo Perea.

Era muy natural en mí permanecer durante horas en el baño con la oreja pegada al cristal de la puerta para escuchar las conversaciones de mis padres.

Pero permanecer desnuda con la puerta semiabierta y depilándome las piernas metidas dentro de una palangana, eso sí que era un verdadero acontecimiento.

Nada, resulta que me podía tomar esa libertad porque mi hermano había decidido marcharse de casa en la madrugada. Según rezaban sus palabras, y lo que raramente pude entender, se iba al litoral norte como fiel protector de la naturaleza.

Para él siempre fue muy difícil pernoctar en un edificio prefabricado donde todo el mundo convive como una gran familia, lo peor y más doloroso era cuando le llegaba el momento de la meditación, y los buenos vecinos se empecinaban en protestar, porque era la hora de la dichosa telenovela, y esa musiquita de procedencia extraña se la pelaba a cualquiera. Pero él necesitaba meditar a toda costa, sentir que su cuerpo era intocable, por ello no le prestaba interés alguno a los escobazos que sonaban en el techo, y mucho menos a los jarros de agua que desde los cielos lanzaban para su ventana, poco faltó para que vertieran desechos humanos a sus sábanas no tan blancas. Y él, pobrecito, siempre ahí firme e insistente, intentando conectarse con toda esa gente del interior, medio folclórica, que él afirmaba conocer por mediación de su “yo” interno, que no era otro que el “yo” de su vida pasada.

En realidad, me resultó súper difícil creer toda esa patraña, de que ese “él” desconocido de su vida, era un tipo cheverísimo que nació quinientos años antes de Cristo y tenía una sabiduría y un adelanto en las ideas que perdonando, la frase y el hecho, “le rompía los cojones a cualquiera”.

Humm, humm, humm…, y nada, con mucho sentimiento le dije a mi brother que yo no podía pasarme los trescientos sesenta y cinco días del año atragantándome de toda esa mierda. Entonces le di un beso en la boca y le obsequié una cajita de preservativos para el viaje.

En este instante podría salir corriendo como una desquiciada para contarles a mis padres, pero ahora prefiero imaginar que la puerta está atascada, y me infiltro en la conversación que, a pesar de ser en un tono muy bajo, bajísimo, me resulta interesante. Salir de repente a dar la noticia haría cambiar todos sus planes, “yo voy al aeropuerto”, todo comenzaría a ser como en las películas de Almodóvar: un desastre, “yo cocino”; sin duda intentarían ir a la policía y hasta llegarían al extremo de gastar el poco dinero ahorrado en pasajes para irlo a buscar por todos los campismos del país. “¿Y qué cocino,  papi?”.

Aún escuchaba la nítida voz de mi padre entonando el bonito nombre de: “Señor Blocok”, y mas atrás la chillona de mamá: “¡Oh, gracias a Dios, el señor Broncokr…!”. “¿Y qué cocino papi?”.

El señor Blocok es un antiguo amigo de papá. Se conocieron en Bulgaria, pero ahora él radica en Francia, y nunca ha dejado de enviar muchas postales con ilustraciones de fuentes luminosas de donde brota un agua que de tan transparente hasta parece potable; en la colección tampoco han faltado las fotografías de parques repletos de gente rara, y flores de todos los colores posibles: tulipanes y jazmines, girasoles. Ahora recuerdo que solía contemplar una en especial donde había una muchacha de cabellos muy rubios que permanecía sentada con las piernas cruzadas encima de un hermoso mármol gris, tenía unas piernas blanquísimas.

Siempre, cuando miraba la tarjeta me hacia la idea de que esa mujer no podría ser otra que yo misma, entonces respiraba suave, muy suave, y me asaltaba una profunda tristeza, porque ella parecía sentirse muy sola. Y esperaba a alguien que estaba segura venía llegando. En la tarjeta podía ver la mitad de su cuerpo doblando por una esquina, se veía minúsculo, pero era él, vestía de azul eléctrico y traía en una de sus manos un estupendo ramo de rosas; sí, de seguro era él, porque ella tenía cara de querer flores. Porque toda ella era fragancia, deseo y limpieza. Solo le faltaba la felicidad.

“Los tostones son cubanísimos”.

“¡Oye, que llega en una hora!”.

“¿Y?”.

“¡El taxi, coño!”.

“¿Qué cocino, papi?”.

“Me voy”.

“¡¿Y la niña?!”.

Mi madre me desenreda el pelo con un peine viejo, y me asombra tanta amabilidad, me da a escoger entre sus mejores vestidos y hasta me parece que exagera en su bondad “debes lucir de veinte”, me delinea los labios en carmelita, la boca ahora es un trozo de carne apetecible y sin sabor a Colgate porque ni siquiera me he lavado los dientes, y aún así, ella insiste en sus trazos.

El señor Blocok es un encanto, lleva puesto traje y corbata. Todo lo que trae consigo tiene olor a nuevo. Me besa las mejillas y encima de los muslos coloca una espléndida caja de bombones. El señor Blocok es la delicia personificada, ahora mismo me gustaría acariciarlo, dejarle tatuado el lápiz labial en su cara conformada por cientos de pliegues, aun así, el señor Blocok huele exquisito. “Botella de vino cosecha de… ¡Humm!”. Tres paquetes de pollo, dos de hígado de res, queso proceso, yogurt de sabor, helados de almendras, chocolates, turrones de España.

Definitivamente el señor Blocok es un ser especial. Me siento encima de sus muslos y su aliento roza mis orejas: “tu padre en sus cartas me habla mucho de ti’. Me dice, y lo mimo con frases que se entrecruzan con su español afrancesado. Veo a mis padres sonreír más felices que nunca, mamá lleva los dedos cubiertos con argollas de oro, y un traje Armani que la hace lucir veinte años más joven. Noto que mis labios han perdido el maquillaje. Mañana mismo me caso porque el viejo Blocok no podría vivir sin verme.

En un abrir y cerrar de los párpados, soy una muchachita extranjera y obediente (mamá estoy bien, hace un poco de frío, pero estoy bien) que masca chicle sentada en un parque donde las flores no son tan coloridas, donde la gente habla en otro idioma que no es el que extraño, quiero llorar, pero este frío no me lo permite; eso deseo cuando recuerdo a la rubiecita de aquella postal falseada de colores.

Ahora estoy segura de que ella esperaba la noche, puedo sentir en mis vértebras cómo vibraba el cuerpo lleno de nervios; sí, cómo yo esperaba la oscuridad para cuando la ciudad estuviese ahogada en luces, irse a insertar dentro de una enorme aceituna sin hueso; aceituna de plástico transparente con olor a manzano, para desnuda como un maniquí sin cerebro, abrirse de piernas al mundo.

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